En diciembre del año pasado, se levantó en Colombia una efímera controversia acerca de la posibilidad de revivir la pena de muerte, según una propuesta lanzada por un candidato presidencial. En su momento muchos afirmaron que defender la pena de muerte sería contrario a la Fe Católica, y para ello recordaron algunas declaraciones del Papa Francisco en ese sentido. En aquel entonces explicamos por qué la pena de muerte es permitida en la Doctrina de la Iglesia, y por qué es un error creer que se oponen.
Hoy ha salido la noticia de que el Papa ha ordenado que se modifique el Catecismo para eliminar la doctrina tradicional de la Iglesia y en su lugar declarar “inadminisble” la práctica de la pena de muerte. A continuación una comparación entre la redacción del numeral 2266 del Catecismo de la Iglesia Católica bajo Juan Pablo II y la reforma hecha por el Papa Francisco:
Catecismo de Juan Pablo II | Catecismo de Francisco |
La enseñanza tradicional de la Iglesia no excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas. Pero si los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana. Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo «suceden muy [...] rara vez [...], si es que ya en realidad se dan algunos» (EV 56) | Durante mucho tiempo el recurso a la pena de muerte por parte de la autoridad legítima, después de un debido proceso, fue considerado una respuesta apropiada a la gravedad de algunos delitos y un medio admisible, aunque extremo, para la tutela del bien común. Hoy está cada vez más viva la conciencia de que la dignidad de la persona no se pierde ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. Además, se ha extendido una nueva comprensión acerca del sentido de las sanciones penales por parte del Estado. En fin, se han implementado sistemas de detención más eficaces, que garantizan la necesaria defensa de los ciudadanos, pero que, al mismo tiempo, no le quitan al reo la posibilidad de redimirse definitivamente. Por tanto la Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que «la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona»1, y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo. |
Como explicamos en diciembre, la licitud de la pena de muerte puede encontrarse como una enseñanza constante de la Iglesia Católica a lo largo de toda su historia, que se remonta al mismo Evangelio, pues Jesús ante Pilato le recordó que la autoridad para sentenciar a muerte le había sido dada “de lo alto” (Jn 19, 11), y ya en la cruz, San Dimas reconoció que su condena muerte, a diferencia de la de Cristo, era justa y merecida (Lc 23, 41). Recordamos pues, algunos de los ejemplos más notables de reafirmación de esta doctrina infalible.
Haz el bien y recibirás sus alabanzas; de hecho, la autoridad es un ministro de Dios para bien tuyo; pero si haces el mal, teme, pues no en vano lleva la espada; ya que es ministro de Dios para aplicar el castigo al que obra el mal. (Romanos 13, 1-4).
Hay algunas excepciones, sin embargo, a la prohibición de no matar, señaladas por la misma autoridad divina. En estas excepciones quedan comprendidas tanto una ley promulgada por Dios de dar muerte como la orden expresa dada temporalmente a una persona. Pero, en este caso, quien mata no es la persona que presta sus servicios a la autoridad; es como la espada, instrumento en manos de quien la maneja. De ahí que no quebrantaron, ni mucho menos, el precepto de no matarás los hombres que, movidos por Dios, han llevado a cabo guerras, o los que, investidos de pública autoridad, y ateniéndose a su ley, es decir, según el dominio de la razón más justa, han dado muerte a reos de crímenes. (San Agustín. La Ciudad de Dios. Libro I, c. 21)
Pues toda parte se ordena al todo como lo imperfecto a lo perfecto, y por ello cada parte existe naturalmente para el todo. Y por esto vemos que, si fuera necesaria para la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede inficionar a los demás, tal amputación sería laudable y saludable. Pues bien: cada persona singular se compara a toda la comunidad como la parte al todo; y, por tanto, si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común; pues, como afirma 1Co 5,6, un poco de levadura corrompe a toda la masa. (Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica, II-II, q.64, a.2)
Esta clase de pecadores, de quienes se supone que son más perniciosos para los demás que susceptibles de enmienda, la ley divina y humana prescriben su muerte. Esto, sin embargo, lo sentencia el juez, no por odio hacia ellos, sino por el amor de caridad, que antepone el bien público a la vida de una persona privada. (Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica, II-II, q.25, a.6, ad 2)
