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miércoles, 23 de julio de 2014

Editorial: ¿Puede reducirse el papel de los laicos en la política a una serie de principios o valores?

Hace varias semanas discutíamos el origen de los principios que la Iglesia ha llamado “no negociables” (Vida, Familia y Libertad Religiosa), y el carácter que ese título les da frente a otros temas que parecieran ser meramente opinables. Entonces veíamos cómo mientras algunas cuestiones eran de plano incompatibles con la fe cristiana, otros problemas merecían un juicio mucho más prudencial, y en el cual no se podía demandar la adhesión de los fieles a una única agenda política.

En esta oportunidad hemos querido denunciar el error que puede verse en el otro extremo de la cuestión: Pareciera que el aporte del católico en la política se limita a esa serie de oposiciones (No al aborto, No al “matrimonio” homosexual, No a la eutanasia, etc.) y en formulación positiva no se escucha más que vagas menciones a los valores elementales que debe tener un político cristiano (honestidad, transparencia, respeto por la dignidad humana, preocupación por el bien común, etc.), que en nada se diferencia de lo que debería esperarse de cualquier político.

Reducir la participación de la Iglesia a una serie de valores o principios generales, es implícitamente hacer lo mismo con la fe católica. Es decir que nada hay en el cristianismo que no pueda ser recorrido o caminado por alguien que carece de la fe. En esta postura, se hace evidente una visión de la fe idéntica a la del proyecto laicista: Nadie tiene que llevar su religión a la vida en comunidad.

Por el contrario, si nos detenemos a contemplar las pretensiones del secularismo y los espacios que ha ido ganando, podremos ver cómo la cuestión sobre el papel de la fe en la vida pública responde a la confrontación de dos visiones del mundo, del hombre y de la sociedad, que son abiertamente antagónicas. Por un lado, tenemos al hombre que quiere construir la realidad social y política sobre la base de la voluntad individual y subjetiva. Por el otro, a aquel que se sabe creatura de Dios, es decir, sujeto a su dominio, pero que además ha sido redimido por el sacrificio de Cristo, y por ello reconoce el derecho de Jesús sobre toda la humanidad.

El católico que desea aportar en la vida política, debe hacerlo desde su condición de católico en primer lugar, no ocultando su fe, ni reduciéndola a mera garantía de corrección, sino haciéndola centro absoluto de su labor como político. El deber de religión, parte esencial del primer mandamiento, está por encima de toda lealtad temporal que el católico pueda tener en tanto que ciudadano. El católico sabe que la Justicia sólo es posible cuando toda la realidad temporal esté ordenada entorno de Cristo, y sólo Él es capaz de conceder a la sociedad un bien común que vaya más allá de la pax romana.

Así, el papel de los laicos en la política no puede distinguirse de los otros deberes que los católicos poseen en tanto que tales. Servir a Dios, y rendirle el culto debido, anunciar a Cristo y ayudar en la salvación de los demás, son deberes que adquieren una categoría particular cuando los pensamos para el que participa en política. Hablamos de un político católico que no debe temer en procurar que el Estado reconozca la realeza universal de Cristo e implore su gracia y bendición, de un político católico que no ve su paso por la función pública como una oportunidad para evangelizar y buscar el bien espiritual de aquellos a quienes sirve.En un Mundo que quiere expulsar a Dios de la sociedad, borrar sus huellas en la cultura, la fe católica nos mueve a defender a la Iglesia Católica y su jurisdicción sobre la realidad espiritual, a procurar un orden social que tenga a Jesucristo por cabeza, y a reconocer que el poder público proviene de Dios y está a su servicio.

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