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lunes, 13 de junio de 2022

Editorial: No existe la “doctrina del mal menor” en la moral católica.

InfoCaótica: El mal menor no es un pecado menor

Desde la fundación de Voto Católico Colombia, hemos señalado al ´”voto útil” como el enemigo del Voto Católico, que debe siempre ser en conciencia. Cada cuatro años, los buenos candidatos que se han presentado, especialmente en las elecciones legislativa, han sido sistemáticamente abandonados por el voto de los católicos, quienes ante el temor infundido por la izquierda, han decidido votar por “el candidato con opciones” que al salir elegidos han participado y apoyado la misma agenda progresista de la izquierda.

Esa misma lógica malsana es la que cada cuatro años vende a los católicos un mal candidato, un candidato abortista, eugenista, eutanasista homosexualista, con la excusa de que es un “mal menor” al ser comparado con el candidato de la izquierda. En los años anteriores el nombre de “mal menor” hacía referencia a que la elección era entre un candidato que defendía la legalización total del aborto frente a otro que decía “respetar” las decisiones de la Corte. En aquel entonces el mal menor era meramente aparente, pero al menos evidenciaba la necesidad de mantener las apariencias en función de los votos, cosa que hoy ya ni es necesaria.

En efecto, hoy en día no sólo han aparecido católicos, católicos pro-vida, conservadores, de formación supuestamente tradicional, quienes no sólo le tuercen el pescuezo a la moral católica para defender la existencia de una “doctrina del mal menor”, no sólo para justificar la licitud moral de votar por un candidato abiertamente radical en temas como el aborto, la ideología de género o la legalización de la droga, sino incluso para pretender que habría una obligación de votar por ese supuesto “mal menor”. Indepedientemente de la situación concreta del país y de los candidatos existentes, parece urgente desmentir la existencia de semejante “doctrina del mal menor” que bajo los mismos mecanismos de la moral de situación, destruye los fundamentos de la moral católica.

La supuesta doctrina del “mal menor”

Según tal “doctrina”, estando abocados a elegir entre dos males, en este caso votar en una elección en que el programa de ambos candidatos es malo (ej: ambos candidatos son abortistas), es perfectamente legítimo optar por el menos malo de los dos (ej: Aquel de los dos que no es Comunista), mientras se tenga claro que no se vota a favor del candidato malo sino en contra del otro peor. Esta salvedad según unos debería hacerse de forma pública, mientras que otros dicen que basta con que el católico tenga esa claridad en la conciencia. Algunos añaden incluso, que siendo uno de los dos candidatos un Comunista, existiría incluso la obligación de oponerse a él por todos los medios, incluyendo votar por el otro candidato, de modo que los católicos que votasen en blanco o se abstuviesen de votar serían culpables de omisión por “permitir que Colombia caiga bajo el yugo del Comunismo”.

Resulta difícil encontrar el fundamento que utilizan los católicos antecitados para defender la existencia de supuesta “doctrina del mal menor”. El P. José María Iraburu la describe citando a Santo Tomás:

El gobierno humano proviene del divino y debe imitarle. Pues bien, siendo Dios omnipotente y sumamente bueno, permite, sin embargo, que sucedan males en el universo pudiéndolos impedir, no suceda que, suprimiendo esos males, queden impedidos bienes mayores o incluso se sigan peores males. Así, pues, en el gobierno humano, quienes gobiernan toleran también razonablemente algunos males para no impedir otros bienes, o incluso para evitar peores males. Así lo afirma San Agustín en II De Ordine: Quita a las meretrices de entre los humanos y habrás turbado todas las cosas con sensualidades. Por consiguiente, aunque pequen en sus ritos, pueden ser tolerados los infieles, sea por algún bien que puede provenir de ello, sea por evitar algún mal. (Summa Teológica, II-II, q.10, art. 11)

Aquí conviene anotar que existe una diferencia radical entre la tolerancia del mal menor, propuesta por Santo Tomás. y la pretendida “doctrina del mal menor” que defiende la posibilidad de hacer el mal con el objeto de hacer un bien. Santo Tomás indica la licitud de tolerar el mal menor en la acción misma de Dios, que pudiendo eliminar el mal del Mundo no lo hace, sin que pueda decirse en ningún momento que Dios sea la causa del mal existente. Dios permite el mal menor, pero en ningún momento hace el mal, pues eso sería absolutamente contrario a su naturaleza.

