El pasado 27 de diciembre de 2017, el Papa Francisco ha sancionado una nueva Constitución Apostólica para las universidades católicas, aunque ésta no fue hecha pública sino hasta el pasado 29 de enero de 2018. En la presentación de la nueva constitución apostólica se cita al mismo Papa diciendo de la reforma: “Esta enorme e impostergable tarea requiere, en el ámbito cultural de la formación académica y de la investigación científica, el compromiso generoso y convergente que lleve hacia un cambio radical de paradigma, más aún —me atrevo a decir— hacia «una valiente revolución cultural”. Pues bien, ¿Cuál es esa “revolución cultural” que se pretende implementar con esta reforma a las universidades católicas?
El concepto de “revolución cultural” se ha referido históricamente al uso del poder coercitivo del Estado para sustituir la mentalidad y la cultura de un pueblo alterando su estructura social básica. Una primera Revolución Cultural puede verse en la Kulturkanpf del II Reich en la que a través de la represión de la Iglesia Católica y el uso de la educación pública secular, Otto von Bismarck pretendió convertir a los católicos que vivían bajo el imperio alemán, un gran porcentaje de etnia polaca, a la ideología nacionalista alemana. Un segundo ejemplo está en la Revolución Cultural China de Mao Zedong, un autogolpe de Estado contra el Partido Comunista Chino con el propósito de purgar dentro de los cargos directivos y las escuelas y universidades a todos los disidentes de la ideología comunista de Mao. El tercer ejemplo de Revolución Cultural puede encontrarse en las revueltas de mayo del 68 y la implementación del neo-marxismo de la Escuela de Frankfurt, en que los gobiernos occidentales promueven públicamente el libertinaje sexual y el nihilismo antropológico.
A partir de una revisión de la nueva constitución apostólica, es posible percibir tres líneas generales que definen la “revolución cultural” que el Papa Francisco busca implementar en las universidades católicas: 1) Relativización de la identidad católica de las universidades y sus programas de estudio en función de una visión pluralista y ecuménica, 2) Abandono de la escolástica católica en función del método científico como única opción epistemológica, y 3) Pérdida de las costumbres y tradiciones propias de las universidades católicas en función de una centralización y sometimiento a los programas políticos de la Santa Sede.
Relativización de la identidad católica
Las universidades nacieron en la Edad Media como una institución esencial a la evangelización de la cultura europea. El concepto de Universidad, como recuerda el cardenal Henry Newman, no responde simplemente al criterio práctico de reunir profesores y alumnos de distintas disciplinas en un mismo lugar, sino que refleja la mentalidad católica sobre la Verdad, según la cual todas las verdades particulares que cada ciencia puede alcanzar no son más que aspectos parciales de una misma Verdad total que es Cristo mismo. Por eso, en la universidad medieval todas las ciencias y las artes florecían bajo la tutela e influjo de la Teología, demostrando así la unidad esencial del saber humano.
Así, la Universidad es una institución esencial a la civilización cristiana. Por más que se pretenda alguna homologación con la madrasa islámica, todos los estudios han concluido que la Universidad, como una comunidad de profesores y alumnos con una relativa autonomía académica para dedicarse al estudio de la totalidad de los saberes humanos, es un invento de la cristiandad medieval. Así pues, es absolutamente comprensible que con la ruptura de la Cristiandad Medieval y la aparición de la Modernidad secularizada, la Universidad entrara en crisis para convertirse en un mero engranaje dependiente de las necesidades de la industrialización, abandonando la búsqueda de la Verdad, para concentrarse en aquellas disciplinas que ofrezcan utilidad práctica al desarrollo económico.
Las normas canónicas sobre la educación católica siempre reafirmaron la necesidad de que la identidad católica de las instituciones educativas se reflejase en todos los aspectos y actividades de las mismas. Así, por ejemplo, la Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae expedida por Juan Pablo II, establece lo siguiente:
§ 4. La enseñanza y la disciplina católicas deben influir sobre todas las actividades de la Universidad, respetando al mismo tiempo plenamente la libertad de conciencia de cada persona. Todo acto oficial de la Universidad debe estar de acuerdo con su identidad católica.
No es posible encontrar en la flamante Veritatis Gaudium ningún apartado que vaya en el mismo sentido. Por el contrario, la nueva constitución insiste una y otra vez sobre la necesidad del diálogo universal, ecuménico o inter-cultural, como aspecto de revisión de todas las disciplinas enseñadas:
“El Pueblo de Dios peregrina a lo largo de los senderos de la historia, acompañado con sinceridad y solidaridad de los hombres y mujeres de todos los pueblos y de todas las culturas, para iluminar con la luz del Evangelio el camino de la humanidad hacia la nueva civilización del amor.”
