Reproducimos el artículo de Ignacio Aréchaga, publicado originalmente en su blog en Aceprensa.
Cuando un área es etiquetada como espacio seguro uno puede pensar que se trata de un sitio donde los niños juegan con tranquilidad o donde los ciclistas circulan sin temor a los coches. Pero en muchas universidades norteamericanas el concepto de “safe space” tiene ahora que ver con las palabras y las ideas. Desde hace años proliferan políticas de “safe space”, destinadas en principio a garantizar una actitud inclusiva, en la que ninguna minoría pueda sentirse discriminada u ofendida.
En su origen hay un objetivo positivo: lograr un ambiente respetuoso, en el que todos puedan participar y ser escuchados. Pero cada vez más se está convirtiendo en el expediente para evitar que nadie tenga que oír o entrar a debatir ideas que puedan resultarle molestas. De ahí que no pocos observadores vean en esto una amenaza a la libertad de expresión, precisamente en un ámbito donde el estudiante va para abrir su mente a nuevas ideas y aprender a confrontar las suyas con otras.
Lo que pretende arropar el “safe space” puede advertirse por la política de la Universidad de Columbia –en teoría un adalid del liberalismo– que pide a sus estudiantes que coloquen en su dormitorio un aviso en que el se declara que en ese espacio “no se permite la homofobia, la transfobia, la misoginia, el racismo, el clasismo, la discriminación por discapacidad” y que nadie va a sentirse “oprimido” en la interacción con los demás.
En la práctica, lo que acaba ocurriendo es que cualquiera puede decir que “se siente ofendido” por determinadas palabras, lo que lleva a cerrar el debate en la clase o en la residencia o en la actividad de que se trate. Como dice la escritora Wendy Kaminer, “hoy día, cuando los estudiantes se quejan de amenazas a su seguridad y piden estar en ‘espacios seguros’, a menudo de lo que están hablando es de la amenaza de un discurso no deseado y están pidiendo protección contra las molestias emocionales suscitadas por ideas inquietantes”.
El temor a que nadie pueda sentirse molesto o traumatizado ha llevado también a la proliferación de avisos –trigger warnings– en los materiales utilizados en los cursos. En ellos se advierte de los peligros de ciertos materiales “potencialmente traumáticos” por evocar problemas o episodios relacionados con una amplia gama de experiencias negativas (desde el racismo al sexismo o el antisemitismo). Así, una lectura de El mercader de Venecia, de Shakespeare, deberá advertir de su antisemitismo, y una exposición de Huckleberry Finn, de Mark Twain, se cuidará mucho de utilizar una palabra racista como “negro”. Para la política de “safe space” tan negativo puede ser utilizar una palabra en el contexto de un cita que como grito insultante.
Todo esto va creando un clima que los críticos califican de conformismo intelectual y de censura. La irritación de estos queda patente en un estudiante de Columbia que calificó su habitación como un “espacio inseguro” y advirtió en un aviso: “Ya seas negro, blanco, latino, asiático, nativo americano, gay, heterosexual, bisexual, transexual, capacitado, discapacitado, creyente, agnóstico, rico, de clase media o pobre, aquí se juzgarán tus ideas por su solidez y coherencia, no por lo que eres”.
Pero esto pone nerviosos a los partidarios de los “safe spaces”. Una libre confrontación de ideas sin tabúes, que siempre ha sido una marca universitaria, puede ser peligrosa para la intolerancia de lo políticamente correcto. De modo que al final una política que enarbola la bandera de la aceptación universal, acaba excluyendo ciertos debates e incluso sancionando a quien se atreve a suscitarlos.
En el fondo, el puritanismo tan denostado vuelve a hacerse presente para proteger nuevas causas. Ciertas palabras, ciertas ideas, son descartadas no por un intercambio intelectual sino rasgándose las vestiduras. Hay cosas que pueden herir los sentimientos de determinados grupos igual que otras podían ofender antaño los oídos de damiselas victorianas.
Los “safe space” se convierten así en zonas donde la censura se disfraza de respeto. Lo importante es que nadie –nadie de los grupos defendidos– se pueda sentir molesto, ante ideas que puedan inquietar su conformismo intelectual o contrariar su estilo de vida. La susceptibilidad otorga el carnet de víctima y el derecho a cerrar la boca del oponente.
En otros tiempos, ante la censura del poder el disidente tenía al menos la aureola del rebelde. En cambio, quien desafía la censura actual es etiquetado de intolerante. El newspeak orwelliano es la lengua oficial de los “safe space” universitarios.
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