Reproducimos el siguiente artículo escrito por el P. Mario García Isaza, sacerdote formador del seminario arquidiocesano de Ibagué.
El Tiempo, en su edición del 16 de abril, domingo de Pascua, publicó un reportaje hecho por el periodista Yamid Amat al P. Francisco De Roux S.J. Hay, en ese documento, bellas afirmaciones acerca del Señor Jesús; hay una profesión de fe el Él, en su misterio; se deja hallar, entre líneas, la idea de que si el mundo de los hombres orientara más sus destinos a la luz de las enseñanzas y de la vida de Jesús, no andaría en el desconcierto en que hoy se debate.
Sin embargo, me parece que la respuesta a algunas de las preguntas del entrevistador, no tiene la claridad que uno desearía; parece que en esas respuestas hubiera cierto temor a ser afirmativo, a no hacer concesiones a la ambigüedad; es como si fueran las respuestas de alguien que no se siente completamente seguro adhiriendo al dogma católico… Más aún, hay algunas afirmaciones que, o por timoratas o por vagas, si no son abiertamente erróneas, sí lindan con lo falso y dan campo a anfibologías y dudas que ningún bien le hacen a la fe de los lectores. Creo que hemos olvidado la dimensión apologética del servicio pastoral, y que damos la sensación de cierto miedo a exponer la doctrina sin quitarle su fuerza asertiva.
Hechas las consideraciones anteriores, hé aquí algunas de las respuestas del Padre De Roux que me las inspiran.
Pregunta Yamid: “Los textos de los Evangelios ¿pueden considerarse históricos?” Y responde el entrevistado: “Los textos evangélicos recogen los relatos de las comunidades que dan testimonio de su fe en el misterio de Dios en Jesús después de la resurrección. En esos relatos, hechos a la luz de la crucifixión y la experiencia de la resurrección, las comunidades presentan la comprensión de lo que vivieron con Jesús y por qué creen en Él; no pretenden ser textos históricos.” No niega abiertamente la historicidad; sin embargo, ¿porqué no responder categóricamente: sí, son textos históricos? El Concilio Vaticano II nos enseña: “La santa Madre Iglesia mantiene con firmeza y máxima constancia que los cuatro Evangelios, cuya historicidad afirma sin dudar, narran fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó…” ( Dei Verbum, 19 )
Refiriéndose a la muerte de Jesús, pregunta el periodista: “Su cadáver ¿qué se hizo?” ¡Qué magnífica oportunidad brindaba esa pregunta para expresar paladina y nítidamente la fe en la resurrección del Señor! La tibia y medrosa respuesta, sin embargo, fue esta: “No lo sé, porque la resurrección no es la animación de un cadáver. Es un hecho apreciable en las personas que viven la transformación que el impacto de Jesús resucitado les produce. Una transformación que es imposible sin la gracia de la fe.” ¿Porqué no afirmar, sin circunloquios brumosos y tímidos, que el cuerpo del Señor se transformó en “cuerpo glorioso”, por su propia virtud? Tenemos abundante y nítida doctrina en qué afincar nuestra fe en el misterio de la resurrección del Señor. Baste citar el Catecismo. “La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo… Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas… Les invita a reconocer que Él no es un espíritu… a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue llevando las huellas de su pasión… Este cuerpo auténtico y real posee, sin embargo, al mismo tiempo las propiedades propias de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere.” (CEC, 638, 645) El capítulo 9 del volumen II de “Jesús de Nazaret”, del Papa Benedicto XVI, constituye una espléndida exposición de la doctrina católica sobre el misterio de la resurrección, que hace ver lo evanescente, lo pálida que es la respuesta del P. De Roux. Las siguientes son frases espigadas en esa obra luminosa.
“La fe cristina se mantiene o cae con la verdad del testimonio de que Cristo ha resucitado de entre los muertos… Si la resurrección de Jesús no hubiera sido más que el milagro de un cuerpo redivivo, no tendría para nosotros, en última instancia, interés alguno… La resurrección de Jesús ha consistido en un romper las cadenas para ir hacia un tipo de vida totalmente nuevo, a una vida que ya no está sujeta a la ley del devenir y de la muerte….una vida que ha inaugurado una nueva dimensión de ser hombre….es una especie de mutación decisiva, un salto cualitativo… Jesús llega, (en las apariciones a los apóstoles) a través de las puertas cerradas…y del mismo modo desaparece de repente… Él es plenamente corpóreo, y sin embargo no está sujeto a las leyes de la corporeidad, a las leyes del espacio y del tiempo…Él es el mismo, –un hombre de carne y hueso– y es también el Nuevo, el que ha entrado en un género de existencia distinto.” (Joseph Ratzinger, “JESÚS DE NAZARET”, vol. II, cap. 9)
Un poco más adelante, en el curso de la entrevista, De Roux afirma: “Jesús se sintió fracasado en el momento de la muerte”. ¿De dónde saca semejante afirmación? ¿ Fracasado? ¡En absoluto! Como hombre cabal que era, experimentó la angustia y el pánico ante la pasión inminente; es lo que expresa en su oración del huerto. Pero su grito supremo, “consummatum est” lejos de ser una exclamación de derrota es un grito de victoria: he cumplido la misión que me encomendaste, oh Padre, la obra que me confiaste está cumplida.
