Reproducimos el artículo de Jorge Soley Climent, publicado originalmente en su blog en InfoCatólica.
En el último número de la revista Verbo, como siempre muy rico y sugerente, Bernard Dumont reflexiona sobre la Doctrina Social de la Iglesia. Entre sus muchas y sugerentes apreciaciones, me ha llamado la atención lo que señala sobre la intromisión indebida del clero en ámbitos propios de las decisiones prudenciales de la autoridad civil, un fenómeno que lejos de pertenecer a un pasado muy lejano es cada vez más común y que incluso me atrevería a decir que goza de una preocupante salud. Estamos acostumbrados a denunciar lo contrario, las reiteradas intromisiones del poder político en la esfera de autoridad de la Iglesia, pero esta otra intromisión inversa, aunque no provoque habitualmente la protesta de los católicos, también existe. Intromisión clerical que es compatible con una condena formal del clericalismo e incluso con reiteradas apelaciones a la “hora de los laicos”. Así, la denuncia externa del clericalismo convive con un clericalismo real cada vez más expansivo.
Escribe Dumont que “la Iglesia fue la mejor custodia de las verdades que los que tienen competencia en las diferentes esferas temporales deben respetar como principios para guiar sus opciones prudenciales”, sin olvidar que “la decisión prudencial de los gobernantes escapa como tal de la competencia directa de la jerarquía eclesiástica, lo que no impidió en la práctica ciertos abusos”. Un ejemplo ilustrativo y bien conocido, que cita Dumont, es la consigna del Ralliement en 1892 , lanzada por el cardenal Lavigerie en los siguientes términos:
“Cuando la voluntad de un pueblo se ha afirmado netamente y la forma de gobierno no tienen nada de contrario, como lo ha proclamado recientemente León XIII, a los principios que pueden dar vida a las naciones cristianas y civilizadas, cuando es necesario, para apartar a nuestro país de los abismo que lo amenazan, la adhesión sin reservas a esta forma de gobierno, llega el momento de sacrificar todo lo que la conciencia y el honor permite, ordenando a todos a sacrificarse por el amor a la patria”.
El texto, ya no se le escapa a nadie, está trufado de trampas y falacias: las voluntades populares son volubles e imprecisas, las afirmaciones del Papa se refieren a las formas de gobierno en términos generales, se da por hecho que la adhesión sin reservas es necesaria y se define implícitamente aquello que la conciencia de los franceses debe dictar. Todo, ahora lo podemos afirmar, con resultados poco alentadores: a los pocos años esa “forma de gobierno compatible con la vida cristiana y civilizada”, superados sus momentos de zozobra gracias al apoyo de los católicos, desataría una ola de laicismo y persecución que llevaría a la expulsión de órdenes religiosas, el expolio de los bienes de la Iglesia y a la condena por parte de san Pío X. En definitiva, esa intromisión en el terreno de lo temporal prudencial, que partía de la incomprensión de la naturaleza del régimen republicano francés, que no era una forma de gobierno neutra, sino profundamente cargada de un contenido laicista y anticristiano, confirma por otra parte el pésimo olfato que suele distinguir al clericalismo. Acaba este pasaje Bernard Dumont señalando la moderna “multiplicación hasta el ridículo de intervenciones intempestivas supuestamente proféticas, a propósito de todo y de nada”. Ejemplos actuales, algunos tristemente cercanos, no nos faltan.
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