Reproducimos la columna de Mons. Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos, publicada en Religión en Libertad.
Una de cada ocho personas pasa hambre en el mundo. Hay suficientes alimentos para todos, pero muchos se destruyen y otros muchos se usan mal. Es un escándalo intolerable que hiere a quien tenga un mínimo de sensibilidad humana y nos urge a no mirar para otro lado, porque el problema no nos afecte directamente. Además, es mucho lo que podemos hacer, sobre todo si unimos fuerzas todos los creyentes y las personas de buena voluntad. El Papa Francisco ha lanzado una campaña mundial para que aumente la conciencia de que todos los hombres somos hijos de Dios y formamos una sola familia y, en consecuencia, no podemos consentir que a nadie le falte lo indispensable para subsistir. “Invito a todas las instituciones del mundo, a toda la Iglesia y a cada uno de nosotros -dice el Papa- a dar voz a todas las personas que sufren silenciosamente el hambre, para que esta voz se vuelva un rugido capaz de sacudir el mundo”.
Ya se está haciendo mucho. Baste pensar, por ejemplo, lo que hacen las Caritas diocesanas y parroquiales. Caritas internacional, organismo de la Santa Sede, está empeñada en doscientos países y territorios del mundo. Pero todavía falta mucho.
Los cristianos, que desde nuestros orígenes nos hemos distinguido por la ayuda a los pobres, tenemos que seguir mirando a Jesús para sacar luces y fuerzas nuevas frente a este drama del hambre en el mundo. Él nunca se mostró indiferente ante la miseria humana. En la mente de todos está el recuerdo de la multiplicación de los panes y los peces, cuando estaba en un lugar descampado y la gente que le seguía estaba hambrienta. Pero en este milagro hay dos detalles de sumo interés para nosotros. Él no quiso hacerlo todo y partir de cero, sino quiso contar con lo disponible: cinco panes y dos peces. Fueron esos pocos panes y peces los que multiplicó. El otro detalle también tiene mucha importancia: después que la muchedumbre se había saciado, mandó recoger lo sobrante, para que nada se desperdiciase. Y, efectivamente, se recogieron doce cestos de pan. ¡Toda una lección para que no desperdiciemos, destruyamos o desechemos nada!
Pero más importante todavía es advertir que Él tomó partido por los que pasan hambre. Hasta el punto de identificarse con ellos: “Tuve hambre y me disteis de comer”, o, al contrario, “tuve hambre y no me disteis de comer”, nos dirá en el juicio final. Y cuando le preguntemos entonces cuándo lo hemos hecho o dejado de hacer, Él nos replicará: “Cuando lo hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos a Mi me lo hicisteis”.
Él nos mandó pedir el pan diario: “Danos hoy, nuestro pan de cada día”, nos lo enseñó en el Padre nuestro. Esta petición debe impulsarnos a compartir nuestro pan y a no seguir tolerando que las personas que nos rodean se vean privadas de alimento. Orar, como todos sabemos, no es repetir palabras huecas y sentimentales sino ponerse a la altura de Dios, acostumbrarse a hacer su voluntad. Y la voluntad de Dios es que todos sus hijos tengan lo necesario para vivir como tales. Que no sufran hambre de pan ni de justicia ni de respeto a su dignidad de personas.
Por otra parte, no podemos celebrar la Eucaristía sin sentirnos urgidos a vivir la caridad con los más necesitados, porque la Eucaristía es la expresión máxima de amor compasivo, misericordioso y redentor de Dios. Vivir la Eucaristía es una fuerza enorme para hacer de la opción preferencial por los pobres no solo un simple slogan sino una realidad que nos involucre. Vivamos el Adviento y una Navidad con esta perspectiva y con la ilusión de compartir nuestros bienes con los que pasan hambre y necesidad.
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