(Traducción de Adelante la Fe) El Cardenal Carlo Caffarra, arzobiso emérito de Bolonia y uno de los cuatro firmantes de las dubia presentadas al Papa Francisco sobre la interpretación de la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia, ha dado una entrevista a Il Foglio en la cual responde a las críticas que han sido lanzadas contra los cuatro cardenales e insiste en la pertinencia y necesidad de que las dubia sean resueltas. En la entrevista aborda y refuta las diferentes doctrinas insinuadas en Amoris Laetitia que permitirían el acceso a los sacramentos de los adúlteros públicos.
“Creo que deben aclararse varias cosas. La carta -y los dubia adjuntos- fue largamente reflexionada, durante meses, y largamente discutida entre nosotros. Por lo que me respecta, fue largamente llevada a la oración ante el Santísimo Sacramento”.
El Cardenal Carlo Caffarra empieza diciendo esto, antes de comenzar la larga conversación con Il Foglio sobre la ya célebre carta “de los cuatro cardenales” enviada al Papa para pedirle aclaraciones en relación a Amoris laetitia, la exhortación que expresa las conclusiones del doble Sínodo sobre la familia y que tanto debate -no siempre con garbo y elegancia- ha desencadenado dentro y fuera de los muros vaticanos.
“Eramos conscientes de que el gesto que estábamos realizando era muy serio. Nuestras preocupaciones eran dos. La primera era no escandalizar a los pequeños en la fe. Para nosotros pastores este es un deber fundamental. La segunda preocupación era que nadie, creyente o no creyente, pueda encontrar en la carta expresiones que aun lejanamente sonaran como una, aun mínima, falta de respeto hacia el Papa. El texto final, por tanto, es el fruto de muchas revisiones: textos revisados, descartados, corregidos”.
Puestas estas premisas, Caffarra entra en materia.
“¿Qué es lo que nos ha movido a este gesto? Una consideración de carácter general-estructural y una de carácter contingente-coyuntural. Comencemos por la primera. Existe para nosotros cardenales el deber grave de aconsejar al Papa en el gobierno de la Iglesia. Es un deber y los deberes obligan. De carácter más contingente, por el contrario, existe el hecho -que sólo un ciego puede negar- de que en la Iglesia existe una gran confusión, incertidumbre, inseguridad causadas por algunos párrafos de Amoris laetitia. En estos meses está sucediendo que, sobre las mismas cuestiones fundamentales al respecto de la economía sacramental (matrimonio, confesión y eucaristía) y la vida cristiana, algunos obispos han dicho A y otros han dicho lo contrario de A. Con la intención de interpretar bien los mismos textos”. Y “este es un hecho, innegable porque los hechos son testarudos, como decía David Hume. El camino de salida de este ‘conflicto de interpretaciones’ era el recurso a los criterios interpretativos teológicos fundamentales, usando los cuales pienso que se puede racionalmente mostrar que Amoris laetitia no contradice Familiaris consortio. Personalmente, en encuentros públicos con laicos y sacerdotes, siempre he seguido este camino.
No ha bastado, observa el arzobispo emérito de Bolonia.
“Nos hemos dado cuenta de que este modelo epistemológico no era suficiente. El contraste entre estas dos interpretaciones continuaba. Había sólo un modo e llegar al principio: pedir al autor del texto, interpretado de dos maneras contradictorias, cuál es la interpretación acertada. No hay otro camino. Se planteaba seguidamente el problema del modo en el cual dirigirse al Pontífice. Hemos elegido un camino muy tradicional en la Iglesia, los así llamados dubia”.
¿Por qué?
“Porque se trataba de un instrumento que, en el caso que, según su soberano juicio, el Santo Padre hubiera querido responder, no lo comprometía con respuestas elaboradas y largas. Debía responder “Sí” o “No”. Y emplazar, como a menudo han hecho los Papas, a los probados autores (en jerga: probati auctores) o pedir a la Doctrina de la fe que emanase una declaración conjunta con la que explicar el Sí o el No. Nos parecía el camino más simple. La otra cuestión que se planteaba era si hacerlo en privado o en público. Hemos razonado y llegado al acuerdo que habría sido una falta de respeto hacer público todo en seguida. Así, se ha hecho de manera privada y, sólo cuando hemos tenido la certeza de que el Santo Padre no habría respondido, hemos decidido publicarlo”.
