Reproducimos el siguiente artículo de Germán Mazuelo-Leytón, publicado originalmente en su blog en el portal católico Adelante la Fe.
Era el 21 de mayo de 1972, Laszlo Todt, un hombre mentalmente enfermo, exclamando «Yo soy Jesucristo y he regresado de la muerte», con un martillo de geología destrozó el rostro de la Piedad que esculpió Miguel Ángel. Había logrado burlar la seguridad del Vaticano, y oculto entre los fieles que acudieron ese domingo a recibir la bendición del Papa, perpetró ese horrendo y criminal hecho.
Más, ese vandálico acto, hoy ha quedado absolutamente superado, especialmente por toda la ofensiva cristofóbica de los enemigos de Cristo y de su Iglesia, que en estos últimos años, y cada vez con más virulencia y saña se verifica ante la impasividad y hasta la complacencia de quienes deben custodiar el rebaño confiado a ellos por Nuestro Señor Jesucristo.
Con cuánta frecuencia estamos escuchando de capillas, templos y lugares de culto violentados, profanados; cómo ha crecido el ambiente blasfemo.
Santo Tomás de Aquino explana la blasfemia señalando que ésta es, de suyo un pecado mucho más grave que el homicidio, porque va directamente contra el mismo Dios; aunque el homicidio es el mayor pecado que se puede cometer contra el prójimo.[1]
La blasfemia sea de palabra o de actitud interna, supone siempre una rebelión contra el poder y la bondad de Dios, se trata de una postura de desafío a Dios. Si de otros pecados se puede afirmar que en la mayoría de los casos son ocasionados por la debilidad humana, la blasfemia comporta además una resolución de no acudir a Dios, de no admitir la liberalidad y la magnificencia de Dios, de despreciar las llamadas de Dios, de alejarse de Dios.
Una precisa radiografía que hizo San Pablo hace 2000 años encaja perfectamente con lo que estamos pasando hoy por hoy:
«La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que tienen la verdad prisionera de la injusticia […] Pues habiendo conocido a Dios, no lo glorificaron como Dios ni le dieron gracias; todo lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó envuelto en tinieblas. Alardeando de sabios, se hicieron necios […] Por eso Dios los entregó a los deseos de su corazón, a una impureza tal que degradaron sus propios cuerpos. Es decir, cambiaron la verdad de Dios por la mentira, adorando y dando culto a la criatura y no al Creador, que es bendito por siempre. Amén. Y por esto Dios los entregó a pasiones vergonzosas, pues sus mujeres cambiaron las relaciones naturales por otras contrarias a la naturaleza. Y de igual modo los hombres, abandonando las relaciones naturales con la mujer, se abrasaron en sus deseos, unos de otros, cometiendo la infamia de las relaciones de hombres con hombres y recibiendo en sí mismos el pago merecido por su extravío. Y como no procuraron reconocer a Dios, los entregó Dios a su mente insensata, para que hicieran lo que no conviene: llenos de toda clase de injusticia, maldad, codicia, malignidad; henchidos de envidias, de homicidios, discordias, fraudes, perversiones; difamadores, calumniadores, enemigos de Dios, ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, crueles, despiadados. Los cuales, aunque conocían el veredicto de Dios según el cual los que hacen estas cosas son dignos de muerte, no sólo las practican, sino que incluso aprueban a los que las hacen».[2]
Todo eso: blasfemias, ingratitudes[3], desobediencias, profanaciones, ha habido casi siempre, pero lo que más perturba y sacude es ver que los mismos pastores profanan el templo santo de Dios.