En ese orden, la doctrina moral de la Iglesia siempre ha rechazado la tesis maquiavélica según el cual una acción mala pueda convertirse en buena según el efecto buscado.

En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social. (Pablo VI, Humanae Vitae 14)

Según la filosofía moral, la bondad o malicia del acto depende del objeto, intención y las circunstancias. La intención hace referencia a la parte subjetiva del acto, el fin deseado por la voluntad al mover la acción, el objeto a la acción en sí misma considerada, y las circunstancias a los demás aspectos contingentes que rodean la acción (incluyendo los efectos, salvo que sean previstos pues entonces son incluidos en la intención). La Iglesia enseña que un acto bueno requiere bondad de intención, objeto y circunstancias (bonum ex integra causa malum ex quocumque defectu) por lo cual un acto que sea objetivamente malo, no puede convertirse en bueno sólo por estar inspirado por una buena intención o procurando obtener un efecto bueno. (Juan Pablo II, Veritatis Splendor 81)

Contra esta misma tesis del consecuencialismo moral advierte el famoso moralista Antonio Royo Marín (negrillas nuestras):

El mal menor es un mal, y no es lícito jamás inducir a nadie al mal, aunque se trate de un pecado venialísimo. No vale decir que al aconsejarle el mal menor no se intenta la producción de ese mal menor, sino la disminución del mal mayor, lo cual no deja de ser un bien. Es falso este modo de razonar. Porque lo que procede para alejarle del mal mayor es aconsejarle que desista de él, o proponerle un bien en el que no había reparado, o distraerle para evitar que se entregue al mal, o a lo sumo proporcionarle ocasión de un mal menor sin aconsejárselo; pero jamás aconsejándole un mal, aunque sea menor. Si no es lícito jamás inducir a nadie a cometer un pecado leve, ¿por qué lo ha de ser en esta ocasión? De dos males desiguales o iguales no se puede aconsejar ninguno: hay que rechazar los dos. Tanto más cuanto de ordinario se incurrirá en el inconveniente notado por los partidarios de la última opinión indicada, a saber: que se le hará cometer un segundo pecado (el menor), además del mayor ya cometido en su corazón. (Antonio Royo Marín O.P., Teología Moral para Seglares II, Lib. III Trat. I, Sec. I, Cap. III, lit. G)

Aunque en esta ocasión se refiere específicamente al escándalo que comete quien aconseja un mal, con la excusa de que se trata de un mal menor frente al que se quiere cometer, el principio es perfectamente aplicable para el caso del voto, pues el voto no es más que el mensaje enviado por la ciudadanía (Si bien limitado y filtrado por el rango de opciones que le permiten los partidos políticos) acerca del tipo de gobierno que desean tener, y por ende tiene una cierta relación de causalidad respecto de los actos realizados por el gobierno elegido.

¿Votar por un candidato implica necesariamente avalar todo su programa?

Ahora bien, algunos de estos católicos niegan que votar por un candidato que en su programa haya declarado defender el aborto, las uniones homosexuales, etc. constituya un mal intrínseco capaz de viciar por completo la moralidad de la accion. Más aún, si consideramos que actualmente no existe ningún candidato que no defienda la legalización, al menos parcial del aborto, es perfectamente lícito guiarse por otros temas a la hora de votar mientras se deje públicamente claro el desacuerdo con los aspectos reprochables del programa del candidato.