Es este uno de los puntos sobre los que se ha discutido más, con polémicas surgidas en relación a él. El último ha sido el cardenal Gerhard Ludwig Müller, prefecto del ex-Santo Oficio, que ha juzgado equivocada la publicación de la carta. Caffarra explica:
“Hemos interpretado el silencio como autorización a continuar el debate teológico. Y, además, el problema implica tan profundamente tanto el magisterio de los obispos (que, no lo olvidemos, lo ejercitan no por delegación del Papa sino en virtud del sacramento que han recibido) como la vida de los fieles. Unos y otros tienen derecho a saber. Muchos fieles y sacerdotes decían “vosotros cardenales en una situación como esta tenéis la obligación de intervenir ante el Santo Padre. De otro modo ¿para qué existís si no ayudáis al Papa en cuestiones tan graves?”. Comenzaba a hacer camino el escándalo de muchos fieles, de manera que nosotros nos comportábamos como los perros que no ladran de los que habla el Profeta. Esto es lo que hay detrás de esas dos páginas”.
Y sin embargo las críticas han llovido, también por hermanos obispos o monseñores de la curia:
“Algunas personas continúan diciendo que nosotros no somos dóciles al magisterio del Papa. Es falso y calumnioso. Precisamente porque no queremos ser indóciles hemos escrito al Papa. Yo puedo ser dócil al magisterio del Papa si sé lo que el Papa enseña en materia de fe y de vida cristiana. Pero el problema es exactamente este: que sobre puntos fundamentales no se entiende bien lo que el Papa enseña, como demuestra el conflicto de interpretaciones entre obispos. Nosotros queremos ser dóciles al magisterio del Papa, pero el magisterio del Papa debe ser claro. Ninguno de nosotros -dice el arzobispo emérito de Bolonia- ha querido “obligar” al Santo Padre a responder: en la carta hemos hablado de soberano juicio. Simple y respetuosamente hemos hecho preguntas. No merecen, finalmente, atención las acusaciones de querer dividir la Iglesia. La división, que existe ya en la Iglesia, es la causa de la carta, no su efecto. Por el contrario, cosas indignas dentro de la Iglesia son, en un contexto como este sobre todo, los insultos y las amenazas de sanciones canónicas”.
En la premisa a la carta se constata
“un grave desconcierto de muchos fieles y una gran confusión respecto a cuestiones muy importantes para la vida de la Iglesia”.
¿En qué consisten, específicamente, la confusión y el desconcierto? Responde Caffarra:
“He recibido la carta de un párroco que es una fotografía perfecta de lo que está sucediendo. Me escribía: ‘En la dirección espiritual y en la confesión ya no sé qué decir. Al penitente que me dice: vivo a todos los efectos como marido con una mujer que está divorciada y ahora me acerco a la Eucaristía. Propongo un camino en orden a corregir esta situación, pero el penitente me detiene y responde en seguida: mire, padre, el Papa ha dicho que puedo recibir la eucaristía, sin el propósito de vivir en continencia. Yo no puedo más con esta situación. La Iglesia me puede pedir todo, pero no que traicione mi conciencia. Y mi conciencia hace objeción a una supuesta enseñanza pontificia que admite a la eucaristía, dadas ciertas circunstancias, a quien vive more uxorio sin estar casado’. Así escribía el párroco. La situación de muchos pastores de almas, entiendo sobre todo los párrocos -observa el cardenal- es esta: encuentran sobre sus espaldas un peso que no son capaces de llevar. Es en esto en lo que pienso cuando hablo de gran desconcierto. Y hablo de los párrocos, pero muchos fieles están todavía más desconcertados. Estamos hablando de cuestiones que no son secundarias. No se está discutiendo si el pescado rompe o no la abstinencia. Se trata de cuestiones gravísimas para la vida de la Iglesia y para la salvación eterna de los fieles. No lo olvidemos nunca: esta es la ley suprema en la Iglesia, la salvación eterna de los fieles. No otras preocupaciones. Jesús fundó su Iglesia para que los fieles tengan la vida eterna y la tengan en abundancia”.
La división a la que se refiere el cardenal Carlo Caffarra se originó ante todo con la interpretación de los párrafos de Amoris laetitia que van del número 300 al 305. Para muchos, incluidos varios obispos, aquí se encuentra la confirmación de un cambio no sólo pastoral sino también doctrinal. Otros, por el contrario, que todo está perfectamente insertado y en continuidad con el magisterio precedente. ¿Cómo se sale de este equívoco?
