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jueves, 3 de mayo de 2012

Atala: una sentencia inicua, por Iván Garzón Vallejo

Columna del profesor Iván Garzón Vallejo en El Mundo.

Qué pensaría Usted, amable lector, si le contaran esta historia: una mujer, madre de tres niñas, se separa de su esposo luego de 9 años de matrimonio. Su trabajo de jueza no le deja mucho tiempo para dedicarse a ellas. Él, por el contrario, las cuida con esmero –así lo reconocen tres empleadas del hogar–. Cuando descubre que su ex esposa llevó a vivir a su casa a una mujer que es su pareja, acude a los tribunales para que le otorguen la custodia de las niñas, pues teme que éstas se confundan y desestabilicen más. La Corte Suprema reconoce que él está en mejores condiciones para cuidar a las niñas. Pero cuando el caso llega a los estrados internacionales, comienza el mundo al revés: aunque el padre es el representante legal de las niñas, no es escuchado por los jueces que parecen tener tomada la decisión de antemano. Sólo por cumplir, los jueces interrogan a dos de las niñas. La madre, que no está arrepentida por no haber cumplido a cabalidad con sus deberes familiares, reclama que le quitaron la custodia simplemente porque era lesbiana. No es que las quiera recuperar: busca reivindicación, y bueno, algo de dinero. La Corte Internacional le da lo uno y lo otro con creces. Y declara responsable de todo al Estado.

Este es el resumen del tristemente célebre caso Atala, fallado recientemente por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), en el que se condena al Estado chileno, entre otras cosas, a reconocer públicamente que sus órganos judiciales –incluida su Corte Suprema– ejercieron prácticas discriminatorias hacia la juez Karen Atala por su orientación sexual.

El problema no está en que, como podría pensar algún incauto, con esta sentencia la CIDH corrigió la injusta discriminación que ciertamente sufren algunos homosexuales. Luego de leer la sentencia se concluye que este pretende ser un caso emblemático para que el activismo homosexual y la ideología de género puedan avanzar en sus propósitos. Cuesta creer que un grupo de altos jueces se hayan prestado para ello, más aún, a costa de vulnerar la tranquilidad y la estabilidad emocional de unas niñas.

Es previsible el resultado de un juego de dados cargados. Todas las irregularidades familiares y disciplinarias de la juez fueron tomadas por la CIDH con sospechosa benevolencia. Mientras tanto, las conductas del Estado fueron juzgadas con severidad: a la Corte no le basta que reconozcan su competencia para fallar situaciones en las que haya podido haber una violación de los derechos humanos. Quiere determinar la legislación y las políticas públicas de los Estados.

Que los dados estaban cargados se comprueba desde la forma como la CIDH expone el caso, los peritos y testigos a los que se les confiere credibilidad, las pretensiones concedidas, las solicitudes que fueron desechadas, aun con escandalosos vicios procesales. También queda patente cuando la CIDH elude el problema central del caso: ¿cuál de los padres puede velar mejor por el bienestar de las menores? Por ello, aunque reitera que no se pronunciará sobre ello, toda la argumentación abunda en razones –y sofismas– que justifican la presunta discriminación a la juez por ser lesbiana.

Si los Estados del sistema americano no hacen algo por limitar el poder de la CIDH, se encontrarán cada vez más con que el destino de sus naciones se decidirá desde los escritorios de un puñado de jueces. Es decepcionante que los derechos humanos sirvan para legitimar ideologías hambrientas de poder, a las que ni siquiera les interesa presentar buenos argumentos para defender sus causas. Si cuentan con jueces obsecuentes, ¿para qué se molestarían en hacerlo?

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