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lunes, 2 de abril de 2018

Jesucristo no quiere la concordia de los malvados ni la paz de los injustos

smcas0072Acaba de pasar la Semana Santa, tiempo en el cual la Iglesia Docente aprovecha el indiscutible aumento en el caudal de feligreses que acuden a los oficios del Triduo Pascual para hacerse escuchar a través de sermones y homilías, enviando mensajes que incluso apuntan más allá de la concurrencia presente, a los medios de comunicación o a los sectores políticos. Apenas hace unas semanas que el país fue golpeado por una triple tenaza de la cultura de la muerte: Eutanasia Infantil, Ideología de Género en los establecimientos públicos y compraventa de órganos y tejidos de niños abortados. A pesar de esto, con algunas honrosas excepciones, las voces de la alta jerarquía eclesiástica estuvieron dirigidas a promover la “reconciliación” y el apoyo a la implementación de los acuerdos con las FARC. (Acuerdos que según expertos y varias organizaciones católicas, incluyen graves violaciones contra el Derecho Natural)

De hecho, desde hace ya décadas que la palabra “reconciliación” pareciera ser el gran mantra en los discursos del episcopado colombiano. Una breve búsqueda en la página web de la CEC, nos arroja 62 páginas de resultados al buscar por “reconciliación”, como para tener una idea de proporción, al buscar por “Cristo” sólo arroja 51 páginas de resultados. Esta hipertrofia en el discurso de la reconciliación responde ciertamente a la coyuntura de violencia y crimen en nuestro país, así como a las negociaciones del gobierno con los grupos armados, que siempre han recibido un espaldarazo por parte de la Conferencia Episcopal. En este contexto, no puede sino reafirmarse nuestra sospecha de que detrás de tal discurso existe una concepción de la paz que tiene muy poco que ver con la paz de Cristo.

Sobre la paz, nos dice San Agustín:

"La paz del cuerpo es el orden armonioso de sus partes. La paz del alma irracional es la ordenada quietud de sus apetencias. La paz del alma racional es el acuerdo ordenado entre pensamiento y acción. La paz entre el alma y el cuerpo es el orden de la vida y la salud en el ser viviente. La paz del hombre mortal con Dios es la obediencia bien ordenada según la fe bajo la ley eterna. La paz entre los hombres es la concordia bien ordenada. La paz doméstica es la concordia bien ordenada en el mandar y en el obedecer de los que conviven juntos. La paz de una ciudad es la concordia bien ordenada en el gobierno y en la obediencia de sus ciudadanos. La paz de la ciudad celeste es la sociedad perfectamente ordenada y perfectamente armoniosa en el gozar de Dios y en el mutuo gozo en Dios. La paz de todas las cosas es la tranquilidad del orden. Y el orden es la distribución de los seres iguales y diversos, asignándole a cada uno su lugar."

La paz, pues, supone un orden, que además goza de cierta estabilidad. Y dice San Agustín que el orden “es la distribución de los seres, asignándole a cada uno su lugar”, con lo cual salta a la vista que el Padre de Hipona se está remitiendo a la conocida definición de Justicia acuñada por Ulpiano: “Justicia es dar a cada quien lo que le es propio”. Por eso dice el profeta Isaías que “la Paz es obra de la Justicia” (32, 17). Y esa justicia no es otra cosa que el cumplimiento de la ley de Dios. Esa es la paz que Jesucristo vino a traer al mundo, la paz que le entregó a sus discípulos: Una ley nueva, no transmitida por escrito sino escrita con fuego en el corazón de los fieles, que mueve la razón y la voluntad a cumplir la voluntad del Padre por amor a Él.

San Agustín afirma que no hay hombre que no anhele la paz, e incluso los malhechores y criminales procuran la paz entre ellos y para los suyos, pues "A pesar de todo, el mismo caos necesariamente ha de estar en paz con alguna de las partes en las que se halla, o con las que consta. De otro modo dejaría por completo de existir". Esta paz, sin embargo, no merece ser llamada como tal, sino que “la única paz que al menos para el ser racional debe ser reconocida como tal y merece tal nombre, es decir, la convivencia que en perfecto orden y armonía goza de Dios y de la mutua compañía en Dios."

Esta distición entre la verdadera y la falsa paz es lo que lleva al Católico a rechazar toda falsa paz que suponga el sacrificio de la justicia. Es la trampa del Irenismo promovida por Erasmo de Rotterdam: “no hay paz tan inicua que no sea preferible a la más justa de las guerras". Es contra este sucedáneo de paz que habla Cristo cuando dice: "No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él." (Mt 10, 34-36), pasaje sobre el cual dice San Juan Crisóstomo:

"¿Pues cómo les mandó que diesen la paz a las casas donde entrasen? (Mt 10,12; Lc 10,5) ¿Pues cómo los ángeles dijeron: "Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres en la tierra" (Lc 2,14)? Aquí se manda la paz como el supremo remedio para evitar todo lo malo y alejarse de todo lo que produce la división, pues con sólo la paz se une la tierra con el cielo. Por eso el médico, a fin de conservar el cuerpo, corta lo que tiene por incurable. Y una horrorosa división fue causa de que terminara en la torre de Babel la paz infernal que allí había (Gén 11). Y San Pablo dividió a todos los que se habían unido contra él (Hch 23), porque no siempre la concordia es buena y los ladrones también se unen. No es del propósito de Cristo este combate, sino de sus enemigos."

Así pues, parafraseando al Crisóstomo, podríamos decir que “no toda reconciliación es buena”, y la conciliación de los criminales no es otra cosa que el concierto para delinquir. Dios mismo estableció la enemistad perpetua entre la estirpe de la serpiente y la estirpe de la mujer, y dividió a los hombres en Babel, enseñándonos que no hay concordia posible con el mal, ni habrá nunca paz en el corazón del malvado. No nos es dado a los católicos el reconciliar al bien con el mal, ni a la Verdad con el error. No habrá paz para Colombia mientras los malvados no reconozcan sus crímenes y reciban la sanción que por ellos merecen. Por ello, en lugar de andar promoviendo las tesis que pretenden diluir las culpas del terrorismo en el conjunto de la sociedad colombiana, más le valiera a nuestros altos jerarcas exhortar a los criminales a entregarse voluntariamente a la justicia, confesar sus crímenes y pagar en vida el precio de los mismos, antes que llegar con ellos al tribunal eterno del que nadie puede escapar y cuya paga durará por siempre.

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