Reproducimos la siguiente columna del escritor Juan Manuel de Prada, publicada orriginalmente en su columna en el ABC.
Siempre hay personas que se sublevan cuando un escritor se atreve a desafiar las convenciones del pensamiento hegemónico. Chesterton y Belloc, por ejemplo, ponían frenéticos a ciertos lectores del G. K’s Weekly cada vez que escribían que capitalismo y comunismo eran herejías que, bajo su apariencia dialéctica, encubrían una meta común; y los lectores mandaban a los periódicos cartas furibundas en las que los tildaban de «papistas», ante lo que Chesterton y Belloc enarbolaban el rosario y los espantaban. Hoy hay personas que se siguen enfadando si un escritor se atreve a equiparar capitalismo y comunismo; pero ya nadie utiliza el denuesto de «papista», tal vez porque el Papado ha perdido ascendencia intelectual, o porque conviene hacer como que el Papa es un tipo estupendo. Así que, cuando alguien se irrita contra ti por repetir exactamente lo mismo que Chesterton y Belloc denunciaban hace un siglo, ya no te llaman papista, sino «integrista» (¡y ni siquiera hace falta que enarboles el rosario!), que es insidia que, en un mundo tan tontiprogre como el nuestro, arroja una condena indeleble sobre el réprobo.
También se tiende a tildar a un escritor de «integrista» cuando se atreve a denunciar la deriva totalitaria de la democracia. Ya nos advertía Ortega, ese feroz integrista, que «la democracia, como democracia, es decir, estricta y exclusivamente como norma del derecho político, parece una cosa óptima. Pero la democracia exasperada y fuera de sí es el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad»; pues «cuanto más reducida sea la esfera de acción propia a una idea, más perturbadora será su influencia, si se pretende proyectarla sobre la totalidad de la vida». Y es que, en efecto, la democracia, en esta fase de la Historia, ha dejado de ser una forma de gobierno para convertirse en una religión antropoteísta que, a la vez que difumina o prostituye el mandato representativo, se proclama instancia última para establecer lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, entregando a la aritmética de las mayorías toda la regulación de la vida humana. Esta «voluntad de regular la totalidad de la vida humana» –nos recordaba Malraux, otro integrista descomunal y lefevriano– es lo que caracteriza el totalitarismo; y de la deriva totalitaria de la democracia ya nos advertía Tocqueville, sumo pontífice del integrismo, en La democracia en América: «Cadenas y verdugos eran los instrumentos groseros que antaño empleaba la tiranía, pero en nuestros días la civilización ha perfeccionado hasta el mismo despotismo. Los príncipes habían, por así decirlo, materializado la violencia; pero las repúblicas democráticas de nuestros días la han hecho tan intelectual como la voluntad humana que quieren reducir. Bajo el gobierno absoluto de uno solo, el despotismo, para llegar al alma, golpeaba vigorosamente el cuerpo; y el alma, escapando a sus golpes, se elevaba gloriosa por encima de él. Pero en las repúblicas democráticas la tiranía deja el cuerpo y va derecha al alma. El amo ya no dice: “Pensad como yo o moriréis”, sino: “Sois libres de no pensar como yo. Vuestra vida, vuestros bienes, todo lo conservaréis, pero a partir de ese día seréis un extraño entre nosotros. Permaneceréis entre los hombres, pero perderéis vuestros derechos de humanidad. Cuando os acerquéis a vuestros semejantes, huirán de vosotros como de apestados e incluso aquellos que crean en vuestra inocencia os abandonarán. Os dejo la vida, pero la que os dejo es peor que la muerte”».
Ese infierno totalitario ya está entre nosotros. Y en él languidecemos los apestados, mientras las masas desprevenidas campan por sus respetos y eructan felicísimas los vapores de la alfalfa sistémica que se tragan sin rechistar.
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