Hay escándalo nacional por la aprobación de una reforma a la justicia que no pasaría de ser un intercambio de favores entre congresistas y magistrados en un contrato de impunidad. Ante la indignación de numerosas voces en los medios de comunicación, que no creo que el pueblo se haya indignado sin que aquellos corriesen la voz primero, el gobierno nacional, que apoyó la reforma de principio a fin, emprendió una jugada de dudosa legitimidad al acudir a la potestad presidencial de objetar proyectos de ley para convocar al Congreso a sesiones extraordinarias y revertir la reforma mientras él evita su publicación. Fui escéptico de la reforma presentada, y ante la acción del Presidente, soy escéptico de lo que vayan a hacer, pues, como demostraré, ambas son síntomas del mismo mal que sufre la justicia en este país, y en otros.
Dice san Agustín:
¿Si suprimimos la Justicia, qué son entonces los reinos sino grandes latrocinios? ¿Y qué son pues los latrocinios sino pequeños reinos? La propia banda está formada por hombres; es gobernada por la autoridad de un príncipe, está entretejida por el pacto de la confederación, el botín es dividido por una ley convenida. Si por la admisión de hombres abandonados, crece este mal a un grado tal que tome posesión de lugares, fije asientos, se apodere de ciudades y subyugue a los pueblos, asume más llanamente el nombre de reino, porque ya la realidad le ha sido conferida manifiestamente al mismo, no por la eliminación de la codicia, sino por adición de la impunidad. De hecho, esa fue una respuesta elegante y verdadera que le dio a Alejandro Magno un pirata que había sido capturado. Y es que cuando ese rey le preguntó al hombre qué quería significar al tomar posesión del mar con actos hostiles, éste respondió, "Lo mismo que tú quieres significar cuando tomas posesión de toda la tierra; pero por el hecho de que yo lo hago con una nave pequeña, se me llama ladrón, mientras que a ti, que lo haces con una gran flota, se te llama emperador". (La Ciudad de Dios. Libro IV, Cap. 4)
A muchos les resultará exagerada tal definición, sin embargo, que Max Weber haya definido al Estado como “aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima” (La política como vocación, 1919), ha de alertarnos sobre aquello que San Agustín advertía dieciséis siglos antes, que el Estado que ignora el Derecho no posee otro argumento más que la violencia. Pero ¿Cómo puede el Estado someterse al derecho que él mismo expide y hace cumplir? La lógica nos dice que el Estado no puede colocar sus propias leyes como fundamento de su legitimidad, y sin embargo, eso es lo que hace. El Estado moderno se pretende soberano al considerar su voluntad como la fuente de todo derecho, un Estado sin más límites que los que él mismo se impone. Así, una democracia moderna no necesita más que demostrar el respaldo del pueblo para tener en ello una carta blanca, una patente de corso para realizar cualquier cosa, desde declarar una guerra injusta contra otro país hasta exterminar sistemáticamente a un sector de la población. El Estado que no reconoce más límites que sus propias leyes es un Estado que juega a ser dios. Nadie duda de lo injusto del Holocausto Nazi, y aún así es menester recordar que tal siempre estuvo ajustado a la ley del tercer Reich.
¿Cuál es entonces esa Justicia de la que hablaba san Agustín? Evidentemente, no es válido reducir lo justo a lo legal, sino que por el contrario, son las leyes las que deben ser justas. Con razón dice Santo Tomás:
«La legislación humana sólo posee carácter de ley cuando se conforma a la justa razón; lo cual significa que su obligatoriedad procede de la ley eterna. En la medida en que ella se apartase de la razón, sería preciso declararla injusta, pues no verificaría la noción de ley; sería más bien una forma de violencia» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 93, a. 3 ad 2).
Sólo el reconocimiento de la Justicia como una realidad objetiva, no sujeta a la voluntad del legislador, justifica la resistencia a la tiranía y a las leyes injustas. Reducir lo justo a lo legal, implica hundirnos en el iuspositivismo liberal, donde la ley es justa, sólo por ser ley, esto es, por haber surtido el debido procedimiento que garantice que se trata de la voluntad del legislador. Por el contrario, exigir justicia en las leyes no sólo se refiere al procedimiento por el cual estas son expedidas, sino que implica que las normas persigan el bien común por medios justos.