“Pondré dos premisas muy importantes. Pensar en una praxis pastoral no fundada y radicada en la doctrina significa fundar y radicar la praxis pastoral en el arbitrio. Una Iglesia con poca atención a la doctrina no es una Iglesia más pastoral, sino que es una Iglesia más ignorante. La Verdad de la que nosotros hablamos no es una verdad formal, sino una Verdad que da salvación eterna: Veritas salutaris, en términos teológicos. Me explico. Existe una verdad formal. Por ejemplo, quiero saber si el río más largo del mundo es el Amazonas o el Nilo. Resulta que es el Amazonas. Esta es una verdad formal. Formal significa que este conocimiento no tiene ninguna relación con mi modo de ser libre. Aunque la respuesta hubiera sido la contraria, no habría cambiado nada sobre mi modo de ser libre. Pero hay verdades que yo llamo existenciales. Si es verdad -como ya Sócrates enseñó- que es mejor sufrir una injusticia antes que cometerla, enuncio una verdad que provoca a mi libertad a actuar de manera muy distinta a si fuera verdad lo contrario. Cuando la Iglesia habla de verdad -añade- habla de verdad del segundo tipo, la cual, si es obedecida por la libertad, genera la verdadera vida. Cuando oigo decir que es solamente un cambio pastoral y no doctrinal, o se piensa que el mandamiento que prohíbe el adulterio es una ley puramente positiva que puede cambiarse (y pienso que ninguna persona recta pueda mantener esto), o significa admitir que sí, el triángulo tiene generalmente tres lados, pero que existe la posibilidad de construir una con cuatro lados. Esto es, digo, una cosa absurda. Ya los medievales, al fin y al cabo, decían: theoria sine praxis, currus sine axis; praxis sine theoria, caecus in via”.
La segunda premisa que pone el arzobispo de Bolonia se refiere al “gran tema de la evolución de la doctrina, que siempre acompañó al pensamiento cristiano, y que sabemos que ha sido retomado de manera espléndida por el beato John Henry Newman. Si hay un punto claro es que no hay evolución donde hay contradicción. Si yo digo que s es p y después digo que s no es p, la segunda proposición no desarrolla la primera sino que la contradice. Ya Aristóteles había enseñado acertadamente que al enunciar una proposición universal afirmativa (e. g. todo adulterio es injusto) y al mismo tiempo una proposición particular negativa que tiene el mismo sujeto y predicado (e. g. algún adulterio no es injusto), no se hace una excepción a la primera, se contradice. Al final, si quisiera definir la lógica de la vida cristiana, usaría la expresión de Kierkegaard: ‘Moverse siempre, permaneciendo siempre fijos en el mismo punto’”. El problema, añade el purpurado, “es ver si los famosos párrafos nn. 300-305 de Amoris laetitia y la famosa nota n. 351 están o no en contradicción con el magisterio precedente de los Pontífices que afrontaron la misma cuestión. Según muchos obispos, está en contradicción. Según otros muchos obispos, no se trata de una contradicción sino de un desarrollo. Y es por esto por lo que hemos pedido una respuesta al Papa”.
Se llega así al punto más disputado y que ha animado tanto las discusiones sinodales: la posibilidad de conceder a los divorciados vueltos a casar civilmente el acercarse de nuevo a la eucaristía, lo cual no encuentra lugar explícitamente en Amoris laetitia, pero que, a juicio de muchos, es un hecho implícito que no representa nada más que una evolución respecto al n. 84 de la exhortación Familiaris consortio de Juan Pablo II.
“El problema en su nodo es el siguiente”, argumenta Caffarra: “¿Puede el ministro de la eucaristía (normalmente el sacerdote) dar la eucaristía a una persona que vive more uxorio con una mujer o con un hombre que no son su mujer o su marido y no quiere vivir en la continencia? Las respuestas son sólo dos: Sí o No. Nadie, por otro lado, pone en cuestión que Familiaris consortio, Sacramentum Caritatis, el Código de derecho canónico y el Catecismo de la Iglesia católica responden No a dicha pregunta. Un No válido hasta que el fiel no se proponga abandonar el estado de convivencia more uxorio. ¿Ha enseñado Amoris laetitia que, dadas ciertas circunstancias precisas y realizado un cierto camino, el fiel podría acercarse a la eucaristía sin comprometerse a la continencia? Hay obispos que han enseñado que se puede. Por una simple cuestión de lógica se debe entonces enseñar que el adulterio no es en sí ni por sí un mal. No es pertinente apelar a la ignorancia o al error respecto a la indisolubilidad del matrimonio: un hecho desgraciadamente muy difundido. Esta apelación tiene un valor interpretativo, no orientativo. Debe ser usado como método para discernir la imputabilidad de las acciones cometidas pero no puede ser principio para las acciones que serán cometidas. El sacerdote -dice el cardenal- tiene el deber de iluminar al ignorante y corregir al que yerra”.
