Un magnífico artículo publicado en la revista ConoZe.com
El derecho a ser laico
Buena parte de la polémica acerca del lugar de la religión en el espacio público gira en torno al concepto de laicidad. Los católicos no debemos temer una laicidad rectamente entendida; en realidad, la laicidad es una de las grandes aportaciones del cristianismo a la cultura occidental. Como han recordado Jürgen Habermas o Philippe Nemo, Israel surge en la Historia como una excepcióndualista en un mundo de «monarquías sagradas» teocráticas y reyes divinizados. En Israel –y, después, en la cristiandad– el poder es desacralizado: sólo Dios es Dios; el Estado no es divino; el Estado es falible (y, por tanto, su autoridad debe ser sometida a control y limitación). A diferencia del Islam –donde lo religioso es inseparable de lo lo político– el cristianismo reconoce la autonomía de lo temporal: «al César, lo que es del César». El corolario de este reconocimiento es la relativización del poder, su sometimiento a un constante escrutinio moral: precisamente porque no es sagrado, el Estado puede incurrir en desafuero, y el cristiano se reserva la facultad de enjuiciar moralmente su actuación desde criterios de justicia superiores.
Ciertamente, el cristianismo no siempre permaneció fiel a esta doctrina de la dualidad de órdenes y la libertad de crítica: tras el giro constantiniano, la Iglesia entró en una estrecha simbiosis con el poder político. Pero a partir de finales del siglo XIX se recuperó paulatinamente el dualismo de los orígenes, culminando en la doctrina del Vaticano II sobre la libertad religiosa (Dignitatis Humanae) y la plena aceptación de la democracia y la laicidad en el magisterio pontificio más reciente. En su importante alocución a la Curia del 22 de diciembre de 2005, Benedicto XVI vino a reconocer que, al renunciar al concepto de Estado confesional y volver a la idea de una «Iglesia libre en un Estado libre», el Vaticano II recuperó la perspectiva genuinamente cristiana sobre los asuntos políticos.
Se da la paradoja histórica, sin embargo, de que, justo cuando la Iglesia acepta incorporarse al juego democrático «sin privilegios» (es decir, asumiendo que sólo podrá esperar ver reflejadas en la legislación sus propuestas morales en la medida en que consiga convencer de ellas a los votantes), se desarrolla en la cultura secular una interpretación distorsionada de la laicidad que cierra el paso a dicha incorporación. Se ha acuñado la expresión «laicismo» para designar a esta versión sectaria y desnaturalizada de la laicidad. En el Estado laicista, la «neutralidad» oficial encubre una situación de efectiva «confesionalidad inversa»: el poder asume de hecho la cosmovisión materialista-atea, recela de la religión como una amenaza al sistema y trata a los creyentes como ciudadanos de segunda, impidiéndoles jugar el juego democrático en pie de igualdad con los demás. Como indica Martin Rhonheimer, el laicismo viene a ser una especie de paternalismo, que intenta proteger al ciudadano de toda influencia religiosa, porque estima que tal influjo es irracional y corrosivo de la libertad.
Ciertamente, la frontera entre laicidad y laicismo es sutil, y a menudo pasan por laicos planteamientos que en realidad son laicistas. Es el caso, a mi parecer, de la llamada doctrina de las razones públicas, muy influyente en la filosofía política actual; su formulación más conocida se debe a John Rawls. El punto de partida es lo que Rawls llama «pluralismo razonable»: la razón humana es incapaz de obtener conclusiones inequívocas sobre las preguntas más importantes (¿cómo empezó todo?, ¿qué es el hombre?, ¿qué ocurre tras la muerte?, ¿cómo deberíamos vivir?); por tanto, una sociedad libre se caracterizará por el pluralismo cosmovisional, la diversidad de creencias: la gente habrá llegado a conclusiones distintas sobre dichas preguntas (habrá materialistas, agnósticos, creyentes en diversas religiones, etc.). Dichas sociedades, sin embargo, necesitan leyes y reglas del juego; la dificultad estriba en poner de acuerdo sobre lo penúltimo (lo jurídico-político) a personas que discrepan sobre lo último (lo metafísico). Para esto, según Rawls, es imprescindible que las reglas del juego sean cosmovisionalmente neutrales: que no se inspiren en ninguna de las concepciones del mundo (el materialismo, el cristianismo, etc.) que compiten en la sociedad. Y, en los debates sobre leyes y políticas estatales, será obligado emplear sólo razones públicas, es decir, argumentos que no apelen a ninguna cosmovisión concreta, y que por tanto resulten asumibles por cualquier persona razonable, cualesquiera que sean sus creencias metafísicas.
¿Qué actitud podemos adoptar los católicos frente a esta doctrina? En principio, una actitud positiva. La Iglesia considera que la mayor parte de su doctrina moral se basa, precisamente, en «razones públicas» que cualquiera puede entender, crea en Dios o no. El cristianismo ha confiado siempre en la capacidad de la razón humana para alcanzar la verdad moral, al margen de cualquier Revelación divina. En la Carta a los Romanos, San Pablo arguye que los paganos, pese a no conocer la Revelación, «tienen escrita la ley [moral] en sus corazones» (Rom. 2, 15). Por eso Santo Tomás pudo después asumir la ética aristotélica, añadiéndole un suplemento trascendente, pero conservando gran parte de su estructura. En definitiva, el cristianismo considera haber descubierto su propia versión de la doctrina de las razones públicas muchos siglos antes que Rawls: es la idea de la ley natural: la verdad moral racional, válida no sólo para los que tienen fe, sino para todos los que son capaces de pensar. Como indicara el entonces cardenal Ratzinger, en su debate con Habermas: «el Derecho natural ha constituido siempre la figura de pensamiento con la que la Iglesia en su diálogo con la sociedad secular ha apelado a la razón común y ha buscado las bases para un entendimiento acerca de principios éticos en una sociedad pluralista».
