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viernes, 9 de noviembre de 2012

Lo peor no es la Constitución de 1978, sino la total desmovilización política de los católicos (I), por P. José María Iraburu

Artículo del Padre José María Iraburu, publicado en su blog en InfoCatólica

Un fallo del Tribunal Constitucional consagra en España como matrimonio las uniones contrarias a la ley natural. Declara el TC que no es «inconstitucional» la ley que los socialistas establecieron en el año 2005 sobre el «matrimonio» homosexual. En su comentario a este hecho nefasto, comenta Luis Fernando Pérez Bustamante, que Ya solo queda la eutanasia, la poligamia y la persecución de los cristianos.

La Constitución política de España, aprobada en referéndum (1978), es agnóstica, prescinde en absoluto de Dios, y en sus formulaciones deja puertas entreabiertas para la posible entrada de leyes perversas. Así lo señaló claramente el Card. Marcelo González Martín. La Constitución, sin embargo, así como quedaba abierta a grandes males, también quedaba abierta a grandes bienes, siempre que hubiera una acción política sana y valiente de los católicos de nuestra nación. No la ha habido casi en absoluto. Y la razón es clara. Los mismos eclesiásticos que aceptaron o no impugnaron la Constitución agnóstica del 78 han tenido buen cuidado de evitar toda movilización política posterior de los católicos, haciéndola imposible siempre que se ha intentado.

Por eso conviene pensar que los enormes males políticos sobrevenidos a España no se deben tanto a la Constitución misma, como a una desmovilización política total, consciente y deliberada, de los políticos católicos. Mis reflexiones presentes, sin embargo, no se limitan a la circunstancia histórica de España, sino que consideran también la situación, muy semejante, de las naciones descristianizadas de Occidente.

Es prácticamente nulo el influjo actual de los cristianos en la vida política de las antiguas naciones cristianas, todas ellas discípulas de Cristo desde hace quince o veinte siglos. Son muchos los católicos que ven hoy con perplejidad, con tristeza y a veces con resentimiento hacia la Jerarquía pastoral, cómo la presencia de los laicos en la res publica a) nunca ha sido tanvalorada y exhortada en la enseñanza de la Iglesia como en nuestro tiempo, y b) nunca ha sido tanmínima e ineficaz como ahora. Así las fuerzas anti-Cristo han logrado arrancar las raíces cristianas de muchas naciones, ignorando y calumniando su verdadera historia, y han encerrado el pensamiento y la vida moral de esas sociedades en unas mallas férreas anti-Cristo cada vez peores y más eficaces.

¿Cómo puede explicarse la inoperancia casi absoluta de los cristianos de hoy en el mundo de la política y de la cultura? Llevamos más de medio si­glo ela­borando «la teología de las realidades tem­porales», hablando de «la mayoría de edad del laicado», de su ineludible «compromiso político», que les ha de empeñar en «impregnar de Evangelio todas las realidades del mundo secular». Puro Concilio Vaticano II… Y sin embargo, nunca en la historia de la Iglesia, al menos después de Constantino, el Evan­gelio ha tenido menos influjo que hoy en el pensamiento y las costumbres, el arte y la cultura, en el mundo de las leyes y de las instituciones, de la educación, de la familia y de los medios de comunicación social. ¿Cómo se explica eso?… No se llega a conocer algo si no se conocen sus causas: cognitio rerum per causas.

El gran desfallecimiento actual de la actividad política católica tiene tres causas fundamentales, que en el fondo son una sola:

1.– La amistad con el mundo. La Iglesia local que exige, como norma indiscutible, que el pueblo cristiano se relacione con el mundo moderno en términos de conciliación amistosa, y que pretende evitar cualquier modo de confrontación con el mundo –y cualquier modo de persecución, dicho sea de paso, hace totalmente imposible la acción política de los cristianos en el mundo. Y mucho menos, como digo, si pretenden realizarla en formas organizadas.

