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sábado, 25 de julio de 2015

La soberanía, por P. Jorge Luis Hidalgo

Reproducimos el siguiente artículo del P. Jorge Luis Hidalgo, publicado originalmente en el sitio web Adelante la Fe.

La soberanía es “la facultad que compete a toda la sociedad, plenamente suficiente en el ámbito de lo temporal, de procurar eficazmente su propio bien.”[1]

Al ser un derecho natural, la soberanía tiene a Dios por autor: “Omnis potestas a Deo”: “Toda potestad proviene de Dios” (Rom. 13, 1)[2].

Como afirma magisterialmente el Papa León XIII: “En lo tocante al origen del poder político, la Iglesia enseña rectamente que el poder viene de Dios. Así lo encuentra la Iglesia claramente atestiguado en las Sagradas Escrituras y en los monumentos de la antigüedad cristiana. Pero, además, no puede pensarse doctrina alguna que sea más conveniente a la razón o más conforme al bien de los gobernantes y de los pueblos.”[3]

Más adelante, este sabio Pontífice nos agrega elementos de la Patrística para demostrar también esta enseñanza: “Los Padres de la Iglesia procuraron con toda diligencia afirmar y propagar esta misma doctrina, en la que habían sido enseñados. «No atribuyamos —dice San Agustín— sino a sólo Dios verdadero la potestad de dar el reino y el poder»[4]. San Juan Crisóstomo reitera la misma enseñanza: «Que haya principados y que unos manden y otros sean súbditos, no sucede el acaso y temerariamente…, sino por divina sabiduría»[5]. Lo mismo atestiguó San Gregorio Magno con estas palabras: «Confesamos que el poder les viene del cielo a los emperadores y reyes»[6].”[7]

El hombre necesariamente debe vivir en sociedad, porque solamente así desarrollará sus potencialidades, las cuales si no quedarán sin capacidad de dar frutos de modo total. Ejemplo de ello es el lenguaje: sin los demás seres humanos, el hombre jamás aprendería un idioma. Y su “lengua materna” será aquello que haya aprendido desde niño, configurando incluso su forma mental.

Por esto explica santo Tomás: “Si es natural al hombre que viva en sociedad con otros, es necesario que alguien rija la multitud.”[8] Por lo tanto, la existencia de la autoridad en una sociedad pertenece a la ley natural.

De este modo, la soberanía política, en su esencia y funciones, aparece limitada por este mismo bien común temporal. Por lo tanto, no puede no buscarlo como fin propio, con apertura al bien común trascendente de toda sociedad, que es Dios.

Comporta además la facultad de imponer ordenaciones razonables a los súbditos hacia el bien común. Por esto incluye la potestad de legislar, juzgar y castigar a sus miembros para hacerles realizar el bien colectivo.

Como contraparte, el hombre debe obedecer sus rectos ordenamientos, esto es sus leyes justas. A cada hombre “su razón le impone el orden y el orden exige que el hombre obedezca a sus progenitores y se someta al supremo procurador del bien de la ciudad”.[9] Por lo tanto, si se llegase a mandar algo que está más allá de su poder, cada persona tiene el deber de oponerse, al no buscar ni el bien común temporal ni el bien trascendente, que no es otro más que el de buscar incesantemente la edificación de la ciudad cristiana. Como consecuencia, la obediencia no es una virtud teologal. “Digo esto, porque hay una tendencia en nuestros días a falsear la virtud de la obediencia, como si fuera la primera de todas y el resumen de todas”[10], escribe el p. Castellani. En esto nos quiere decir que no es un absoluto intangible por la cual haya que traicionar el ejercicio de las principales virtudes, como la fe, la esperanza y la caridad, sólo para realizar lo mandado. Por lo tanto es falso el argumento, por ejemplo, de Luigi Sturzo, que sostiene al aprobar, por ejemplo, el divorcio: “Si bien es una ley injusta que niega a Dios y al orden natural, desde el punto de vista de la legalidad material, la misma voluntad soberana que la ha querido debe ser la que la suprima.”[11] Dicha ley, como dice santo Tomás, más que ley es un acto de violencia, y por ende hay obligación de no acatarla, pues “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech. 5, 29)[12].

