Reproducimos el artículo de Germán Mazuelo-Leytón publicado originalmente en su blog en Adelante la Fe.
La rebelión contra Dios se manifestó durante la Edad Apostólica bajo la forma de gnosticismo, rebrotando durante la Edad Media con el dualismo gnóstico de la herejía albigense, y finalmente irrumpió a comienzos de la Edad Moderna alentada por la filosofía atea de la Iluminación del siglo XVI.
La Revolución religiosa comenzó con «el libre examen» de Lutero, erigiéndose el criterio personal en norma suprema de la verdad cristiana. En vez de aceptar el hombre las verdades de la fe tales como fueron reveladas por Dios e interpretadas y enseñadas por el Magisterio de la Iglesia, se auténtica depositaria, convirtió su propia inteligencia en «cátedra», aun contra la autoridad de la Iglesia docente.
Lutero había limitado su rebelión al campo religioso. La Revolución Francesa franqueará el próximo paso agregando a la negación luterana del carácter sobrenatural de la Iglesia, el rechazo de la divinidad de Cristo, quedándose con un Dios etéreo y vaporoso, el Ser Supremo, el Gran Arquitecto.[1]
El orgullo dio origen al espíritu de duda, al libre examen, a la interpretación naturalista de la Escritura, produjo la insurrección contra la autoridad eclesiástica, y la obra política de la Revolución Francesa no fue sino la trasposición, al ámbito del Estado, de la «reforma» que las sectas protestantes más radicales adoptaron en materia de organización eclesiástica. De la Revolución Francesa nació el movimiento comunista de Babeuf. Y más tarde, del espíritu cada vez más vivaz de la Revolución, irrumpieron las escuelas del comunismo utópico del siglo XIX y del comunismo llamado científico de Marx. [2]
El ateísmo ideológico, violentamente antirreligioso de la Iluminación es la base del ataque moderno contra la Civilización Cristiana, con la deificación del mito de los derechos.
Durante el reino del terror de la Revolución Francesa, el hombre sin fe buscó rechazar a Dios y la autoridad divina. La Revolución de 1789 en su punto más alto de su depravada y sanguinaria acción, hizo levantar un altar a la Diosa Razón: «¡La Razón es nuestro dios!». «No resulta un hecho fortuito –escribe el P. Alfredo Sáenz, S.J.- que la exaltación racionalista llegase a su paroxismo en la adoración de la Diosa Razón, simbolizada en aquella prostituta que en los días aciagos de la Revolución Francesa reemplazó a la imagen de Nuestra Señora nada menos que en Notre-Dame de París». La Revolución Francesa fue el primer gran acto de rebelión política organizada contra Dios.
Sin embargo ésta, «fue una consecuencia de la negación y de las rupturas del siglo XVI, del enfriamiento de la fe en el siglo XVII, de la exaltación de la razón en el siglo XVIII, y de la explotación de esta rebelión por el poder de la fracmasonería fundada en 1717» (Padre José de Sainte Marie).
Los derechos del hombre tienen su origen en Dios y no en el Estado, mientras que «Los Derechos del Hombre y del Ciudadano» de 1789 se inspiraron en la declaración de independencia estadounidense de 1776 y en el espíritu filosófico del siglo XVIII, que se resumen en los tres principios: libertad, igualdad y fraternidad.
«Pero es obvio que el valor específico de esos tres principios en el sistema de 1789 consiste precisamente en convertirse en un valor en sí mismo sin referencia axiológica a Dios.
No sólo se desconoce la oposición entre los dos principios de dependencia y de independencia, sino que se impulsa la confusión hasta creer que las máximas de 1789 son la sustancia del Cristianismo, confesando a la vez que la Iglesia comenzó tarde a defenderlas: es decir, a reconocer su propia sustancia.
Así dice el documento del Episcopado francés publicado en La croix de 8 de diciembre de 1981. Por otra parte, todos los partidos de la democracia cristiana adoptan implícita o explícitamente los Derechos del hombre de 1789 y laDeclaración de la ONU sobre los derechos del hombre. Explícitamente, por ejemplo, lo ha hecho la Democracia cristiana de Francia por medio de su presidente, respondiendo a una encuesta de Itinémires, n. 270, p. 71».[3]
La Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1791, de inspiración masónica, marca la rebelión moderna a la Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo.
La Declaración Universal de Derechos Humanos promulgada por la ONU en 1948, fue firmada para su aprobación y cumplimiento por las naciones más importantes del mundo, lo que no significa que esta Carta coincida totalmente con la doctrina de la Iglesia. Un solo ejemplo: en el artículo 16 se concede: Los hombres y las mujeres, a partir de la edad núbil, tienen derecho, sin restricción alguna por motivos de raza, nacionalidad o religión, a casarse y fundar una familia, y disfrutarán de iguales derechos en cuanto al matrimonio, durante el matrimonio y en caso de disolución del matrimonio.
Luego, la Declaración de los DD. HH., considera un derecho la disolución del matrimonio, en tanto que para la Iglesia Católica el matrimonio es indisoluble, inseparable, mientras vivan los dos cónyuges, esta Declaración ignora que el manantial de todos los derechos es Dios.
Un humanismo naturalista que sustentándose en los «Derechos del Hombre» pretende sacralizar todas las exigencias de los denominados derechos civiles, que se constituye antes que en un movimiento de derechos civiles en una revolución moral: una perversión de los derechos humanos que pretende imponer como derechos: escoger una «opción sexual», el aborto, garantizar la distribución gratuita de anticonceptivos de emergencia (abortivos), la sodomía, las relaciones sexuales adolescentes (derechos sexuales y reproductivos), etc.
«Los organismos internacionales más importantes han producido una sacralización de los derechos humanos, entendidos sin Dios, han formado “una especie de pensamiento único ante el cual deberían desaparecer todas las demás formas culturales, incluidas las religiones tradicionales. Las religiones son en realidad las formas culturales e institucionales más demonizadas por los organismos internacionales, porque son consideradas como enemigas del pensamiento único de los derechos. En particular, la Iglesia católica es considerada enemiga principal, ya que es una de las instituciones que con mayor claridad se rebela contra la religión de los derechos, y la más importante por su gran prestigio internacional. Es una ética [la de los derechos humanos] que tiende a configurarse como una religión que comprende y supera a todas las demás, y que debería garantizar el progreso universal y la convivencia pacífica de cualquier forma de diversidad. La imposición de esta utopía a los países del Tercer Mundo parece constituir el objetivo principal de la actividad de muchas organizaciones internacionales, y condiciona ayudas financieras y relaciones diplomáticas». [4]
Una vez más tengamos en cuenta estas fechas: 1517: la rebelión de Lutero; 1717: la fundación de la Francmasonería; 1917: el nacimiento del bolchevismo y la respuesta de Dios por el Inmaculado Corazón de María (en Fátima) también en 1917.
Germán Mazuelo-Leytón
[1] cf.: SÁENZ S.J., ALFREDO, La Cristiandad una realidad histórica, cap. VI.
[2] CORREA DE OLIVEIRA, PLINIO, Revolución y Contra-Revolución.
[3] ROMANO, AMERIO, Iota Unum, cap. 33.
[4] ROSELLA Eugenia, y SCARAFFIA Lucetta, Contra el cristianismo. La ONU y la Unión Europea como nueva ideología, Cristiandad, Madrid 2008.
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