¿Coincide pues la «laicidad rawlsiana» con lo que tradicionalmente se ha llamado «ley natural»? No. El propio Rawls deja claro que, en su opinión, la doctrina de la ley natural es una más entre esas visiones del mundo omnicomprensivas que deben ser dejadas de lado cuando se argumenta en el espacio público. O sea: quien se refiere a la ley natural está invocando «convicciones privadas», que no debería intentar imponer a los demás. La creencia en la posibilidad de alcanzar racionalmente la verdad moral objetiva es considerada ahora como una creencia «privada», «sectaria», no utilizable en el espacio público …
Los católicos nos enfrentamos a esta dificultad cada vez que intentamos terciar en el debate social: aunque utilicemos argumentos rigurosamente laicos, aunque no invoquemos en ningún momento a Dios, nuestras tesis serán tachadas sistemáticamente de «confesionales» y caerá sobre nosotros el estigma de «intentar imponer nuestras creencias a los demás». Si defendemos la vida del no nacido recurriendo a argumentos no religiosos (la ciencia demuestra que existe un nuevo individuo humano desde la concepción; la dignidad humana no puede depender del tamaño, grado de desarrollo o estado de salud del sujeto, etc.), nuestro interlocutor laicista intentará taparnos la boca alegando que todo eso no es más que la racionalización impostada de una creencia religiosa previa. Si defendemos el matrimonio como unión vitalicia del hombre y la mujer, nos dirán también que estamos intentando imponerles la visión de la familia propia de nuestra iglesia. De nada servirá que demostremos que la institución matrimonial es muy anterior al cristianismo, que se basa en el hecho biológico (no religioso) de que sólo la asociación entre hombre y mujer es fecunda, etc.
La pretensión cristiana de dialogar con el mundo increyente utilizando el lenguaje común de «la razón» y «la naturaleza» parece, por tanto, cada vez más utópica. No parece haber un marco de referencia común. Los esfuerzos del cristiano por poner entre paréntesis sus creencias religiosas y argumentar en términos laicos no son tomados en serio. Las apelaciones a la «naturaleza humana» levantan sospechas en una cultura en la que, más bien, se afirma cada vez más el dogma de que nada es «natural» y todo es relativo; todo es cultural, convencional, construido.
Esta hipersensibilidad laicista para sospechar motivaciones religiosas de fondo en cualquier tesis moral o jurídica aducida por un católico contrasta con una irritante ceguera a la hora de reconocer las motivaciones metafísicas de las tesis que ellos mismos defienden. Por ejemplo: Rawls, el teórico de las «razones públicas», sostiene que la solución «cosmovisionalmente neutral» al dilema del aborto es el derecho al aborto libre en el primer trimestre de embarazo. Está convencido de que sólo se puede disentir de esta solución desde posturas religiosas. Pero Rawls, como los demás laicistas, no es consciente de hasta qué punto su propio pro-abortismo, lejos de ser cosmovisionalmente neutral, está probablemente condicionado por creencias metafísicas. Rawls era ateo: creía que la humanidad no es más que una especie animal dotada de un cerebro particularmente complejo, producto del azar evolutivo. Si el hombre es sólo un animal más, no se ve por qué todos los individuos de la especie tendrían que ser sagrados: ¿por qué no eliminarlos cuando todavía son muy pequeños y su llegada al mundo puede representar un engorro?
Si el ateo insiste en sospechar un condicionamiento religioso en la oposición del cristiano al aborto …exactamente con el mismo derecho podemos los cristianos sospechar un condicionamiento «religioso» (metafísico) en la defensa laicista del mismo. La clave estriba aquí en comprender que todos –tanto los cristianos como los ateos– tenemos ciertas creencias metafísicas: nosotros creemos que el mundo viene de una Inteligencia eterna y buena; ellos creen que el mundo viene de la nada y volverá a la nada. Y si las posiciones morales de los cristianos están quizás condicionadas por nuestras creencias metafísicas, las de los ateos no lo están menos.
La doctrina de las razones públicas, por tanto –al menos, en la versión que tiene carta de naturaleza en la sociedad actual– es engañosa e impone el laicismo so capa de laicidad. Su presunta «imparcialidad» es tramposa y asimétrica: en realidad, prima a las opiniones basadas en la cosmovisión atea y penaliza a las basadas en una cosmovisión religiosa.
No digo que todos los laicistas pretendan deliberadamente «jugar sucio». Muchos se consideran sinceramente «neutrales». No son conscientes de cómo sus posiciones morales y políticas están condicionadas por sus creencias ateas. Y es que ellos creen no tener creencias. El ateo típico considera la inexistencia de Dios, la ausencia de cualquier propósito o plan en la creación, la aniquilación de la conciencia en la muerte física, etc., no como opiniones filosóficas suyas, sino como la expresión del «sentido común» neutral, universal, accesible a todos (salvo a esos pintorescos creyentes religiosos, instalados todavía en el pensamiento mágico). El ateo medio cree no creer nada: está convencido de que él no cree, sino que sabe. En la medida en que considera sus tesis materialistas como conocimientos (y no como creencias), no se siente obligado a hacer abstracción de ellas cuando participa en debates morales o jurídicos-políticos.
Los católicos deberíamos, pues, recusar estas falsas neutralidades y reclamar sin ambages nuestro derecho a ser laicos: nuestro derecho a participar en el debate democrático, en estricto pie de igualdad con los ciudadanos de otras convicciones.
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