Sin embargo, algo muy distinto nos dice el Magisterio de la Iglesia:

En tal contexto, hay que añadir que la conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto la realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral. Ya que las verdades de fe constituyen una unidad inseparable, no es lógico el aislamiento de uno solo de sus contenidos en detrimento de la totalidad de la doctrina católica. El compromiso político a favor de un aspecto aislado de la doctrina social de la Iglesia no basta para satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su totalidad. Ni tampoco el católico puede delegar en otros el compromiso cristiano que proviene del evangelio de Jesucristo, para que la verdad sobre el hombre y el mundo pueda ser anunciada y realizada. (Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al  compromiso y la conducta de los católicos en la vida política 4)

Cabe recordar que en esa misma nota doctrinal el Card. Ratzinger incluyó el rechazo al aborto y la eutanasia como “exigencias éticas fundamentales” que “no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno”, y en otros pronunciamentos posteriores, ya como Benedicto XVI, los denominó “principios no negociables”. ¿Qué puede significar esa “no negociabilidad” de la defensa de la vida humana si pretendemos votar en favor de un candidato abortista sólo “porque el otro es peor”?

Los católicos malminoristas argumentan la posibilidad de votar por el “menos abortista” de los candidatos, rechazando la parte mala de su programa político, invocando un pronunciamiento de Juan Pablo II:

Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros semejantes casos. En efecto, se constata el dato de que mientras en algunas partes del mundo continúan las campañas para la introducción de leyes a favor del aborto, apoyadas no pocas veces por poderosos organismos internacionales, en otras Naciones —particularmente aquéllas que han tenido ya la experiencia amarga de tales legislaciones permisivas— van apareciendo señales de revisión. En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus aspectos inicuos. (Juan Pablo II, Evangelium Vitae 73)

Empero, es importante anotar las profundas diferencias en el caso hipótético señalado en la encíclica y el caso en el que se pretende aplicar la analogía. En primer lugar, nótese que Juan Pablo II deja bien claro que se trata de una opción “más restrictiva” respecto del mismo tema del aborto, es decir que la opción por la cual se opta no es dejar el aborto tal y como está (“Soy respetuoso de las decisiones de la Corte”) ni mucho menos dejar de lado el tema del aborto y pasar a otros temas del programa político (“ambos son igual de abortistas”), sino que implique una limitación del mal que ya se está cometiendo, aunque lo permita en cierto grado. En este caso se aplica plenamente el principio de Santo Tomás en tanto que el mal no es causado por el voto del parlamentario, sino permitido con algunas restricciones.

Además, se ha de notar la diferencia entre el voto público que realiza el parlamentario de forma pública en las corporaciones, y el voto que realiza el ciudadano de forma anónima. El primero puede declarar públicamente las razones de su voto y realizar las salvedades y matices que sean necesarias para presionar en favor de una prohibición total del aborto, mientras que el segundo sólo puede marcar la casilla del candidato sin que pueda hacer en el tarjetón ninguna anotación sobre los aspectos negativos de su programa ni declarar a nadie su desacuerdo con los mismos, su voto será artiméticamente sumado a los otros millones de ciudadanos y contabilizados como un apoyo pleno a la candidatura de tal candidato. Si el candidato abortista obtiene 5 millones de votos la ley y el sentido común dan por hecho que esos 5 millones de ciudadanos avalan el programa político del candidato sin que haya forma de adivinar que 3 millones de ellos están en desacuerdo con su apoyo al aborto.

Pretender que puede sancionarse con el voto el programa abortista de un candidato sólo por el hecho de pensar en la conciencia, o afirmar públicamente, que se rechaza ese punto o que no se vota por ese candidato sino contra el otro, recuerda a los abusos jesuíticos del principio de restricción mental según los cuales podría responderse al que interroga algo que le dejase completamente engañado si en nuestra conciencia le damos un significado diferente a las palabras de modo que subjetivamente no sería mentira lo dicho, aunque en su sentido explícito lo sea. Al respecto sirva recordar los límites que existen al uso legítimo de tal recurso (negrillas nuestras):

