Artículo de Carlos Daniel Lasa en Argentinos Alerta.
El pluralismo de principio, al igual que todo dogmatismo, oblitera el acto de pensar y condena al hombre a un pragmatismo del cual él mismo, a la postre, resulta ser la principal víctima. Pensar es el «acto de la mente humana que se da por y con la asunción de cualquier entidad por parte de la mente misma»[1]. La realidad es pensada cuando es convertida en objeto, ya no externo, sino real presencia objetiva. Al objetivarse algo, aparece el problema y éste exigirá una respuesta.
El pensar es el signo distintivo del ente inteligente finito que es el hombre, pero el pensar de suyo es problemático, porque supone plantear interrogantes y saberse a distancia de las respuestas –y tener conciencia de esta distancia–. Por eso el pensar humano es discursivo, dialéctico: él procede de la potencia al acto, de lo conocido a lo desconocido. Y dado que existe una distancia entre la pregunta y la respuesta, es posible el error.
Es error la respuesta que no responde, que no resuelve, que equivoca. Ahora bien, dado que toda respuesta correcta constituye, para el hombre individual y para la humanidad, un crecimiento histórico en tanto paulatina adquisición de la verdad, todo aquello que oblitere el pensar cerrará la puerta al verdadero progreso de la humanidad que es progreso en la verdad.
El pensar es crítico, situándose tanto a distancia del escepticismo como del dogmatismo. El hombre, al plantearse un problema, confía en su capacidad cognoscitiva para resolverlo. Incluso cuando la verdad alcanzada sea parcial, cuando se presente humildemente en la conciencia de sus límites, sin embargo es verdad, al fin de cuentas.
Ha sido precisamente el escepticismo el que ha generado el pluralismo de principio, ya que sostiene que frente al problema –que surge por la capacidad abstractiva de la inteligencia humana–, todas las respuestas dadas valen lo mismo. En esta postura subyace un marcado escepticismo dado que, si todas las respuestas valen de igual modo, ninguna tiene valor porque ninguna responde en definitiva al problema. Por lo tanto, no tiene sentido plantearse problemas porque la respuesta siempre resulta inhallable y, en consecuencia, se declara el acta de defunción al pensar. Y, dado que la verdad de las cosas resulta inaccesible para la inteligencia humana, entonces sólo debemos interesarnos por su utilidad. Por ello, en un mundo en el cual todo se valida en tanto y en cuanto es útil, la persona humana pierde su dignidad esencial, no siendo ya considerada como fin sino como medio.
El pluralismo de principio priva al hombre, ab initio, de toda posibilidad de encontrar la verdad, y por ello se traduce en un feroz pragmatismo que sólo tiene ojos para lo útil. En este escenario hace su epifanía el hombre–anguila, ese homúnculo que resulta difícil de ser retenido entre las manos debido a la condición resbaladiza de su alma–piel. Su virtuosismo en el arte de “acomodarse” según las circunstancias no tiene límites, aunque ciertamente los efectos son calamitosos para la república (y, tarde o temprano, para el mismísimo devoto de dicha lógica). Resulta paradójico que el pluralismo de principio, pretendiendo asegurar la diversidad, termine negándola y cosificando al hombre.
Preferiríamos evitar el término pluralismo por cuanto todo “ismo” indica la absolutización de lo que el término designa y, en consecuencia, promueve la negación de otros aspectos de lo real que necesariamente deben ser tenidos en cuenta. Todo «ismo», pues, supone la afirmación de un momento de la inteligencia humana, cual es el momento analítico, en detrimento del acto por excelencia del espíritu, que es la síntesis. Así, entonces, todo «ismo» absolutiza la dimensión analítica de la inteligencia (propiamente diríamos: analitismo), obliterando el dinamismo propio de la misma que es esencialmente dialéctico e integrativo. Por eso, en lugar de pluralismo preferiríamos hacer uso del vocablo «pluralidad». De este modo, la pluralidad, al destacar la importancia fundamental para la persona humana del acto de pensar, pone toda su energía en asegurar que dicho acto pueda ejercerse, lo cual supone su libre ejercicio. El respeto irrestricto por el libre ejercicio de las potencias humanas supone la afirmación de la pluralidad (pluralidad ética).
Es preciso, entonces, distinguir el pluralismo de principio de lo que hemos denominado pluralidad ética, exigida, ésta, por la naturaleza misma de la persona humana la cual debe desarrollarse de modo libre –la primera, en cambio, lejos de asegurar la pluralidad, la niega y ello porque atenta contra aquella realidad que hace efectiva la verdadera pluralidad en la sociedad política: el acto de pensar–.
Nota:
[1] Maria Adelaide Raschini, Concretezza e astrazione, Venezia, Marsilio, 2000, seconda edizione, p. 27.
Publicado originalmente en ¡Fuera los Metafísicos!
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