A la pregunta : “¿Jesús se creía Dios?”, el P. De Roux contesta: “No. Lo que aparece es que Jesús histórico afirma sin ambages que Él es uno con Dios, porque lo que anuncia con su vida y su palabra es que Él está totalmente identificado con la voluntad de Dios, que le da la existencia. La revelación plena del misterio solo se da después de la muerte y la resurrección.” Respuesta harto oscura. Fuera de la imprecisión de ese “que le da la existencia”, parece insinuar que Jesús solamente llegó a tener conciencia de su divinidad después de la resurrección. Cosa insostenible. Tesis bien peregrina esa de que Jesús, nacido hombre y solo hombre como cualquiera, fue poco a poco tomando consciencia de ser Dios…Tesis que halla su origen en Adolpf von Harnack, y que, como dice Karl Adam en la obra “El Cristo de nuestra fe”, ha de rechazarse. ¿Cómo interpretar textos del Evangelio como el de Lc. 2,49: “¿no sabíais que yo debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”, palabras de Jesús apenas adolescente; o afirmaciones como “el Padre y yo somos uno” (Jn.10,30) o “nadie puede conocer al Hijo sino el Padre, y nadie puede conocer al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc. 10,22)? Comentando este texto, el citado Karl Adam escribe: El mutuo conocimiento entre el Hijo y el Padre no llegó a claridad en un momento cualquiera de la vida de Jesús, sino que existe desde siempre por razón de que el Padre es Padre y el Hijo es Hijo. Lo que aquí revela Jesús con sublime sencillez, coincide con aquellas confesiones sobre sí mismo de que da cuenta San Juan: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (14,10), “Felipe, el que me ve a mí ve al Padre” (14,9), “Yo conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen, como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre” (10,14)
¿Jesús hizo milagros?, pregunta Yamid. Y la respuesta: “Se trata de relatos simbólicos”. ¿Relatos simbólicos? ¿Algo así como fábulas? ¡Ah, no, que no! Los milagros realizados por el Señor, son eso: milagros, es decir, “hechos no explicables por las leyes naturales, y atribuídos a intervención de origen divino” (DRAE) El racionalismo agnóstico niega la posibilidad del milagro, ya que solamente admite lo que pueda ser verificable; y por ese camino equivocado, se llegará a negar milagros como el de la Transubstanciación, y a atribuir a la Eucaristía la dimensión de un simple símbolo. La afirmación del Padre De Roux es claramente opuesta a la doctrina católica. Los prodigios obrados por el Señor son hechos reales, que “manifiestan que el Reino está presente en Él y atestiguan que Él es el Mesías anunciado” (CEC 547) Esos signos “testimonian que el Padre lo ha enviado” (CEC 548).
Una última glosa. “¿Cuál es su opinión sobre no creer en la virginidad de María?”, le espeta el acucioso periodista. Y la elusiva y triste respuesta del entrevistado: “María es grande porque es la mujer totalmente fiel a la voluntad de Dios: “He aquí la esclava del Señor”. La verdadera compañera de Jesús antes, en y después de la cruz. Virgen por su entrega, por su transparencia, por su grandeza femenina. Ella estuvo al lado de la primera comunidad cristiana que sufrió persecución, muchos fueron asesinados. Por eso es la madre de la Iglesia.” Respuesta elusiva, he dicho, porque no responde a lo que le preguntaban; triste, porque asignándole a la palabra virgen un sentido que no es el propio, deja adivinar cierto miedo de comprometerse con lo que sobre la Madre de Jesús ha enseñado siempre la Santa Iglesia: que engendró por acción del Espíritu Santo, y dio a luz al Hijo de Dios sin perder su virginidad, virginidad que conservó siempre. “Virgen antes del parto, en el parto y después del parto”, es expresión de fe católica que aparece ya desde el siglo IV. Los sucesivos Símbolos de la Fe contienen la misma verdad, desde el redactado por San Hipólito, ¡a principios del siglo III! , pasando por el de San Epifanio (a. 374) que añade el “siempre virgen” (aeiparthenos); idéntica doctrina en sucesivos Concilios; recuérdese solamente el II de Constantinopla, que incluye en sus cánones el aeiparthenos, o el Sínodo Romano del año 557 que establece categóricamente: “Si alguno no confiesa que la santa y siempre Virgen María es verdaderamente Madre de Dios… y que lo dio a luz… permaneciendo su virginidad indisoluble, aun después del parto, sea anatema”. El Beato Pablo VI, en su bellísimo “Credo del Pueblo de Dios”, San Juan Pablo II en un discurso con ocasión del XVI aniversario del concilio plenario de Capua, el Vaticano II en los números 57 y 63 de Lumen Gentium, el Catecismo de la Iglesia en los números 496 a 501, nos enseñan de modo indubitable que María fue siempre virgen. Si a mí me preguntaran qué opino sobre no creer en la virginidad de María, diría, simple y llanamente : que eso es apartarse de la enseñanza de la Iglesia.
Mario García Isaza c.m.
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