Celebramos este domingo la fiesta de Cristo Rey del Universo. La fiesta de Cristo Rey fue instaurada por el Papa Pío XI el 11 de diciembre de 1925, a través de la encíclica QUAS PRIMAS, en la cual reafirma que Cristo es Rey y Soberano del Universo y que sólo en la obediencia a su suprema majestad es que los individuos las sociedades humanas pueden alcanzar la paz y la prosperidad:
El es sólo quien da la prosperidad y la felicidad verdadera, así a los individuos como a las naciones: porque la felicidad de la nación no procede de distinta fuente que la felicidad de los ciudadanos, pues la nación no es otra cosa que el conjunto concorde de ciudadanos. No se nieguen, pues, los gobernantes de las naciones a dar por sí mismos y por el pueblo públicas muestras de veneración y de obediencia al imperio de Cristo si quieren conservar incólume su autoridad y hacer la felicidad y la fortuna de su patria. Lo que al comenzar nuestro pontificado escribíamos sobre el gran menoscabo que padecen la autoridad y el poder legítimos, no es menos oportuno y necesario en los presentes tiempos, a saber: «Desterrados Dios y Jesucristo —lamentábamos— de las leyes y de la gobernación de los pueblos, y derivada la autoridad, no de Dios, sino de los hombres, ha sucedido que... hasta los mismos fundamentos de autoridad han quedado arrancados, una vez suprimida la causa principal de que unos tengan el derecho de mandar y otros la obligación de obedecer. De lo cual no ha podido menos de seguirse una violenta conmoción de toda la humana sociedad privada de todo apoyo y fundamento sólido».Cristo es pues, Rey, a Él le debemos toda nuestra obediencia y sumisión porque sólo en Él podemos llegar a la perfección de nuestra naturaleza, el cumplimiento de nuestros fines, la satisfacción de nuestros anhelos. Cristo debe reinar en nuestras vidas, en nuestros hogares, y en nuestra Patria. Así lo entendió nuestro país y con ese fin se consagró de forma pública al Sagrado Corazón de Jesús en 1902, y de esa Consagración vinieron décadas de paz que el país no había conocido desde 1810.
Pero en 1991, bajo la instigación del Liberalismo, y con la complacencia de obispos infectados en la Teología de la Liberación, el país abandonó el culto oficial y público a Jesucristo, declarando la impía "igualdad de todas las religiones" que, según León XIII, "es lo mismo que el ateísmo". No contentos con ello, en 1994 la Corte Constitucional, cloaca cenagosa de toda la podredumbre social que vivimos, declaró "inconstitucional" la renovación de la consagración de Colombia al Sagrado Corazón de Jesús.
“No queremos que ese reine sobre nosotros” (Lc 19, 14), dijeron los sacerdotes del Sanedrín ante Pilatos, y lo mismo dijo la Corte Constitucional (con la aquiescencia del gobierno y el Congreso de turno, hay que decirlo), al rechazar la consagración al Sagrado Corazón. Esta apostasía de nuestros gobernantes ha traído toda clase de maldiciones y penurias sobre nuestro país, que son la consecuencia directa, y a la vez el castigo divino, que acarrea el rechazar los dones gratuitos de Dios.
El pasado viernes atendíamos aterrados a las últimas consecuencias de semejante crimen: Turbas enloquecidas arremetían contra comercios y viviendas, atacaban despiadadamente a la Fuerza Pública, y sembraban el pánico y el terror a lo largo y ancho de la ciudad luego de que los "pacíficos estudiantes" hubieran hecho colapsar la movilidad a través de un bloqueo organizado a las principales troncales de la ciudad.
Estamos ante una confrontación coyuntural. Décadas de revolución cultural en la educación han rendido sus frutos y han cosechado para el país una promoción tras otra de jóvenes convencidos que cualquiera de sus aspiraciones constituye "derechos", que la perturbación del orden social es el camino necesario para lograr sus fines, que el "tribunal de la historia" absolverá a toda revolución triunfante, en fin, que la rebeldía contra toda autoridad es un bien intrínseco y que su "obligación" como jóvenes es combatir todo aquello que restrinja o limite su libre determinación. Hemos visto aterrados cómo abundan las pancartas y eslóganes que legitiman la rebeldía en sí misma, pues detrás de esa lógica no hay otra cosa que el "non serviam" de Satanás.
"Si los que a cada paso hablan de la libertad entendieran por tal la libertad buena y legítima que acabamos de describir, nadie osaría acusar a la Iglesia, con el injusto reproche que le hacen, de ser enemiga de la libertad de los individuos y de la libertad del Estado. Pero son ya muchos los que, imitando a Lucifer, del cual es aquella criminal expresión: No serviré (Jer 2,20), entienden por libertad lo que es una pura y absurda licencia." (León XIII, Libertas Praestantissimum)Por eso, no importa cuánto vendan las movilizaciones como "pacíficas", cuánto nos quieran hacer creer que unos son los manifestantes legítimos y otros los vándalos "infiltrados", cuando en el fondo sabemos que son los dos brazos de la tenaza con la que quieren amedrentar a la sociedad colombiana y aniquilar su resistencia. Se trata de la vieja táctica comunista del binomio Miedo-Simpatía: Por un lado nos venden la imagen del estudiante manifestándose pacíficamente por causas "legítimas" (según la Conferencia Episcopal) y por el otro nos amedrentan con el vandalismo, el daño a la propiedad pública y privada, y la amenaza de los saqueos, para que al final los colombianos terminen viendo la intimidación de los bloqueos y las cacerolas como el "mal menor" y cedan ante los chantajes de la izquierda. Tanto la cara "pacífica" y "dialogante", como la cara violenta y terrorista responden a los mismos amos y al mismo plan: quebrar a través de la intimidación y la presión de los medios, a la resistencia social que ha frenado a la revolución en Colombia el 2 de Octubre de 2016.
Pero Colombia no es la descristianizada Chile, a pesar de los múltiples crímenes (los más de 30.000 abortos que se han cometido desde 2006, por ejemplo) los colombianos se han mostrado unidos para rechazar los planes violentos de la izquierda, hemos visto a la gente evitar el incendio del metro de Medellín. hemos visto a las familias unirse para defender las ciudades, y hemos visto a la gente clamando a Dios ante los disturbios y la violencia. Por eso, ahora más que nunca, es nuestro deber clamar por la Consagración pública y oficial de nuestro país al Sagrado Corazón de Jesús, rogándole que reine sobre nosotros y que con su reinado devuelva el orden, la tranquilidad y la paz a nuestro país.
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