Aun en el caso de que se trate de la ejecución de un condenado a muerte, el Estado no dispone del derecho del individuo a la vida. Entonces está reservado al poder público privar al condenado del «bien» de la vida, en expiación de su falta, después de que, por su crimen, él se ha desposeído de su «derecho» a la vida. (Pío XII, Discurso a los participantes en el I Congreso Internacional de Histopatología del Sistema Nervioso. Los límites morales de los métodos médicos, n. 28, en 13 de septiembre de 1952)
En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e, incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la pena que la sociedad impone « tiene como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta » (CCE 2266). La autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una ayuda para corregirse y enmendarse (cf. CCE 2266). Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la sociedad no sea posible de otro modo. (Juan Pablo II. Carta Encíclica Evangelium Vitae, n. 56, a los obispos, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, a los fieles laicos y a todas las personas de buena voluntad, sobre el valor y el carácter inviolable de la vida humana, 25 de marzo de 1995)
Se ha afirmado que el rechazo a la pena de muerte era también la postura de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, sin embargo, valga mencionar que ambos estuvieron directamente involucrados en la última edición del Catecismo de la Iglesia Católica y es notorio como la redacción de este parágrafo refleja fielmente su pensamiento: Particularmente, la cita de la Evangelium Vitae, deja ver que Juan Pablo II tenía el parecer, como un juicio prudencial, opinable, de que en la situación actual del mundo la pena de muerte se había vuelto innecesaria, sin negar por ello que la enseñanza tradicional de la Iglesia admitía el recurso lícito a la pena de muerte. En el primer caso, el papa Juan Pablo II matiza su propia opinión y la somete a los principios perennes de la Iglesia, mientras en el segundo, el papa Francisco pretende modificar la enseñanza de la Iglesia para amoldarla a su propia opinión.
En efecto, esto nos lleva a la verdadera gravedad del asunto. En realidad, la pena de muerte no es un asunto de especial relevancia práctica el dia de hoy. La Ley Moral Natural, bajo la confrmación de la Revelación, afirma como admisible la pena de muerte, y al hacerlo sólo la declara como no prohibida. Así pues, moralmente es permitida la pena de muerte, y cada país puede hacer un juicio prudencial y considerar si la contempla en su legislación penal positiva o no. Hoy en día, la gran mayoría de países prohiben la pena de muerte, así que el juicio de la Iglesia al respecto no parece tener mayores repercusiones.
En realidad, mucho más grave que el juicio sobre la pena de muerte en sí, es el hecho mismo de que un Papa pretenda tener la autoridad para cambiar el Catecismo en contra de lo que la Iglesia siempre ha afirmado y que por lo tanto tiene el carácter de enseñanza infalible. Este modus operandi va absolutamente en contravía de la naturaleza del ministerio papal según lo definido por el Concilio Vaticano I:
Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe. Ciertamente su apostólica doctrina fue abrazada por todos los venerables padres y reverenciada y seguida por los santos y ortodoxos doctores, ya que ellos sabían muy bien que esta Sede de San Pedro siempre permanece libre de error alguno, según la divina promesa de nuestro Señor y Salvador al príncipe de sus discípulos: «Yo he rogado por ti para que tu fe no falle; y cuando hayas regresado fortalece a tus hermanos». (CVI, Pastor Aeternus)
Dicho de otro modo, con esta modificación al Catecismo se pretende que la autordidad papal está por encima del contenido de la Fe Católica, y no al servicio de ésta. Si aceptamos que el Papa Francisco afirme que la Iglesia ha estado equivocada sobre la pena de muerte, mañana podría el Papa decir que la Iglesia se ha equivocado sobre el aborto, la homosexualidad, la anticoncepción, el celibato, la ordenación de mujeres etc., que Cristo no es Dios, que no resucitó verdaderamente, que María no era Virgen. Por eso, precisamente, es que el Papa San Pío X, afirmaba que el Modernismo era “el colector de todas las herejías” porque al afirmar que la Fe Católica puede cambiar con el tiempo, se abre la puerta de par en par a negar todos y cada uno de los artículos de Fe.
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