“De ahí que la doctrina católica, al afirmar el carácter divino de la soberanía, lejos de destruirla, la funda y la hace benéfica; porque si la soberanía no viene de Dios, la soberanía no existe.”[13]

La soberanía es un elemento esencial que constituye una comunidad política, la cual tiene sólo un poder relativo. Como escribe el p. Julio Meinvielle: “La comunidad social es la causa próxima que concreta esta determinada sociedad política y este determinado poder en cuanto ella fija la causa material (qué familias y cuántas) y la causa formal (qué especie de vínculo) de esta sociedad política. La soberanía como tal es conferida inmediatamente por la ley natural o, lo que es lo mismo, por Dios, en cuanto ella exige que haya un poder soberano que rija la comunidad política.”[14] De este modo, no puede la autoridad destruir la causa material, es decir a las familias, como la célula básica de la sociedad. No puede haber “nuevos modelos de familia”, ni tampoco “ampliar” el concepto del matrimonio, ni quitarle la patria potestad a los padres, que tienen por ley natural el derecho primario en su educación, etc. Tampoco puede impedir la causa formal, esto es, el vínculo entre ellos, a través de corporaciones y sociedades intermedias, sino más bien debe fomentar toda asociación que favorezca la adquisición de su propio bien común.

Frente a la doctrina católica sobre la soberanía, el liberalismo hace de ella una fuente ilimitada, absoluta, indivisible, inalienable e imprescriptible de poder del Estado. Como dice Jordán Bruno Genta: “La única soberanía absoluta es la de Dios y todas las otras son por naturaleza relativas y condicionales. Cada vez que alguna de esas soberanías relativas pretenden sustituir a Dios degenera en totalitarismo y en tiranía.”[15]

La filosofía moderna y contemporánea, al negar la posibilidad de que el hombre conozca al ente tal cual es, y los universales como permanentemente válidos para todo tiempo y lugar, y por ende a atomizar el conocimiento fragmentándolo, afirmando que son sólo concretos subsistentes sin capacidad para conocerlos desde el punto de vista metafísico, por ello ha llegado a una infinidad de entes absolutos fabricados por el hombre sin relación entre unos y otros, y sin posibilidad de ver la jerarquización natural de los entes en toda la realidad. Dichos entes absolutos se llaman “Estado, Derecho, Pueblo, Soberanía, Democracia, Libertad, Ciencia, Humanidad, etc.”, cuyo único objeto es “destronar al Único que tiene derecho de reinar con absoluta soberanía sobre todo lo creado”[16]. Todo ello como reducto final del nominalismo filosófico: al negar que existe la realidad en sí misma, entonces el hombre afirma primero que su nombre es una pura convención (nominalismo), para luego asignarle el concepto que le parezca, más allá de la verdad o del bien como una realidad en sí misma (idealismo). Por esto el nominalismo es un voluntarismo: es la voluntad humana la que lo determina, ya sea la mayoría (real o ficticia, como el mito de la soberanía popular), ya sea el poder (por ejemplo, el Imperialismo Internacional del Dinero, en la famosa frase de Pío XI[17]; de las logias; etc.). Esto concluye, por ende, en el totalitarismo y en la tiranía. “El liberalismo desemboca en la anarquía y ésta no es más que la tiranía del desorden.”[18]

La doctrina falsa de la soberanía tiene su origen en el error de Jean Jacques Rousseau que crea el mito de la soberanía popular. Sostiene que todos los hombres son libres e iguales, y que cada uno voluntariamente cercena sus propios derechos al elegir vivir mancomunados en sociedad. Este pacto engendraría la voluntad general revestida de absolutismo, capaz de crear todos los derechos y obligaciones para con sus miembros.

“Esta Voluntad General es la voluntad del pueblo, de la mayoría, de la mitad más uno. La soberanía reside, pues, esencial y absolutamente en el pueblo, en la masa informe de todas las unidades individuales, y tiene como razón de ser: asegurar el máximo de libertad a estas mismas unidades.”[19]

Esta misma enseñanza del p. Meinvielle es la que sostiene el Prof. Genta: “La Soberanía Popular ejercida a través del Sufragio universal comporta, además, una subversión del orden natural por cuanto consagra la primacía  de la cantidad sobre la calidad, o sea la omnipotencia del número.

La democracia fundada en la ficticia soberanía popular, es ilícita, no es más que demagogia.

