Reproducimos el mensaje escrito por Mons. Ricardo Tobón Restrepo, Arzobispo de Medellín, y publicado originalmente en la página web de la Arquidiócesis.
La Corte Constitucional de Colombia, el pasado 28 de abril, autorizó la validez del matrimonio entre personas del mismo sexo. Algunos han proclamado que se trata de un acontecimiento trascendental que cambia la historia. Pero podría verse más como el resultado de una presión ideológica internacional que hace que los partidos políticos, los órganos legislativos y las instituciones judiciales no sean capaces de cuestionar la ideología de género actualmente imperante. Tantos no logran quedarse fuera del guión que establece el “nuevo orden mundial” para poder estar en lo “políticamente correcto”.
Todos sabemos que se deben respetar la dignidad y los derechos de las personas homosexuales como los de cualquier otra persona humana. Esto, sin embargo, no exige llamar y autorizar como matrimonio su relación. El pueblo, en su mayoría, lo comprende y por eso se opone. En primer lugar, porque la “naturaleza jurídica” de las instituciones no admite una modificación radical conservando su identidad. Por ejemplo, si la compraventa es el cambio de cosas por dinero, no podemos llamar compraventa el cambio de cosas por cosas; esto ya tiene otra identidad y otro nombre: permuta.
Es necesario pensar, además, que la “garantía constitucional” no permite que una realidad a través de nuevas normas sea desnaturalizada y vaciada de su contenido. Si la Constitución ha configurado un modelo de matrimonio basado en el principio heterosexual, son inconstitucionales las normas que lo desvirtúan o tergiversan; en efecto, si se aplica este procedimiento a todo lo establecido, se llega a un verdadero caos jurídico y social, pues se deja sin seguridad y consistencia las instituciones y comportamientos ya consolidados. En el fondo, se llega a la negación del orden jurídico mismo.
El matrimonio entre un varón y una mujer, opinan pensadores de gran solvencia, es la única relación biológicamente complementaria; por tanto, la única unión legal que puede conducir de manera natural a la procreación. “El hecho de que haya una vinculación natural entre intimidad sexual y procreación es lo que hace al matrimonio distinto y diferente. Redefinir su estructura socavaría esa diferenciación e incurriría en el riesgo de normalizar la instrumentalización tecnológica de la reproducción, incrementando el número de familias en las que existe una confusión de la identidad biológica, social, y familiar” (Declaración de Westminster).
La legítima sensibilidad de hoy hacia la igualdad ha venido a decir que el matrimonio heterosexual implica discriminación. Se trata de una afirmación más emotiva que reflexiva; pues rediseñar el matrimonio para homologarlo con las uniones homosexuales es afirmar, desconociendo las características del orden jurídico, que las limitaciones insertas en todo derecho fundamental son discriminatorias. Según eso, sería también discriminatorio prohibir el matrimonio entre padres e hijos o entre menores de determinada edad. No se puede olvidar que el orden jurídico tutela a la persona desde la base de la interpersonalidad y no simplemente desde su individualidad.
La lógica y frialdad del razonamiento jurídico pueden contrastar con la corriente emotiva que determina tantas cosas de hoy, pero el bienestar personal y el bien común necesitan que las leyes civiles sean coherentes y sólidas. Heráclito decía: “Es necesario que el pueblo defienda las leyes como los muros de la ciudad”. La tarea legislativa no puede hacerla cualquiera y no puede reducirse a justificar los deseos de los individuos; así se llega a la creación de una sociedad de egoísmos opuestos. Esto ya ha sido pensado y sufrido desde la antigüedad; de ahí la afirmación de Tácito: “Corruptissima república, plurimae leges”: Cuando el Estado se corrompe, las leyes se multiplican.
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