“El Evangelio y la doctrina de la Iglesia están llamados hoy a promover una verdadera cultura del encuentro, en una sinergia generosa y abierta hacia todas las instancias positivas que hacen crecer la conciencia humana universal; es más, una cultura —podríamos afirmar— del encuentro entre todas las culturas auténticas y vitales, gracias al intercambio recíproco de sus propios dones en el espacio de luz que ha sido abierto por el amor de Dios para todas sus criaturas.
(…)
De esto deriva que se revise, desde esta óptica y desde este espíritu, la conveniencia necesaria y urgente de la composición y la metodología dinámica del currículo de estudios que ha sido propuesto por el sistema de los estudios eclesiásticos, en su fundamento teológico, en sus principios inspiradores y en sus diversos niveles de articulación disciplinar, pedagógica y didáctica. Esta conveniencia se concreta en un compromiso exigente pero altamente productivo: repensar y actualizar la intencionalidad y la organización de las disciplinas y las enseñanzas impartidas en los estudios eclesiásticos con esta lógica concreta y según esta intencionalidad específica.”
“es indispensable la creación de nuevos y cualificados centros de investigación en los que estudiosos procedentes de diversas convicciones religiosas y de diferentes competencias científicas puedan interactuar con responsable libertad y transparencia recíproca — según mi deseo expresado en la Laudato si’—, a fin de «entrar en un diálogo entre ellas orientado al cuidado de la naturaleza, a la defensa de los pobres, a la construcción de redes de respeto y de fraternidad».”
Como puede verse, no sólo se deja de refirmar una identidad católica explícita y fundamental para las Universidades católicas, sino que también se está cambiando la función académica, de proyecto cultural para la búsqueda de la Verdad, a sometida a un proyecto político mundialista de carácter puramente secular.
Adopción del positivismo cientificista
Esto nos lleva al segundo punto: la escolástica es inexistente en la Veritatis Gaudium. La escolástica, ese método propio de la universidad católica en que la Fe ilumina la razón humana, y que tuvo a su mayor exponente en Santo Tomás de Aquino, no recibe ni una sola mención en toda la nueva constitución. Santo Tomás es mencionado una sola vez, en el artículo 64:
Art. 64. § 1. La investigación y la enseñanza de la filosofía en una Facultad eclesiástica de Filosofía deben basarse “en el patrimonio filosófico perennemente válido”, que se ha desarrollado a lo largo de la historia, teniendo en cuenta particularmente la obra de Santo Tomás de Aquino. Al mismo tiempo, la filosofía enseñada en una Facultad eclesiástica deberá estar abierta a las contribuciones que las investigaciones más recientes han aportado y continúan aportando. Se requerirá subrayar la dimensión sapiencial y metafísica de la filosofía.
No deja de ser extraño que se le mencione para la facultad de Filosofía y no en la de Teología, donde parecería corresponder mejor. Por el contrario, el método científico sí que es mencionado numerosas veces a lo largo del documento.
“§ 2. En las distintas Facultades se adopte el método científico correspondiente a las exigencias propias de las distintas ciencias. Asimismo se apliquen oportunamente los recientes métodos didácticos y pedagógicos, aptos para promover mejor el empeño personal de los alumnos y su participación activa en los estudios.”
“Artículo 39. En toda Facultad se ordene convenientemente el plan de estudios, a través de diversos grados o ciclos según las exigencias de la materia; de manera que generalmente: a) se ofrezca en primer lugar una información general, mediante la exposición coordinada de todas las disciplinas, junto con la introducción al uso del método científico; b) sucesivamente se aborde con mayor profundidad el estudio de un sector particular de las disciplinas y al mismo tiempo se ejercite más de lleno a los alumnos en el uso del método de investigación científica; c) finalmente, se vaya llegando progresivamente a la madurez científica, en particular mediante la elaboración de un trabajo escrito, que contribuya efectivamente al adelanto de la ciencia.”
“Las disciplinas teológicas deben ser enseñadas de modo que se ofrezca una exposición orgánica de toda la doctrina católica junto con la introducción al método de la investigación científica.”
“Artículo 82. El currículum de los estudios de la Facultad de Filosofía comprende: a) el primer ciclo institucional, durante el cual a lo largo de un trienio o seis semestres, se hace una exposición orgánica de las distintas partes de la filosofía que tratan del mundo, del hombre y de Dios, como también de la historia de la filosofía, juntamente con la introducción al método de investigación científica;”
El método científico, caracterizado por la experimentación para la validación de hipótesis a partir de evidencia empírica, Fue formulado inicialmente al interior de las universidades católicas por clérigos como Robert de Groesseteste y Roger Bacon, y retomado en el renacimiento por Francis Bacon y Galileo Galilei. Sin embargo, a partir de Descartes y de Hume, representantes del recionalismo y el empirismo, y especialmente la Crítica de la Razón Pura de Immanuel Kant, se dio origen al cientificismo positivista que acabaría por formular Auguste Comte: La idea de que no hay otro método que permita llegar a verdadero conocimiento, por fuera del método científico.