El cristiano debe rechazar, por errónea y funesta la soberanía popular que usurpa a la real Soberanía de Dios, fundamento último de toda la soberanía humana legítima, comenzando por la Soberanía política de la Nación que nace y se sostiene históricamente por la decisión de las Armas y no de las urnas.”[20]

El error fundamental de esta concepción es creer que el hombre es naturalmente bueno, que carece de pecado original o de sus consecuencias, llamada concupiscencia o fomes peccati. Como enseña Jordán Bruno Genta: “Ocurre que para su uso social y político, la naturaleza humana es íntegra, sana y completa en sí misma, capaz de desarrollar armónicamente sus posibilidades positivas. Al Pecado Original y sus consecuencias penales sobre la naturaleza humana, lo ha dejado el Diablo en el fuero privado de la persona y en el templo. No existe la conciencia de nuestra corrupción y de nuestra impotencia para obrar y para perseverar en el bien, librados a nuestras solas fuerzas. No se tiene en cuenta que el pecado aunque sea expiado por el Redentor, continúa su influencia destructiva en el mundo; de ahí la necesidad permanente de su divina asistencia.”[21]

Subsiste además en ella una concepción maniquea de las cosas. Como lo afirma el p. Castellani: El liberalismo “está basado en una mezcla singular de dos viejísimas y en cierto modo eternas herejías cristianas, el pelagianismo y el maniqueísmo. Negación del Pecado Original por un lado y por otro lado exageración del poder del Mal, un Mal substancial, concreto y absoluto, que realmente no se puede ver de dónde sale […] Para el liberal genuino hay dos campos: el uno de los elegidos en donde no puede caber el mal –que son ellos naturalmente– y el otro de los malos malazos insusceptibles de todo bien.”[22] Quienes luchamos por mantener el orden sobrenatural y natural de las cosas somos el verdadero problema para los liberales coherentes con sus propios principios.

Frente a esta concepción liberal, la doctrina espiritual constante de la Iglesia nos enseña una verdad diametralmente opuesta: “Cum ergo interior affectus noster multum corruptus sit, necesse est, ut actio sequens index carentiae interioris vigoris, corrumpatur”.[23]

De aquí surge la actual concepción del mundo, en el que es más importante la libertad que la verdad. Y, por ende, la necesidad de “crear” nuevos derechos para la masa, cada vez más putrefacta en sus comportamientos.

Como afirma el Cardenal Louis Billot, el liberalismo “aparece impío en sus fundamentos, contradictorio en su concepto, monstruoso en sus consecuencias y completamente quimérico y absurdo. Impío, digo, en los fundamentos, porque del ateísmo se origina, esto es, de la radical negación de la sujeción natural del hombre a Dios y a su ley. Contradictorio en su concepto; porque si la innata libertad del hombre no puede limitarse antes del pacto por ninguna obligación, ni derecho, no aparece por qué pueda enajenarse irrevocablemente, total o parcialmente, en virtud del pacto, ya que, excluida una ley superior que dé firmeza a los pactos y donaciones celebrados entre los hombres, no puede concebirse ninguna estable transferencia de dominio de uno a otro. Monstruoso en sus consecuencias, ya que doblega todas las cosas delante del ídolo de la voluntad general; y en lo que a los hechos se refiere, opone a los demás ciudadanos la violencia desenfrenada y la tiranía de los partidos dominantes. Por fin, completamente ridículo y absurdo, porque asigna a la sociedad un origen quimérico, que está en contradicción con el sentido íntimo, con la historia del género humano y con los hechos más evidentes.”[24]

“La época sombría en cuyas nubes nos vamos internando [decía el p. Meinvielle en 1932… Hoy debemos decir “en la cual ya estamos inmersos”], preñada de hondas y terribles convulsiones, es fruto moderno de aquella semilla de la soberanía popular que cultivó Rousseau, y que hoy conocemos como el dogma intangible de la Democracia… Nos referimos, sí, a la Democracia, vivida y voceada hoy, a esa que no puede escribírsela sino con una descomunal mayúscula, porque se presenta como solución universal de todos los problemas y soluciones. Esa Democracia es el mito rousseauniano de la soberanía popular; es, a saber, de que siempre y en todas partes ha de hacerse lo que el pueblo quiere porque el pueblo es la ley; y el pueblo es la mayoría igualitaria que con su voto lo decide todo, lo mismo lo humano que lo divino, lo que se refiere al orden nacional como al internacional, la santidad del matrimonio como la educación de los hijos, los derechos del Estado lo mismo que la majestad sacrosanta de la Iglesia.”[25]