4.a No es lícito, sin embargo, usar la restricción mental cuando es obligatorio manifestar la verdad por exigirlo así la fe, la caridad, la justicia, la religión, etc. Y así no puede usarse cuando equivaldría a negar la fe ante el tirano que interroga sobre ella o en la confesión sacramental de los pecados que se acusan por primera vez (pero sí en caso de estar ya confesados); cuando se trata de alguna condición substancial para la validez de un contrato; ante el juez que interroga legítimamente (a no ser que se trate de la confesión del propio delito, como ya hemos dicho); ante el legítimo superior que interroga sobre cosas necesarias para el gobierno de los súbditos; cuando de la restricción surgiría algún daño injusto para el prójimo, etc. (Antonio Royo Marín O.P., Teología Moral para Seglares II, Lib. III Trat. I, Sec. II, Cap. IV, art. 1)

Aunque el católico pueda considerar las razones de su voto de forma completamente diversa, la única lectura objetiva que se podrá hacer del mismo será la sanción del programa político al cual se ha dado el voto. Adicionalmente, si fuera lícito a un católico obviar los aspectos intrínsecamente perversos del candidato por el cual se vota, y votar en su lugar por los pocos buenos que hubiese o a duras penas “por que no gane el otro”, entonces quienes así piensan están legitimando a su vez que el católico vote por el candidato contrario. De modo que el supuesto principio resulta absurdo para decidir el voto.

¿No puede aplicarse en este caso el principio de doble efecto?

Aunque ya haya quedado suficientemente refutado, conviene rescatar la verdadera moral católica de las falsificaciones que actualmente circulan, y otro de esos puntos falsificados es el principio de doble efecto. Según este principio, es lícita una acción de la que se sigan un efecto bueno y un efecto malo siempre y cuando sea el efecto bueno el que se desea procurar. En este orden, dicen los católicos malminoristas que es perfectamente legítimo dar el voto al candidato abortista pues en este caso evitar la victoria del otro candidato es el efecto bueno que se procura y la victoria de ese candidato abortista es el efecto malo que no se puede evitar.

No obstante, se debe recordar que para que pueda hablarse del principio de doble efecto, deben concurrir las siguientes condiciones:

a) que la acción u omisión sea buena o indiferente; b)que de ella se siga, al menos, con la misma inmediación, el efecto bueno, y no éste mediante el malo; c) que el efecto bueno sea proporcionado al malo; y d) que se intente únicamente el bueno y no el malo. (Antonio Royo Marín O.P., Teología Moral para Seglares II, Lib. II, Cap. I,  Sec. II, lit. A)

En este caso, el principio de doble efecto no se aplica puesto que dar el voto a un programa político que defiende un promueve un mal intrínseco como el aborto es una acción objetivamente mala, y porque el efecto malo (la aprobación del candidato abortista) resulta un efecto inmediato del voto, mientras que el efecto bueno (evitar la elección del otro candidato) es un efecto remotísimo que para darse exige un montón de causas adicionales (el voto de los otros millones de ciudadanos).

Sirva además anotar la diferencia substancial de inmediación entre ambos efectos, para resaltar la desproporción absurda en que incurren cuando al mismo tiempo que afirman que el católico que vota por el candidato A no se hace culpable de la promoción del aborto contenida en su programa de gobierno, mientras que los católicos que votan en blanco o no votan sí son culpables del mal contenido en el programa del candidato B. ¿Cómo pretenden culpabilizar a estos últimos de los efectos indirectos de su opción, de lo que el voto no implica de forma necesaria ni suficiente, mientras que ellos se exoneran de los efectos directos de la suya, de lo que el voto sí afirma necesariamente?

Católicos totalmente secuestrados por el inmanentismo

¿Significa entonces que ante una elección en que dos candidatos apoyan el aborto la única opción católica es abstenerse o votar en blanco? ¿Podemos permanecer de brazos cruzados y permitir que el país se vaya al abismo? ¿No es esto contradictorio con el deber de todo católico de participar en la vida política para la construcción del bien común?