“Lo que, por el contrario, Amoris laetitia ha aportado de nuevo sobre dicha cuestión es la llamada a los pastores de almas a no contentarse con responder No (no contentarse, sin embargo, no significa responder Sí), sino tomar de la mano a la persona y ayudarla a crecer hasta el punto en que ella comprenda que se encuentra en una condición tal que no puede recibir la eucaristía si no cesa las intimidades propias de los esposos. Pero no se trata de que el sacerdote pueda decir ‘ayudo a su camino dándole también los sacramentos”. Y es sobre esto que sobre lo que el texto es ambiguo en la nota n. 351. Si yo digo a la persona que no puede tener relaciones sexuales con quien no es su marido o su mujer pero, entre tanto, dado que le cuesta tanto, puede tenerlas… sólo una vez en vez de tres a la semana, esto no tiene sentido; y no uso misericordia hacia esta persona. Porque para poner fin a un comportamiento habitual -un habitus, dirían los teólogos- es necesario que exista el decidido propósito de no cometer más ningún acto propio de aquel comportamiento. En el bien hay progreso, pero entre el dejar el mal y comenzar a hacer el bien, hay una decisión instantánea, aunque largamente preparada. Durante un cierto periodo Agustín oraba: ‘Señor, dame la castidad, pero no en seguida’”.
Al recorrer los dubia, parece entenderse que lo que está en juego, quizá más que Familiaris consortio, es Veritatis splendor. ¿Es así?
“Sí”, responde Carlo Caffarra. “Aquí está en cuestión lo que enseña Veritatis splendor. Esta encíclica (6 de agosto de 1993) es un documento altamente doctrinal, en las intenciones del Papa san Juan Pablo II, hasta el punto -cosa excepcional hasta el momento en las encíclicas- que está dirigida sólo a los obispos en cuanto responsables de la fe que se debe creer y vivir (cfr. n. 5). A ellos, al final, el Papa recomienda que sean vigilantes acerca de las doctrinas condenadas o enseñadas por la encíclica misma. Las primeras para que no se difundan en las comunidades cristianas, las segundas para que sean enseñadas (cfr. n. 116). Una de las enseñanzas fundamentales del documento es que existen actos que pueden ser calificados como deshonestos en sí mismos, prescindiendo de las circunstancias en las cuales son cometidos y del fin que se propone el agente. Y añade que negar este hecho puede conllevar negar el sentido del martirio (cfr. nn. 90-94). Todo mártir, en efecto -subraya el arzobispo emérito de Bolonia-, habría podido decir: ‘Me encuentro en una circunstancia… en tal situación que el deber grave de profesar mi fe o de afirmar la intangibilidad de un bien moral ya no me obliga’. Piénsese en las dificultades que la mujer de Tomás Moro presentaba a su marido condenado ya en la cárcel: ‘Tienes deberes hacia la familia, hacia los hijos’. No es, por lo tanto, solamente un tema de fe. Aunque use la sola recta razón, veo que negando resistencia a actos intrínsecamente deshonestos, niego que exista un confín más allá del cual los poderosos de este mundo no pueden y no deben pasar. Sócrates fue el primero que comprendió esto en occidente. La cuestión es, por lo tanto, grave, y sobre esto no se puede dejar incertidumbre. Por esto nos hemos permitido pedir al Papa que dé claridad, ya que hay obispos que parecen negar dicho hecho, invocando Amoris laetitia. El adulterio, en efecto, se incluyó dentro de los actos intrínsecamente malos. Basta leer lo que dice Jesús al respecto, San Pablo y los mandamientos dados a Moisés por el Señor”.
Pero ¿hay todavía hoy espacio para los actos así llamados “intrínsecamente malos”? ¿O quizá es el momento de mirar más al otro lado de la balanza, al hecho de que todo, ante Dios, puede ser perdonado?