El menosprecio de la Iglesia, de lo sagrado, de su tradición de pensamiento y costumbres, adquiere entre los cristianos secularistas tantas formas que uno siente cansancio de sólo pensar en caracterizarlas. La Iglesia es la tonta de la historia, la última que se entera de la verdad, la que ha perdido ya tantos trenes, por no subirse a ellos a tiempo, la culpable de tantos oscurantismos y esclavitudes, la…
La mejor manera de devaluar lo sagrado cristiano es dar de él una visión caricaturizada y lamentable.[4]
El obispo Vicenzo Paglia, actual presidente del Pontificio Consejo para la Familia y presidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II de Estudios sobre Matrimonio y Familia, como obispo de Terni-Narni-Amelia había encargado y supervisado personalmente en la Catedral de la Diócesis señalada, la pintura de un «gran mural homoerótico», blasfemo e impío, en la que al margen de las figuras de hombres, mujeres y «transexuados», Nuestro Señor Jesucristo es representado con visibles genitales y el prelado Vincenzo Paglia aparece en una de las redes «eróticas» agarrando de un hombre semi-desnudo. Un abominable y blasfemo mural.
La irreligiosidad se opone a la virtud de la religión de varios modos: ya sea por relación directa e inmediata al mismo Dios (tentación de Dios), ya mediata e indirectamente a través de las personas o cosas sagradas (sacrilegio y simonía), ya por abuso de las palabras o de las promesas (blasfemia, perjuro, etc.).[5]
Recibe el nombre de sacrilegio la profanación o trato indigno de algo sagrado. Se profana sacrílegamente un lugar sagrado de diversos modos, por ejemplo destinándolo a fines impíos o inmundos (culto herético), bailes, sesiones de cine o teatro, etc. Por acto externo y consumado de lujuria.
El don de piedad mueve a ver las cosas santas sobre todo las que pertenecen al culto y servicio de Dios, como instrumentos del servicio y glorificación del Padre. Santa Teresita estaba gozosísima con su oficio de sacristana, que le permitía tocar los vasos sagrados y ver su rostro reflejado en el fondo de los cálices…
Los vicios que se oponen al don de piedad se agrupan bajo el nombre genérico de impiedad, porque como precisamente al don de piedad corresponde ofrecer a Dios con filial afecto lo que le pertenece como Padre nuestro, todo aquel que de una forma u otra quebrante voluntariamente este deber merece propiamente el nombre de impío.[6]
El P. Lallemant ha escrito una página admirable sobre la impiedad:
«El vicio opuesto al don de piedad es la dureza de corazón, que nace del amor desordenado de nosotros mismos: porque este amor hace que naturalmente no seamos sensibles más que a nuestros propios intereses y que nada nos afecte sino lo que se relaciona con nosotros; que veamos las ofensas de Dios sin lágrimas… Esta dureza se extrema en los grandes del mundo, en los ricos avaros, en las personas sensuales y en los que no ablandan su corazón por los ejercicios de piedad y por el uso de las cosas espirituales».
En el Salmo 78 clama el real profeta: «Por el honor de tu nombre, sálvanos, Señor». Expresa el lamento del pueblo de Dios por la destrucción del templo y de la ciudad. También nosotros debemos llorar la destrucción y devastación de nuestros templos, que se profanan de mil formas, y por tantos templos vivos de Dios por el pecado de los hombres. Es una ruina peor, con peores consecuencias. Por eso hemos de implorar la misericordia divina sobre nosotros y sobre todos los hombres. En verdad, «han profanado el templo santo de Dios, han reducido Jerusalén a ruinas, echaron los cadáveres de los siervos de Dios en pasto a las aves del cielo y su carne a las fieras de la tierra. Hemos sido el escarnio de nuestros vecinos, la irrisión y burla de los que nos rodean… Socórrenos, Señor Dios y Salvador nuestro, por el honor de tu nombre, líbranos y perdona nuestros pecados a causa de tu nombre».
Germán Mazuelo-Leytón
[1] DE AQUINO, Santo TOMÁS DE, Suma Teológica, II-II. q. 13, a. 3, ad 1.
[2] Romanos 1, 18-32.
[3] MAZUELO-LEYTÓN, GERMÁN, Fátima y la “gran blasfemia”, http://adelantelafe.com/fatima-la-gran-blasfemia/
[4] IRABURU, JOSÉ MARÍA, Sacralidad y secularización.
[5] Cf.: ROYO MARÍN O.P., P. ANTONIO, Teología moral I.
[6] Cf.: ROYO MARÍN O.P., P. ANTONIO, Teología de la perfección cristiana.
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