Como indicamos al inicio de este editorial, en Voto Católico Colombia siempre hemos defendido que el voto católico ha de ser siempre voto en conciencia, porque si bien reconocemos que el voto tiene un valor ínfimo a nivel político (igual a la fracción numérica de un voto individual entre los millones de votos depositados) consideramos, a la luz del magisterio, que tiene un valor fundamental en la conciencia del individuo que con su voto avala las acciones del gobierno elegido. Lamentablemente, este orden de prioridades se ve completamente subvertido cuando los católicos, haciendo alegres cálculos políticos y sobreestimando el peso de su voto, transigen en aspectos fundamentales de la fe y la moral y minimizan la gravedad del aborto, la eutanasia, la sodomía, la blasfemia, etc.

En muchos de estos ambientes se defiende la lucha contra el comunismo como una parte de la lucha espiritual trasladada al campo social, y no podríamos estar más de acuerdo al respecto. Lo que nos resulta incomprensible es que en función de frenar el comunismo se pretenda legítimo aliarse con el diablo, y la demonización del comunismo nos lleve a exculpar por completo pecados tan grandes que claman al Cielo por justicia, como los anteriormente citados. Tal mentalidad, aunque se revista de lenguaje muy espiritual, no es sino un síntoma del inmanentismo reinante entre los católicos, aún los más conservadores y tradicionales.

En efecto, el único interés del diablo es la perdición de las almas, y para ello puede servirse tanto de la mano derecha como de la mano izquierda. Ciertamente un régimen político puede ser totalmente instrumental en tal propósito, o por el contrario puede fomentar la virtud entre los ciudadanos, pero es ingenuo (si no una terrible presunción) que es posible derrotar los planes preternaturales con una sutil estrategia política de concesión al mal. El diablo siempre será más astuto que nosotros, y la mejor prueba es ver cómo de mal menor en mal menor en Colombia hemos llegado al peor de los escenarios posibles (legalización total del aborto, “matrimonio” homosexual con adopción, eutanasia infantil, suicidio asistido, alquiler de vientres, ideología de género obligatoria en los colegios, y un largo etc.). La única forma de vencer al demonio es con el influjo de la Gracia de Cristo que puede hacer brotar la santidad en el corazón más endurecido.

Ningún gobierno o régimen político podrá jamás detener el plan de salvación que Dios ha establecido para el ser humano desde el inicio de los tiempos, así como no hubo emperador romano, por violento o astuto que fuera, capaz de frenar la difusión de la Fe Cristiana en los primeros siglos. Si el miedo a un eventual cambio de régimen nos lleva a renunciar a aspectos fundamentales de la Fe y de la moral, no estaremos muy lejos de los que apostataban por el miedo a la muerte. Cuando contemplamos los problemas políticos con una perspectiva verdaderamente espiritual salta a la vista que el demonio gana mucho más cuando consigue que los católicos defiendan el aborto, la eutanasia o la blasfemia como el “mal menor”, que cuando logra que los incrédulos y liberales instauren el régimen progresista que el vientre les dicta.

Si verdaderamente “[El candidato A] es el demonio”, o el gobierno del candidato B “es el inicio del Apocalipsis” (expresiones reales escuchadas a algunos católicos), no podemos permitir que el miedo nos lleve a vender el alma. Al contrario, cualquiera que sea el resultado de las elecciones del próximo domingo, podemos estar seguros que el próximo gobierno podrá ser el peor que hayamos visto en la historia reciente y aún así recibirlo con la esperanza intacta. Pues,

"¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro." Romanos 8, 35-39.

Y no se entienda en esta sana indiferencia un llamado al retraimiento o apartamiento donatista frente a la vida política. Al contrario, existen mecanismos mucho más efectivos y para la participación política que el acto de depositar un papel cada cuatro años. Si tenemos que dar la pelea los próximos cuatro años contra el gobierno ultraprogresista que de seguro nos gobernará, lo mínimo es que mantengamos los principios intactos y la conciencia limpia.

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