Esto aparece gráficamente representado en la condena a muerte a Nuestro Señor. Como dice Jordán Bruno Genta: “El poder del número es el poder de la multitud frente a Cristo y a Barrabás. Nunca será otra cosa la soberanía popular que eso. Hasta Pilatos, pobre Pilatos, en un esfuerzo supremo por salvar a Cristo. […] E hizo el ensayo. No me van a negar que fue un ensayo democrático puro, que fue una apelación al sufragio universal. Puso a votación la inocencia, la inocencia aplaudida y celebrada cinco días antes. […] ¿Qué pasó en ese plebiscito?, ¿cuántos votos tuvo Cristo?, ni uno, ni uno sólo, porque si no estaría registrado. Ustedes se dan cuenta de que si alguien hubiera votado por él, los evangelistas, que son los testigos, lo habrían registrado. Cristo no tuvo un solo voto, y la multitud clamó por la liberación de Barrabás y la crucifixión de Cristo. Esos son los frutos podridos de la democracia, del número. Lo mismo ocurrió entonces que ocurre ahora, pero vuelvo a repetirles, no es el poder del número el que decide, es la traición de los responsables, en este caso los altos mandos. Esos son los que entregan a sus propios camaradas al matadero.”[26]

Terminemos esta breve exposición con unas palabras del Dr. Antonio Caponnetto: “Un católico no puede creer en la soberanía popular. Expresa y formalmente condenada en un sinfín de textos pontificios, esta aberración ideológica, que aúna por igual a liberales y a marxistas, es la prueba más radical del destronamiento social de Jesucristo, de la secularización del poder político, del remplazo sacrílego del omni potestas a Deo por el omni potestas a populo, de la subversión del origen de la autoridad y de la rebelión contra la idea misma de toda legitimidad gubernamental. Principio revolucionario por antonomasia, el Magisterio ha protestado siempre su carácter demoníaco, en tanto comporta la proyección social del non serviam de Lucifer.”[27]

Padre Jorge Luis Hidalgo


[1] P. Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política, Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 53.

[2] El Papa León XIII cita, además, en Diuturnum Illud Prov. 8, 15-16; Sab. 6, 3-4; Eclo. 17, 14; Jn. 19, 11.

[3] León XIII, Diuturnum Illud, 29 de junio de 1881, n. 5.

[4] San Agustín, De civitate Dei V 21: PL 41,167.

[5] San Juan Crisóstomo, In Epistolam ad Romanos hom.23, 1: PG 60, 615.

[6] San Gregorio Magno, Epístola 11, 61.

[7] León XIII, Diuturnum Illud, 29 de junio de 1881, n. 7.

[8] Santo Tomás, De Regno, Libro I, Cap. I, n. 6.

[9] P. Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política, Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 61.

[10] P. Leonardo Castellani, El Evangelio de Jesucristo, Itinerarium, Bs As, 1957, p. 295.

[11] Luigi Sturzo, Fundamentos y caracteres de la Democracia Cristiana, citado por Jordán Bruno Genta, ¿Democracia cristiana o masónica?, Bs As, 1955, p. 12.

[12] Cf. Santo Tomás, I-II, 96, 4 c.

[13] P. Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política, Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 62.

[14] P. Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política, Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 73.

[15] Jordán Bruno Genta, ¿Democracia cristiana o masónica?, Bs As, 1955, p. 13.

[16] P. Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política, Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 55.

[17] Pío XI, Quadragesimo Anno, 15 de mayo de 1931, n. 109.

[18] P. Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política, Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 60.

[19] P. Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política, Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 56.

[20] Jordán Bruno Genta, Opción Política del Cristiano, Ediciones REX, Bs As, 1997, p. 77.

[21] Jordán Bruno Genta, ¿Democracia cristiana o masónica?, Bs As, 1955, p. 8.

[22] P. Leonardo Castellani, Esencia del Liberalismo, Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. VIII, Bs As, 1976, p. 142. 143.

[23] “Como nuestro afecto interior ha sido corrompido, es necesario que también se corrompa la acción siguiente, que indica la carencia de vigor interior.” (Imitación de Cristo, L. III, cap. 31, n. 4).

[24] Cardenal Louis Billot, De Ecclesia Christi, citado por P. Julio Meinvielle,Concepción Católica de la Política, Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 56-57.

[25] P. Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política, Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 63.

[26] Jordán Bruno Genta, El Asalto Terrorista al Poder, Buen Combate, Bs As, 2014, p. 317.318.

[27] Dr. Antonio Caponnetto, La Perversión Democrática, Edit. Santiago Apóstol, Bs As, 2008, p. 86.

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