Atención, dice Caffarra: “Aquí se crea una gran confusión. Todos los pecados y las decisiones intrínsecamente deshonestas pueden ser perdonadas. Por lo tanto “intrínsecamente deshonestos” no significa “imperdonables”. Jesús, sin embargo, no se contenta con decir a la adúltera: ‘Tampoco yo te condeno’. Le dice también: ‘Ve y en adelante no peques más’ (Jn 8, 10). Santo Tomás, inspirándose en San Agustín, hace un comentario bellísimo, cuando escribe que ‘Habría podido decir: ve y vive como quieras y ten por seguro mi perdón. No obstante todos tus pecados, yo te liberaré de los tormentos del infierno. Pero el Señor que no ama la culpa y no favorece el pecado, condena la culpa… diciendo: y en adelante no peques más. Aparece así cuán tierno es el Señor en su misericordia y justo en su verdad’ (cfr. Comm. a Juan 1139). Nosotros somos verdaderamente, no por así decir, libres ante el Señor. Y por lo tanto el Señor no nos tira detrás de su perdón. Debe haber un admirable y misterioso matrimonio entre la infinita misericordia de Dios y la libertad del hombre, el cual debe convertirse si quiere ser perdonado”.
Preguntamos al cardenal Caffarra si una cierta confusión derive también de la convicción, radicada también entre tantos pastores, de que la conciencia es una facultad para decidir autónomamente con respecto a lo que está bien y lo que está mal, y que, en ultima instancia, la palabra decisiva corresponda a la conciencia de cada uno.
“Considero que este es el punto más importante de todos”, responde. “Es el lugar donde encontramos y nos enfrentamos con la columna de carga de la modernidad. Comencemos aclarando el lenguaje. La conciencia no decide porque ella es un acto de la razón; la decisión es un acto de la libertad, de la voluntad. La conciencia es un juicio en el cual el sujeto de la proposición que lo expresa es la decisión que estoy a punto de tomar o que ya he tomado y el predicado es la calificación moral de la decisión. Es, por lo tanto, un juicio, no una decisión. Naturalmente, todo juicio racional se ejercita a la luz de criterios, de otro modo no es un juicio, sino otra cosa. Criterio es aquello en base a lo cual yo afirmo lo que afirmo y niego lo que niego. En este punto resulta particularmente iluminador un pasaje del Tratado sobre la conciencia moral del beato Rosmini: ‘Hay una luz que está en el hombre y hay una luz que es el hombre. La luz que hay en el hombre es la ley de Verdad y la gracia. La luz que es el hombre es la recta conciencia, ya que el hombre se convierte en luz cuando participa de la luz de la ley de Verdad mediante la conciencia por aquella luz confirmada’. Ahora bien, frente a esta concepción de la conciencia moral se opone al concepción que erige como tribunal inapelable de la bondad o malicia de las propias decisiones a la propia subjetividad. Aquí, para mí -dice el purpurado-, está el enfrentamiento decisivo entre la visión de la vida que es propia de la Iglesia (porque es la propia de la Revelación divina) y la concepción de la conciencia propia de la modernidad”.
“Quien ha visto esto de manera lucidísima -añade- fue el beato Newman. En la famosa Carta al duque de Norfolk, dice: ‘La conciencia es un vicario aborigen de Cristo. Un profeta en sus informaciones, un monarca en sus órdenes, un sacerdote en sus bendiciones y en sus anatemas. Para el gran mundo de la filosofía de hoy, estas palabras no son sino verbosidades vanas y estériles, privas de un significado concreto. En nuestro tiempo hay una guerra encarnizada, diría casi una especie de conspiración contra los derechos de la conciencia’. Más adelante añade que ‘en el nombre de la conciencia se destruye la verdadera conciencia’. He aquí por qué entre los cinco dubia la duda número cinco es la más importante. Hay un pasaje de Amoris laetitia, en el n. 303, que no es claro; parece -repito: parece- admitir la posibilidad de que exista un juicio verdadero de la conciencia (no invenciblemente erróneo; esto ha sido siempre admitido por la Iglesia) en contradicción con lo que la Iglesia enseña como atinente al depósito de la divina Revelación. Parece. Y por eso hemos presentado la duda al Papa”.
“Newman -recuerda Caffarra- dice que ‘si el Papa hablase contra la conciencia tomada en el verdadero sentido de la palabra, cometería un verdadero suicidio, se cavaría la fosa bajo sus pies’. Son cosas de una gravedad inquietante. Se elevaría el juicio privado a criterio último de la verdad moral. No decir nunca a una persona: ‘Sigue siempre tu conciencia’ sin añadir siempre y en seguida: ‘Ama y busca la verdad acerca del bien’. Lo pondrías en sus manos el arma más destructiva de su humanidad”.
Matteo Matzuzzi – [Fuente: Il Foglio, 14 de enero de 2017]
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