A ninguno de sus autores originales se les hubiera ocurrido extender el método experimental más allá del conocimiento de las realidades naturales. Sin embargo, con el abandono de la escolástica y el desprecio hacia la metafísica, se fue consolidando la prestensión positivista de que todo conocimiento ha de ser científico. De ahí que, con el propósito de mantener su estatus epistemológico, se haya llevado el método científico a los saberes sobre el hombre (sociología, psicología, politología) e incluso a disciplinas que son inherentemente especulativas o demostrativas como la filosofía, la teología o la matemática pura.
Homogenización y centralización
El tercer punto es la centralización y homogenización de los currículos universitarios, abandonando las tradiciones particulares, que pueden remitirse siglos atrás. Se transmite a las universidades católicas la necesidad de adherirse a “la aplicación de las distintas iniciativas a las que la Santa Sede se ha adherido”, es decir, a la agenda temporal del pontífice reinante, especificada en el caso del Papa Francisco en la Evengelii Gaudium.
“Después de casi cuarenta años, hoy es urgente y necesaria una oportuna revisión y actualización de dicha Constitución Apostólica en fidelidad al espíritu y a las directrices del Vaticano II. Aunque sigue siendo plenamente válida en su visión profética y en sus lúcidas indicaciones, se ha visto necesario incorporar en ella las disposiciones normativas emanadas posteriormente, teniendo en cuenta, al mismo tiempo, el desarrollo de los estudios académicos de estos últimos decenios, y también el nuevo contexto socio-cultural a escala global, así como todo lo recomendado a nivel internacional en cuanto a la aplicación de las distintas iniciativas a las que la Santa Sede se ha adherido.
Es un momento oportuno para impulsar con ponderada y profética determinación, a todos los niveles, un relanzamiento de los estudios eclesiásticos en el contexto de la nueva etapa de la misión de la Iglesia, caracterizada por el testimonio de la alegría que brota del encuentro con Jesús y del anuncio de su Evangelio, como propuse programáticamente a todo el Pueblo de Dios con la Evangelii gaudium.”
“§ 2. Los que enseñan materias concernientes a la fe y costumbres, deben ser conscientes de que tienen que cumplir esta misión en plena comunión con el Magisterio de la Iglesia, en primer lugar con el del Romano Pontífice.”
“Artículo 94. Las leyes o las costumbres actualmente en vigor, pero que están en contraste con esta Constitución, bien sean universales, bien sean particulares, aunque sean dignas de especialísima y particular mención, quedan abrogadas. Asimismo los privilegios concedidos hasta ahora por la Santa Sede a personas físicas o morales y que están en contraste con las prescripciones de esta misma Constitución, quedan totalmente abrogados. Todo lo que he deliberado con la presente Constitución Apostólica ordeno que se observe en todas sus partes, no obstante cualquiera disposición contraria, aunque fuera digna de mención especial, y establezco que se publique en el comentario oficial Acta Apostolicæ Sedis.”
La costumbre de derogar “toda disposición contraria”, tan común en nuestro país, es característica de una legislación desordenada, no sistemática, expedida sin un estudio previo de sus consecuencias y de las normas que ha de derogar. Así mismo, puede verse cómo en el Artículo 26, num 2, se obliga el sometimiento al Magisterio de la Iglesia, pero “en primer lugar” al del Pontífice reinante. Esto, que podría parecer una salvaguarda para mantener la integridad doctrinal de la enseñanza católica, se revela como algo absolutamente opuesto a la luz de hechos como la expulsión del profesor de Josef Seifert del Instituto de Filosofía “Edith Stein” de Granada, por un escrito en que advertía la demolición doctrinal que ocasionaría la Amoris Laetitia. Se trata, sin lugar a dudas, de una pérdida de la autonomía universitaria en función de una intervención más y más fuerte por parte de la Santa Sede, no como representante de la fidelidad al Depósito de la Fe, sino como ejecutores de las políticas temporales del Papa.
En resumen, puede verse nítidamente el rostro de esta “revolución cultural”: Transformar las universidades católicas, de representantes de la necesidad de la Fe como iluminadora de la razón humana en la búsqueda de la Verdad, a propagadoras de una agenda globalista, multicultural y multi-religiosa. Apoyar el materialismo positivista, abandonando la escolóastica y la tradición filosófica y teológica propia de la civilización católica, promoviendo el afán de novedades a nivel teológico. Y, finalmente, asegurarse la instrumentalización de las universidades a esta revolución cultural, a través del sometimiento de las mismas a las transformaciones e iniciativas propias del pontífice reinante.
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