2.– El horror a la Cruz de Cristo. La palabra de nuestro Señor ha sido rechazada. «Decía a todos [no sólo a un grupo de ascetas]: El que quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24). Una Iglesia local, pastores y fieles, en la medida en que pretende guardar su vida, pierde a Cristo, no tiene vida (los padres no tienen hijos, las diócesis no tienen vocaciones, los misioneros no predican el Evangelio, los cristianos con vocación política no hacen ni de lejos una actividad política católica). Son muchos los que han preferido aceptar en su frente y en su mano la marca de la Bestia liberal, para poder comprar y vender en el mundo (Ap 13).

El horror a la Cruz ha paralizado a los políticos cristianos, que no han luchado por la verdad y el bien del pueblo. No se les ven cicatrices, sino prestigio mundano y riqueza. Si realmente son cristianos, lo son como semipelagianos. No ofrecen mayores resistencias a las iniquidades políticas, pues tienen que «guardar sus vidas» cuidadosamente, «la parte humana» que colabora con Dios, para así continuar sirviendo al Reino de Cristo en el mundo (!) [semipelagianismo puro y duro]. Y así han dejado ir adelante con sus silencios o complicidades a las peores políticas perversas. Han tolerado agravios a la Iglesia que no habrían permitido contra una minoría ecologista, islámica, budista o gitana. Se han mostrado incapaces no sólo de guardar en lo posible un orden cristiano, formado durante siglos en naciones de mayoría cristiana, sino que ni siquiera han intentado proteger lo más elemental de un orden natural, destrozado más y más por un poder político malvado. E incluso han obrado también en la misma dirección cuando han tenido una amplia mayoría parlamentaria, pues no querían perderla.

3.– El catolicismo liberal independiza la libertad humana de la sujeción que debe a Dios y al orden natural, descristianiza mentes y conductas, y en la vida política lleva necesariamente a una paganización diabólica del mundo. Los católicos liberales, y concretamente los políticos, se acomodan al mundo y se hacen incapaces de actuar como cristianos en política, en el mundo de la cultura y de la educación, en los medios de comunicación. Son «sal desvirtuada, que no vale sino para tirarla y que la pise la gente» (Mt 5,13). Cesa con ellos completamente la acción política de los católicos.

Gracias a los católicos liberales malminoristas, en pueblos de gran mayoría católica ha podido entrar en la vida cívica, sin mayores luchas ni resistencias, y legalizadas por el voto de los católicos, una avalancha de perversiones incontables, contrarias a la ley de Dios y a la ley natural. Y el Poder anti-Cristo ha podido gobernar durante muchos decenios a pueblos de indudable mayoría católica, como México o Polonia, sin que los católicos liberales de todo el mundo se rebelaran por ello mínimamente.

La Bestia mundana no ha sido combatida suficientemente desde hace más de medio siglo. Y ésta es causa muy suficiente de que no sea hoy apenas posible la actividad política de los católicos en muchos países. «La tierra entera sigue maravillada a la Bestia», a quien el Dragón infernal le ha dado poder para «hacer la guerra a los santos y vencerlos» (Ap 13,3.7). En esta situación solamente un resto bendito de fieles mártires resiste a la Bestia y no admite su marca ni en la frente ni en la mano: son «los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12,17). Pero normalmente, en las Iglesias locales en gran medida descristianizadas, estos cristianos fieles están neutralizados por su propia Iglesia para actuar como católicos en política.

Cuando consideramos la actitud pasada de una buena parte de la Iglesia Ortodoxa en el mundo comunista del siglo XX, nos parece lamentable que no se resistiese más abiertamente a la Bestia soviética. Pero cuando se considere dentro de unos años la actitud de algunas regiones de la Iglesia Católica frente a la Bestia liberal, parecerá lamentable que ésta no fuera mucho más denunciada y combatida. Dar la mano, la sonrisa y la imagen de concordia a políticos responsables de tantos crímenes –no pocos de ellos se dicentes cristianos–; elogiarlos incluso, al término de su ministerio; establecer con ellos acuerdos, que se declaran «satisfactorios»; no impedir con todo empeño que el voto de los católicos sostenga y haga posible tantas infamias; no promover fuerzas políticas operativas, capaces de combatir a la Bestia, todo eso se verá con pena, lamentación y vergüenza. Y las razones que puedan alegarse en justificación de esa actitud, «salvar la vida de la Iglesia, el mantenimiento de los sacerdotes y de los templos, la vida litúrgica, asistencial, apostólica», etc., no serán admitidas, sino que se estimarán falsas y cobardes.