Esta es la gran crisis de la democracia actual: Que nos hemos centrado en los procedimientos y en los medios en general (democratización, transparencia, participación), obviando el reconocimiento del bien común como una realidad objetiva necesaria para la orientación de los medios. Mientras exigimos a los actores políticos unos procedimientos estrictos, permitimos que el ‘Bien Común’ sea un concepto subjetivo que cada actor determine según su ideología y sus intereses particulares. La Constitución Política de 1991 es un claro ejemplo de ello, pues a la vez que establece un complicado andamiaje institucional, en su parte dogmática no opta por una antropología o una moral determinada sino que permanece en la total ambigüedad, sirviendo así para sustentar al tiempo fines absolutamente divergentes.
Por esta vía es inevitable terminar donde estamos, pues el efecto necesario de reducir la justicia a procedimientos es la instrumentalización del Derecho. El uso del derecho como herramienta para la consecución de fines particulares es el problema que una eventual reforma al sistema judicial debería abordar. Cualquier reforma que se quede en el cambio en los procedimientos es un paliativo ineficaz, ya que tarde o temprano, seguramente más temprano que tarde, alguien encontrará la forma de utilizar apropiadamente esas nuevas formas para el beneficio particular. El pelagianismo político ha acabado por relativizar el concepto de justicia, degradándolo a un simple mantenimiento del statu quo, una carta blanca para quien logre hacerse con el poder de legislar.
¿Cómo pretende el Estado, combatir la corrupción, cuando la ley se supone ajena a la moral? Lo que llamamos ‘crisis de la justicia colombiana’ no es otra cosa que el conjunto de síntomas propios de la separación entre la moral y el Derecho. Así, los criminales aprovechan toda clase de recursos legales para dilatar los procesos en su contra y lograr toda clase de beneficios y reducciones en las penas, los magistrados de la Corte Constitucional se extralimitan en sus funciones imponiendo su ideología particular como doctrina constitucional y violentando abiertamente la dignidad humana, los congresistas aprovechan una reforma constitucional sobre la rama judicial para introducir disposiciones con las cuales no podrían ser investigados y sancionados, y el Presidente se inventa un recurso para hundir la misma reforma que él apoyó de principio a fin.
Incluso quienes dicen no creer en la existencia de la ‘Ley Natural’, critican la reforma como una injusticia objetiva. ¿Quién puede negar que la Reforma a la Justicia fue tramitada según los procedimientos democráticamente establecidos? Si la reforma atenta contra la democracia, no en forma sino en ‘espíritu’, sólo revela que la separación de los poderes públicos, que es un medio y no un fin, es incapaz de sostenerse por sí misma y necesita de una ‘moral democrática’ que la haga efectiva. Al fin de cuentas, toda decisión política es, a la vez, una decisión moral, y, por más que los positivistas digan lo contrario, toda ley se asienta en una perspectiva moral determinada, la cual impone al conjunto de la sociedad.
Obviamente este fenómeno no es endémico, sino que se manifiesta como pandemia. Allí donde el progresismo ha impuesto el positivismo jurídico, las normas se han hecho cómplices de toda clase de situaciones aberrantes. Incluso los Derechos Humanos, que en su versión original pretendían el reconocimiento de unos derechos inherentes a la naturaleza humana en tanto que tal, se han convertido, por vía del voluntarismo pelagiano, en vehículo para que lobbies internacionales ejerzan presiones contra los gobiernos en abierta violación de la autodeterminación de los pueblos. De este modo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos presiona a los países a legalizar el aborto, a pesar de que el mismo Pacto de San José, por el cual se crearon la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, reconoce el derecho a la vida a partir de la concepción. No se reconoce a los Derechos Humanos como venidos del Derecho Natural, pero si aprovechan su capacidad vinculante para exigir su imposición por encima del sentir social. Corruptio optimis pesima.
Como dije antes, cualquier iniciativa de reforma que no parta de rechazar el relativismo positivista respecto del concepto de Justicia viene con fecha de caducidad. Sólo con el reconocimiento de la moral como exigencia básica de toda acción y decisión política, puede limitarse y orientarse al Estado hacia la consecución de la Justicia. Una Justicia objetiva, universal, no reducida a un segmento de la sociedad (justicia transicional, justicia redistributiva, etc.), sino identificada con el bien común, objetivo fijo del Estado. Esta es la reforma a la justicia que necesita este país, y otros mas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario