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jueves, 28 de mayo de 2015

La declaración de los derechos del hombre, por el P. Alfredo Sáenz. S.I.

Reproducimos este fragmento escrito por el P. Alfredo Sáenz S.I. en su libro “La Nave y las Tempestades”.

Este documento, columna vertebral de la revolución, fue votado luego de grandes apremios. Costó arrancar la firma de los diputados. Y luego se necesitaron piquetes para hacer pasar como leyes sus consecuencias.

El origen del documento debe ser buscado fuera de Francia, en la historia fundacional de los Estados Unidos. Cuando éstos se levantaron contra Inglaterra, en su declaración de independencia del 4 julio 1776 apelaron a “los derechos inalienables escritos por el creador en el corazón humano”, que el gobierno inglés habría violado criminalmente. ¿No podían hacer otro tanto los franceses? Fue así como se divulgó una hoja, que en una carta contenía los derechos del hombre proclamados en Norteamérica; en otra sólo la inscripción: “derechos del hombre de los franceses”, y debajo un espacio en blanco. Sería preciso llenar dicho espacio. Así fue cómo se gestó en 1789 la famosa declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, muy inspirada en la declaración de la independencia norteamericana, a su vez fuertemente deudora del ideario de la revolución inglesa de 1688.

Recuérdese que la Asamblea Nacional había decidido ser también constituyente. En cumplimiento de dicha decisión se designó una comisión para redactar el documento. Ocupaban en ella puestos relevantes el general Lafayette; el padre Sieyés, quien ya había dado a conocer su publicación sobre el tercer estado; el obispo Talleyrand, y el duque de Mirabeau, todos ellos profundamente imbuidos de espíritu filosófico, el mismo espíritu que, en 1776, había inspirado a quienes redactaron la constitución de los Estados Unidos. Los norteamericanos hicieron preceder su constitución con una declaración de los derechos del hombre. Otro tanto harían ahora los franceses.  Para fines de agosto la nueva constitución se iba perfilando. Pero se resolvió anteponerle una declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, que pasaría a ser una especie de introducción del gran documento. A pesar de que en el preámbulo de la declaración se hace mención del Ser Supremo, en realidad Dios y su autoridad están ausentes. Sólo se trata de un ser vago y vaporoso, supremo arquitecto, o algo así.

Treinta y cinco son los artículos que integran la declaración. Los primeros son los más importantes ya que de ellos se derivan todos los demás. En el primero se dice que “el fin de la sociedad es la felicidad colectiva”. En el segundo, que “los derechos naturales del hombre son la igualdad, la libertad, la seguridad, la propiedad”. En el tercero leemos que“todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley”. En el cuarto, que la “ley es la expresión solemne y libre de la voluntad general”. Más adelante, en el artículo 25º se afirma: “la soberanía reside en el pueblo”.  Como se ve, por el tenor de estos artículos quedan sancionadas las ideas principales de la revolución: la libertad, la igualdad, la voluntad general como fuente de la ley, la soberanía del pueblo...

La idea del hombre que se esconde en el telón de fondo del documento es la de un islote, abstraído de toda dependencia ontológica, sin sujeción a Dios ni a las autoridades políticas, sin relaciones interpersonales; en última instancia, un ente autosuficiente, autónomo, absoluto. La declaración formula la lista de sus exigencias soberanas en la vida social, para la plena realización de sí mismo. Ya no hay más dioses y señores en el horizonte de su existencia. La declaración ignora o repudia toda sujeción así como toda jerarquía, en la igualación más absoluta e individualista.

Esta declaración pasaría a ser el gran dogma de fe del mundo democrático liberal. Como se sabe, en los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, se encargó a una comisión de la Unesco que preparara una formulación actualizada de los “derechos humanos”. Durante las deliberaciones sucedió algo notable. El delegado chino, profesor de filosofía de la China aún no comunista, hizo saber a la Comisión que la lengua de su país no incluía ninguna palabra capaz de expresar aquello acerca de lo cual se estaba discutiendo: el concepto de “derechos humanos” no existía en la tradición cultural china. No que se ignorase, naturalmente, que el hombre tuviera derechos; sólo que entre ellos dicho tema se enfocaba desde un punto de vista completamente distinto.

Josef Pieper nos ha dejado agudas reflexiones sobre este asunto. La doctrina tradicional acerca de la justicia, escribe, ya se interrogue a Aristóteles, a Platón, a San Agustín, ya se consulte el código del Imperio Romano o a los grandes maestros de la cristiandad medieval, ha incluido siempre diversas consideraciones acerca de lo que necesariamente se le debe al hombre, pero no nos ha dejado ninguna exposición de “derechos humanos”. Cuando los antiguos hablaban de “justicia”, nunca se referían primariamente a los acreedores de derechos sino los que tienen obligaciones, según aquello de que iustitia est ad alterum. “La preocupación del que es justo, decían, se ordena a dar a cada uno lo que le corresponde, no a obtenerlo para sí. Ser privado de lo que a uno le corresponde es algo completamente diferente –es como la otra cara de la moneda– que quitar, dañar o sustraer lo que le corresponde al otro”. El filósofo alemán trae a colación una sentencia de Sócrates que aparece varias veces en los diálogos platónicos, a saber: “peor es hacer una injusticia que sufrir una injusticia”. Por lo que Pieper continúa: “así, pues, la antigua doctrina acerca de la justicia no consiste primariamente en la exposición de los derechos que cada cual tiene y que puede exigir, sino en la exposición y fundamentación de la obligación de respetar los derechos de los demás. En cambio la doctrina posterior y más familiar para nosotros de los derechos humanos, no parece considerar primariamente al que tiene obligación sino al que es acreedor de derecho”.

Ya mientras la asamblea constituyente discutía acerca de esta declaración, el mismo Gregoire, miembro de dicha asamblea, observó que allí sólo se hablaba de los derechos humanos y nada de los deberes que tiene el hombre consigo mismo y con la sociedad. Decía bien, puesto que los derechos humanos no son desvinculables de los deberes humanos. Entre ellos existe una necesaria correlación. Por eso Pieper se preguntaba si la vida social no se volvería inevitablemente inhumana si se pretendiese entenderla y, sobre todo, construirla y vivirla desde este exclusivo punto de vista: “a mí, ¿qué me corresponde?”.

La segunda gran crítica que le podemos hacer a dicha declaración es su deliberada clausura en el mundo de la inmanencia. ¿Cómo justificar los comportamientos morales sin una trascendencia que los imponga desde lo alto? Si no se quería verlos impuestos desde lo alto, sólo quedaba establecerlos desde abajo, mediante la voluntad general, que se expresa a través del sufragio universal, con total prescindencia de la ley divina y de la ley natural. Se dice, sí, que los derechos del hombre son sagrados, pero¿en nombre de qué? Excluida la referencia a Dios y a su ley, ya no queda nada sagrado, o mejor, lo profano se vuelve sagrado. Por eso, según ha dicho monseñor Carlos Emilio Freppel, "la revolución, haciendo tabla rasa del pasado, ha puesto al hombre en lugar de Dios, como única fuente de todo derecho, de toda justicia, de todo poder, de toda moralidad". El"catecismo nacional", como Barnave calificaría a la declaración, descansa sobre bases irreligiosas, es esencialmente laicista y ateo.

En el documento se incluyen, por cierto, algunos propósitos loables, por ejemplo la igualdad jurídica de todos ante la ley. Tal afirmación podría ser plausible si se la entiende como una reminiscencia de la enseñanza de Cristo acerca de la común vocación a ser hijos adoptivos de un padre común, a conocer a Dios y gozar de Él por una eternidad. Sin embargo los redactores, y más aun los que votaron por ello en la asamblea, según se puede ver por sus intervenciones, no hicieron la menor referencia al origen cristiano de aquel concepto; al contrario, la declaración era mostrada como algo contrapuesto al decálogo y a los valores cristianos. Se quiso centrar al hombre en sí mismo, como fuente primordial de derechos, fundamento de su propia dignidad. Era, repitámoslo, establecerlo en lugar de Dios. Pieper recuerda que aquel diplomático chino que como miembro de la Comisión de la Unesco dijo que la expresión “derechos humanos” no existía en la lengua tradicional de su pueblo, aunque sí su realidad, citó a sus colegas una secuencia entresacada del milenario “libro de la historia”: “el cielo ama al pueblo y el que gobierna debe obedecer al cielo”. Es, en el fondo, la misma razón por la que la tradición cristiana defendía la justicia.

La declaración puso el dedo en el tema crucial. “¿Voluntad del pueblo o voluntad de Dios? –ha escrito recientemente Giovanni Sartori– Mientras prevalece la voluntad de Dios, la democracia no progresa ni en términos de exportación (territorial) ni en cuanto a la internalización (se encuentran creyentes en todas partes). Y el dilema entre la voluntad del pueblo y la voluntad de Dios es y seguirá siendo, utilizando el título de un tratado de Ortega y Gasset, el tema de nuestro tiempo".

En el artículo segundo de la declaración se habla de otros derechos, a saber, la igualdad, la libertad, la seguridad, la propiedad. Sin embargo, como observa el padre Poradowski, más allá del carácter declamatorio del documento, tales “derechos” serían pisoteados por la misma asamblea, en sesiones ulteriores. Por ejemplo el 13 febrero de 1790 fueron suprimidas todas las congregaciones religiosas femeninas y masculinas y se prohibieron los votos religiosos. Así en nombre de la libertad (abstracta) se abolieron libertades concretas. El derecho a la seguridad fue una dolorosa burla, pues los arrestos arbitrarios, los fusilamientos, las masacres y las deportaciones ocurrieron durante todo el transcurso de la revolución. Lo mismo pasó con el derecho a la resistencia contra la opresión, de que se habla en los artículos 33º y 34º; los católicos de la Vendée invocaron dicho derecho, y la revolución replicó con un genocidio. De este modo los derechos humanos básicos, enumerados en los artículos primero y segundo de la declaración, fueron por la misma revolución prácticamente conculcados y anulados. Y lo mismo ocurrió con los artículos restantes, pues éstos lo único que hacen es entrar en los pormenores de los primeros.

El texto sólo resultó aprobado luego de tormentosa deliberación. Con buen criterio Gregoire había propuesto, como lo señalamos antes, que se incluyeran los “deberes humanos”. Pero sin éxito. El arzobispo de Chartres, por su parte, objetó que si se aprobaba este texto sólo se exacerbaría el orgullo y la soberbia.

Según lo había previsto Mirabeau, la promulgación de estos derechos del hombre influiría enseguida, es decir, durante el transcurso mismo de las deliberaciones sobre la constitución, suscitando discusiones tempestuosas en cuestiones importantes, no bien se extrajeran las consecuencias de sus presupuestos. Ya el acta de la constitución se abrió con las siguientes decisiones: “la Asamblea Nacional suprime todas las instituciones contrarias a la libertad e igualdad de derechos. Por eso no habrá en el futuro ni nobleza, ni pares, ni distinciones de consideración, ni diferencia de clases, ni régimen feudal, ni jurisdicción patrimonial, ni título, nombre o privilegio con ellos enlazados, ni órdenes de caballería o asociaciones o condecoraciones de órdenes, para las que se exigen pruebas de nobleza, o que presuponen distinción de nacimiento, ni otra ninguna superioridad, sino la de los funcionarios públicos, mientras ejercitan las obligaciones de su cargo... no habrá en lo futuro gremios ni asociaciones de artesanos o artistas. La ley no reconoce en lo futuro ni votos religiosos, ni cualquier otra obligación que contraríe los derechos de la naturaleza o la constitución... la constitución garantiza además libertad de todos para hablar, escribir, imprimir, y manifestar su pensamiento, sin que los escritos hayan de ser sometidos a alguna inspección o censura, antes de su publicación... los enanos tienen derecho para elegir o nombrar los ministros del culto... se han de establecer fiestas nacionales, para conservar la memoria de la Revolución Francesa...".

El 7 noviembre, pocos días después de haberse firmado la declaración, Luis XVI le escribía así a un emigrado, conocido suyo, Henri-Robert: “usted se queja, y su carta, donde el respeto y el amor... guían su pluma, contiene reproches que usted cree fundados. Me habla de coraje, de resistencia a los proyectos de los facciosos, de voluntad... ¡usted no es el rey! El cielo, colocándome en el trono, me ha dado un corazón sensible, sentimientos de un buen padre. Todos los franceses son mis hijos; yo soy el padre común de la gran familia confiada a mis cuidados… la tormenta revolucionaria ha turbado todas las cabezas… podría haber dado la señal de combate; ¡pero qué combate horrible, qué victoria más horrible todavía!... Podría haber dado la señal de una carnicería, y millares de franceses habrían sido inmolados… He cumplido con mi deber; y, mientras el asesino está desgarrado por el remordimiento, yo puedo decir altivamente: no soy responsable de la sangre derramada; no he ordenado el homicidio; he salvado a los franceses; he salvado a mi familia, a mis amigos, a todo el pueblo; tengo la conciencia íntima de haber hecho el bien; mis enemigos han recurrido a crímenes. ¿Cuál es aquel que entre nosotros cuya suerte es más digna de envidia?... Me he sacrificado por mi pueblo…". ¡Pobre rey!, Comenta Maurras. Fuera de su conciencia, nada pudo proteger. Sus palabras merecen respeto, pero en realidad no salvaría mucho, ni siquiera a su propia familia.

Observa Gaxotte que la revolución quiso ser internacional. Para sus gestores no se trataba sólo de un asunto de política interior francesa, sino que era también el primer gran episodio de una revolución universal, la primera etapa de una insurrección generalizada contra los reyes, los sacerdotes y los nobles. Por eso proclamaron no “los derechos de los franceses”, sino “los derechos del hombre”, del hombre universal. Para destacar que en este carácter ecuménico, a los refugiados provenientes del extranjero, si eran adictos a la revolución, se les admitía sin más trámite en los clubes y en las asambleas. Al día siguiente de que estallase la guerra con Alemania, el prusiano Anacharsis Clootz, que se hacía llamar “el orador del género humano”, se presentaba en la tribuna de la asamblea: “ha llegado la crisis del universo –dijo–. La suerte del género humano está en manos de Francia… la religión de los derechos del hombre, ¿inspirará menos virtud, celo y entusiasmo que la religión de los falsos profetas?" ¡La religión de los derechos del hombre!, Apostilla Gaxotte. No era una guerra meramente política lo que comenzaba. Era una cruzada, aunque invertida.

Así lo entendieron los adversarios de la Iglesia. El padre Augusto Lemann, uno de los grandes conversos hebreos de los últimos tiempos, ha escrito: “los judíos le han dado la bienvenida a todos los enemigos de Jesucristo y de su Iglesia y se han constituido a sí mismos en sus auxiliares… inclusive dieron la bienvenida a los principios de la Revolución Francesa como si se tratase del mesías: el mesías nos llegó el 20 de agosto de 1789, con la declaración de los derechos del hombre”. El documento francés seguiría inspirando ulteriores designios revolucionarios como por ejemplo la carta de la tierra, de Río de Janeiro, donde se nos propone un nuevo decálogo, o también los diversos proyectos que, basados en el texto de la declaración de los derechos humanos, dan por disuelto el matrimonio, el derecho a la vida del niño por nacer, etc.

Pero volvamos a lo que acontecería en Francia. En orden a universalizar la revolución, inspirándose en el espíritu ecuménico de la declaración que nos ocupa, se expidió un decreto por el que se concedía una pensión a los desertores de los ejércitos enemigos. Se formaron, asimismo, legiones extranjeras, germen de ejércitos revolucionarios internacionalistas, destinados a operar en sus países de origen. Surgieron así legiones belgas, bávaras, saboyanas, germánicas, inglesas, todas equipadas y mantenidas a costa de Francia. Por otra parte, un concejal pedía a la asamblea que concediese la nacionalidad francesa a los escritores extranjeros que habían “minado los cimientos de la tiranía y preparado el camino de la libertad”. Deseaba que muchos de ellos fueran miembros de la futura asamblea, para que ésta llegase a ser el “Congreso del mundo entero”. Unos 20 filósofos extranjeros recibieron así el derecho de ciudadanía. Como dijo Danton, “la nación francesa ha creado un gran comité de insurrección general de los pueblos contra todos los reyes del universo”.

De hecho fueron varios los pensadores europeos que se sintieron impresionados por las ideas de la declaración. Entre ellos nada menos que Kant. No resulta extraño, ya que el filósofo de Konisberg era, en cierta manera, condiscípulo de los constituyentes, ya que todos ellos habían tenido el mismo maestro en el autor del "contrato social". Se sabe el papel que tuvo la filosofía de Rousseau en la génesis del Kantismo. Como lo ha observado Maurras, la idea original de la crítica de la razón práctica, la idea de que la verdad cierta, universal y absoluta se descubre no desplegando la razón sino descendiendo al fondo del corazón para allí prestar oído a la voz de la conciencia, dicha idea se encuentra palabra por palabra en algunos textos de Juan Jacobo Rousseau.

Poco tiempo después de promulgada la declaración, el 29 marzo 1790, el Papa Pío VI en su alocución en el consistorio secreto, tras referirse al “estado luctuoso del reino de las Galias”, afirmó que ya no podía callar. “Es cierto que a veces los pastores callaron, ya que no hay que ser temerario... pero dicho silencio, aquí se le ha impuesto el oficio de hablar, no debe ser perpetuo”. Y sigue: “primero se tocó la economía, pero luego a la misma religión… tales males brotan de las falsas doctrinas que emanaron de libros infectos y envenenados, que llegan a manos de todos... entre los primeros decretos está el de la libertad de pensar también de la religión como a cada cual le guste, y decir impunemente lo que piensa… se suprimen los votos religiosos…".

Señalemos, para cerrar este apartado, que nunca los “derechos del hombre” fueron tan ignorados y conculcados como en los tiempos de la Revolución Francesa.

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