–Es ya necesario y urgente que los votos católicos se unan para procurar el bien común en la vida política y para evitar sobre la nación una avalancha de perversiones. Es absolutamente intolerable que los votos católicos sigan sosteniendo el poder de la Bestia mundana. O dicho de otro modo: es una vergüenza que los católicos no hallen un cauce político en el que participar con su actividad y sus votos. No es admisible que en países de mayoría católica puedan tener representación política los comunistas, los ecologistas, los socialistas, los conservadores liberales, los regionalistas, etc., pero no los católicos, que se ven obligados a abstenerse de votar o a votar siempre partidos malminoristas, que pronto vienen a ser malmayoristas.

1. Ningún voto de católicos siga, pues, siga alimentando a la Bestia política, la que fomenta el divorcio, el aborto, la eutanasia, la anticoncepción, la educación laicista, el matrimonio homosexual, el enriquecimiento cerrado a la ayuda de los países pobres, la fractura de la nación en regiones y partidos contrapuestos, y toda clase de atrocidades y perversidades.

2. No es bastante en modo alguno que en una Iglesia local se promueva de vez en cuando un Congreso de políticos católicos, incapaces de formar una alternativa políticamente operante; ni basta con que se organicen algunas manifestaciones multitudinarias contra el Gobierno, o que incluso los Obispos publiquen declaraciones que condenan gravemente ciertos engendros de la Bestia, pero sin condenarla a ella misma. Un grupo fuerte, dos o tres grupos pequeños coaligados electoralmente, una docena de diputados verdaderamente católicos podrían obrar con más eficacia en la vida política de la nación que todos esos Congresos, manifestaciones y documentos episcopales.

3. No basta en la situación actual con exhortar a los fieles a que «voten», y a que «voten en conciencia». Es necesario posibilitar una canalización del voto de los católicos, para que el pueblo fiel se empeñe positivamente en la promoción del bien común y en combatir el mal común. Sólo cuando se dé esa posibilidad el ciudadano cristiano se comprometerá con entusiasmo y abnegación a trabajar en política en favor del Reino, y sólo entonces se verá libre de la pésima necesidad de votar una y otra vez, durante generaciones, siempre males, sean males menores o mayores. ¿Hasta cuando esta ignominia?

–Algunos han querido y quieren hacernos creer que la Iglesia, a partir del Vaticano II, veta la unión de los católicos en organizaciones políticas. Eso enseñan falsamente aquellos Pastores y fieles cristianos que no quieren enfrentamientos de la Iglesia con el mundo moderno. Ellos son quienes impiden que los católicos formen asociaciones políticas, sean éstas o no confesionales. Ellos son los que abortan cualquier intento de unión del voto de los católicos apenas concebido. Prefieren con mucho que los católicos apoyen a partidos malminoristas, para que la Iglesia «salve su vida» y viva «en paz». Ellos son los principales debilitadores tando de la acción evangelizadora del mundo como de la actividad católica política. Pero esa pasividad cautelosa y derrotista, frente a la prepotencia del mundo anti-Cristo, en modo alguno se deriva de la enseñanza del Concilio Vaticano II.

