Reproducimos la columna de Juan Manuel de Prada, publicada originalmente en el ABC de España.
La «crisis demográfica», a la que ABC dedicaba ayer su «Primer Plano» es muy fácil de entender, hasta que llegan los estadísticos con su pedrisco de porcentajes y los sociólogos con su cháchara confundidora. La explicación teológica que nos brinda el Génesis (la eterna enemistad entre la descendencia de la mujer y la descendencia de la antigua serpiente) no puede ser más sencilla e irrebatible; pero en un mundo al que la teología le suena a sánscrito hay que probar otras explicaciones. Así lo hizo Chesterton en repetidos artículos donde se dedicaba a desenmascarar la conspiración de cobardes que había hecho del antinatalismo cuestión primordial. En realidad, tal desenmascaramiento no exigía demasiada perspicacia, pues el economicismo liberal, con Adam Smith y David Ricardo a la cabeza, ya se había encargado de establecer que el paraíso en la Tierra por ellos diseñado sólo podría funcionar si los «proletarios» dejaban de tener aquellas proles copiosas que demandaban salarios excesivos. David Ricardo llegó, incluso, a pedir que se prohibiese la beneficencia, para que los salarios ínfimos fuesen el estímulo antinatalista definitivo; y avizoró que unos proletarios sin prole, al no tener que preocuparse por el futuro de sus hijos, desarrollarían unos «benéficos» instintos egoístas que redundarían en provecho de la «mano invisible» que rige el mercado. Ciertamente, no se equivocaba.
Pero, para que el antinatalismo cuajase plenamente, era preciso romper los vínculos comunitarios y familiares que nutren a los seres humanos. Se obligó a la gente a abandonar su tierra y su religión; se inspiró en la mujer odio al hogar, mediante el veneno de la competencia entre los sexos; se escarnecieron, mediante una propaganda pervertidora, todas las virtudes ancestrales. Todos aquellos acicates antinatalistas resultaban, sin embargo, muy sórdidos; y hubo que envolverlos con un rebozo doctrinal campanudo: emancipación, libertades individuales, autonomía de la voluntad, etcétera. Tales altisonancias no eran sino el disfraz dominguero que se ponía la pura exaltación del deseo, el egoísmo más despepitado, para posar de benefactor del género humano. Y así se fueron delineando las libertades y derechos de bragueta (adulterio, divorcio, pornografía, anticoncepción, aborto, etcétera) que empezaron siendo agresiones más o menos vergonzantes a la moral y, poco a poco, se fueron convirtiendo en aquella religión avizorada por Chesterton, que a la vez que estimula la lujuria prohíbe la fecundidad. Por supuesto, todas estas libertades de bragueta encumbradas a la categoría de dogmas de fe no eran sino cortinas de humo aventadas para tener a la pobre gente (¡ya nunca más proletaria!) entretenida, refocilándose en la pocilga, mientras el orden liberal (para entonces transmutado en “progresismo”) se dedicaba a la única libertad que le interesaba, que no es otra sino la de amontonar dinero en unas pocas manos.
En las últimas décadas, el antinatalismo se ha atrevido, después de aniquilar la comunidad y la familia, a destruir la propia naturaleza humana, único reducto que se le resistía numantinamente, mediante ideologías que no hacen sino introducir en nuestra naturaleza la misma dinamita con la que antes habían arrasado los vínculos y las conciencias: son las ideologías de género, que en sus versiones más cyborg ya nos proponen montárnoslo con una computadora y, en caso de necesidad, hasta con una lavadora, siempre que sea «inteligente». Primero la comunidad, después la familia, por último la propia naturaleza humana; y es que aquella antigua y «eterna enemistad» a la que nos referíamos al principio necesita, como Jack el Destripador, ir por partes.
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