La Iglesia quiere que los católicos se asocien para actuar en la vida política, porque sabe que nada pueden hacer inmersos en partidos laicos que en realidad son laicistas. El último Concilio, según ya vimos en este blog (104), enseñó que es misión principal de los laicos cristianizar la vida social y política:

«El Vaticano II enseñó con especial insistencia en muchos de sus documentos que los laicos están llamados a “evangelizar y saturar de espíritu evangélico el orden temporal, de modo que su actividad en este orden sea claro testimonio de Cristo y sirva para la salvación de los hombres” (Apostolicam actuositatem 2). “Hay que instaurar el orden temporal de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana” (7). “A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena” (Gaudium et spes 43)». El Vaticano II quiere que «los laicos coordinen sus fuerzaspara sanear las estructuras y los ambientes del mundo cuando inciten al pecado, de manera que todas estas cosas sean conformes a las normas de la justicia y más bien favorezcan que obstaculicen la práctica de las virtudes» (Lumen gentium 36c).

¿Cómo podrán coordinar sus fuerzas los católicos si están dispersos en varios partidos políticos normalmente enfrentados entre sí a muerte? Son políticos católicos absolutamente neutralizados. ¿Cómo podrán los católicos lograr una acción política potente si no es en un movimiento único o, mejor normalmente, en una coalición de asociaciones o de organizaciones distintas de verdadera inspiración cristiana? La Iglesia sabe perfectamente que los laicos jamás podrán cumplir la misión política integrándose en partidos anti-cristianos o malminoristas, unos y otros laico-laicistas. Lo sabe bien a priori, pero más aún a posteriori, comprobando la experiencia histórica de los últimos tiempos.

Los católicos en el siglo XIX y en buena parte del XX «coordinaron sus fuerzas» para la acción política en partidos, asociaciones, movimientos, alianzas, círculos políticos, fundaciones, periódicos, congresos de actividad permanente. Aquellos cauces numerosos de la actividad política de los católicos, con mayor o menor fuerza y acierto, consiguieron a veces importantes victorias, y libraron batallas a veces muy fuertes y prolongadas, logrando frenar graves males. Los partidos laicistas tenían entonces que contar con el voto católico, porque muchas veces sin él ni siquiera podían llegar al gobierno.

–«Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16). Bruno Moreno en su artículo Tres ideas sobre el TC, el PP y los españoles, cita estas palabras del Ministro de Justicia [del Gobierno español, regido por el Partido Popular, Dn. Alberto Ruiz-Gallardón]:

«“El PP lo que hará será, acatando la sentencia del TC, no modificar la vigente ley y, por lo tanto, dejar exactamente en la regulación que el TC ha validado la normativa que afecta al matrimonio entre personas del mismo sexo”. Y lo dice sabiendo que es falso». De modo semejante declara falsamente: «“El Tribunal Constitucional, al establecer que la Constitución ampara que esta unión de personas del mismo sexo cabe dentro de la concepción de matrimonio que recoge el texto constitucional, ha establecido una doctrina que para nosotros es en este caso vinculante”. De nuevo una afirmación desvergonzada, porque sabe perfectamente que la decisión del TC sólo es vinculante en el sentido limitadísimo de que establece que la ley del PSOE [2005] puede aceptarse según la Constitución, mientras que el TC no dice ni puede decir que esa ley deba mantenerse en vigor. Eso es una decisión del poder legislativo que, por si alguien no lo recuerda, está [con mayoría absoluta] en manos del PP. Es decir, es una decisión del PP mantener el «matrimonio» homosexual, no del TC». ¿Alguien de quienes apoyan al Partido Popular –sea jurista, periodista, eclesiástico– podrá contradecir esta última afirmación?

Ya algunas voces en la Iglesia van afirmando la necesidad de que los católicos se unan y organicen para la acción política, viendo que de otro modo el influjo católico en la vida de las naciones es mínimo, y que los pueblos se hunden más y más en la oscuridad de la apostasí, en el pecado y la ruina. Los católicos tenemos el derecho y el deber de que se oiga nuestra voz en los medios de comunicación, en escuelas y universidades, en las altas Cámaras políticas. No podemos esconder la luz que Cristo ha encendido en nosotros para iluminar al mundo (Mt 5,14-16). Y el mundo tiene el derecho de poder oír a Cristo en nuestras voces, pues Él mismo nos envió a evangelizar a todas las naciones.

José María Iraburu, sacerdote

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