En su columna semanal en el diario El Espectador, la periodista Cristina de la Torre ha venido a afirmar que la Doctrina de la Iglesia no es unánime en condenar el aborto, sino que está dividida entre quienes lo condenan firmemente y quienes defenderían para este caso el derecho a la legitima defensa. (Utilizo el condicional para señalar lo hipotético de este sector de la doctrina católica)
La tesis de la columnista se encuentra enunciada en el tercer párrafo, que transcribo:
Decisión trascendental que remarca el choque de posiciones en el seno de la Iglesia. Por un lado, Pío XI no justifica el “asesinato directo del inocente” aunque comprometa la vida de la madre (Encíclica sobre el matrimonio cristiano). Y en Carta a la Sociedad Católica de Comadronas, escribe Pío XII: El feto “recibe el derecho a la vida directamente de Dios. Por consiguiente, no existe hombre, ni autoridad humana, ni ciencia, ni indicación médica, eugenética, social, económica o moral que (permita disponer de la vida) de un inocente”. Por otro lado, el Catecismo Católico prohíbe matar a un inocente, pues la vida humana es sagrada, creación divina. Pero admite excepciones como la de la legítima defensa. Ya en este espacio citábamos el Artículo 2264 que consagra el amor a sí mismo como principio esencial de la moralidad, de donde se desprende el legítimo derecho de hacer respetar la vida propia. No es homicida el que por defender su vida se ve obligado a eliminar a su agresor. El Código de Derecho Canónico señala atenuantes para la persona que así actúa, si movida por el miedo o por necesidad o para evitar un perjuicio grave. No es la vida un absoluto que pueda resolverse en blanco o negro. Para el caso del aborto, sólo cuenta la conciencia de la mujer.
Pretende reducir la doctrina de la Iglesia contra el aborto a sólo la “invocación ultraconservadora de los papas Pío XI y Pío XII”, y en la otra esquina ubica una entelequia que vendría a estar conformada por “Católicas por el derecho a decidir”, que, como los obispos han señalado en numerosas ocasiones, su doctrina es diametralmente opuesta al Evangelio y el propósito de esa organización es justamente la división de la Iglesia. Vienen a encarnar en esta hora lo que ya advertía el apóstol Juan en la primera de sus cartas “Hijitos, es la última hora, y han oído que va a venir un anticristo. Pero ya han venido varios anticristos, por lo cual conocemos que es la última hora. Esa gente salió de entre nosotros, pero no eran de los nuestros; si hubieran sido de los nuestros, se habrían quedado con nosotros. Así es como descubrimos que no todos son de los nuestros.” (1 Jn 2, 18-19)
Contrario a lo que afirma la columnista. La oposición del aborto no es cosa exclusiva de los papas Pio XI y Pio XII, sino que pertenece al continuo de la tradición apostólica. Los últimos papas se han manifestado de forma clara en este tema:
Juan XXIII en su encíclica Mater et Magistra
193. En esta materia hacemos una grave declaración: la vida humana se comunica y propaga por medio de la familia, la cual se funda en el matrimonio uno e indisoluble, que para los cristianos ha sido elevado a la dignidad de sacramento. Y como la vida humana se propaga a otros hombres de una manera consciente y responsable, se sigue de aquí que esta propagación debe verificarse de acuerdo con las leyes sacrosantas, inmutables e inviolables de Dios, las cuales han de ser concocidas y respetadas por todos. Nadie, pues, puede lícitamente usar en esta materia los medidos o procedimientos que es lícito emplear en la genética de las plantas o de los animales.
194. La vida del hombre, en efecto, ha de considerarse por todos como algo sagrado, ya que desde su mismo origen exige la acción creadora de Dios. Por tanto, quien se aparta de lo establecido por El, no sólo ofende a la majestad divina y se degrada a sí mismo y a la humanidad entera, sino que, además, debilita las energías íntimas de su propio país.
Pablo VI es el autor de la encíclica Humanae Vitae, escrita específicamente par abordar el tema de la transmisión de la vida humana frente al surgimiento de la cultura anticonceptiva.
14. En conformidad con estos principios fundamentales de la visión humana y cristiana del matrimonio, debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente, como vía lícita para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado, aunque sea por razones terapéuticas (14).
Hay que excluir igualmente, como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer (15); queda además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación (16).
Juan Pablo II escribió también una encíclica sobre la inviolabilidad de la vida humana: Evangelium Vitae. Me remito a los párrafos más significativos, aunque bien podría, debería, responder con la encíclica en su integridad.
58. Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como « crímenes nefandos » (GS, 51).
Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando progresivamente en la conciencia de muchos. La aceptación del aborto en la mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del Profeta: « ¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad » (Is 5, 20). Precisamente en el caso del aborto se percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de « interrupción del embarazo », que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento.
La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil,inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide su eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes, como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo, estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.
Benedicto XVI ha continuado esta tradición ininterrumpida en incontables oportunidades, mostrando además una inusual faceta de activista. En su última encíclica Caritas in Veritate deja clara la postura de la Iglesia, aunque también puede verse un buen ejemplo en su último mensaje para la Jornada Mundial de la Paz.
28. Uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la importancia del tema del respeto a la vida, que en modo alguno puede separarse de las cuestiones relacionadas con el desarrollo de los pueblos. Es un aspecto que últimamente está asumiendo cada vez mayor relieve, obligándonos a ampliar el concepto de pobreza [66] y de subdesarrollo a los problemas vinculados con la acogida de la vida, sobre todo donde ésta se ve impedida de diversas formas.
La situación de pobreza no sólo provoca todavía en muchas zonas un alto índice de mortalidad infantil, sino que en varias partes del mundo persisten prácticas de control demográfico por parte de los gobiernos, que con frecuencia difunden la contracepción y llegan incluso a imponer también el aborto. En los países económicamente más desarrollados, las legislaciones contrarias a la vida están muy extendidas y han condicionado ya las costumbres y la praxis, contribuyendo a difundir una mentalidad antinatalista, que muchas veces se trata de transmitir también a otros estados como si fuera un progreso cultural.
Algunas organizaciones no gubernamentales, además, difunden el aborto, promoviendo a veces en los países pobres la adopción de la práctica de la esterilización, incluso en mujeres a quienes no se pide su consentimiento. Por añadidura, existe la sospecha fundada de que, en ocasiones, las ayudas al desarrollo se condicionan a determinadas políticas sanitarias que implican de hecho la imposición de un fuerte control de la natalidad. Preocupan también tanto las legislaciones que aceptan la eutanasia como las presiones de grupos nacionales e internacionales que reivindican su reconocimiento jurídico.
La apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo. Cuando una sociedad se encamina hacia la negación y la supresión de la vida, acaba por no encontrar la motivación y la energía necesaria para esforzarse en el servicio del verdadero bien del hombre. Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosas para la vida social[67]. La acogida de la vida forja las energías morales y capacita para la ayuda recíproca. Fomentando la apertura a la vida, los pueblos ricos pueden comprender mejor las necesidades de los que son pobres, evitar el empleo de ingentes recursos económicos e intelectuales para satisfacer deseos egoístas entre los propios ciudadanos y promover, por el contrario, buenas actuaciones en la perspectiva de una producción moralmente sana y solidaria, en el respeto del derecho fundamental de cada pueblo y cada persona a la vida.
Queda pues patente que no existe tal división en el seno de la Iglesia. La doctrina de la Iglesia es clara y contundente: “Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta enseñanza no ha cambiado; permanece invariable. El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral.” (CEC, 2271). Los bautizados que optan por la defensa del aborto contrarían al mensaje evangélico y así se están apartando, ellos mismos, del seno de la Iglesia: “Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde.” (Jn 15, 6).
Queda aún una última cuestión. ¿Puede considerarse al aborto un método de “Legítima defensa”? Ahí es donde queda en evidencia ha optado únicamente por extraer un par de citas sin tomarse la molestia de leer el texto de donde las extrae. Cito los numerales del Catecismo a los cuales se refiere.
2264 El amor a sí mismo constituye un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida. El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal:
«Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción sería lícita [...] y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fin de evitar matar al otro, pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro» (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 2-2, q. 64, a. 7).
2265 La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro. La defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder causar prejuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítima tienen también el derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores de la sociedad civil confiada a su responsabilidad.
Hago notar dos aspectos, el primero es que la legítima defensa se ejerce frente a un caso de agresión, que el DRAE define bajo la categoría de “Acto”, por lo que no puede predicarse de la existencia. Que es de lo que se trata todo esto, puesto que el niño por nacer es incapaz aún de actuar en contra de su madre, y por su parte el aborto es una intervención dirigida con el propósito de eliminar su existencia. Es por esta razón que no existe tal cosa como un “Aborto terapéutico”, pues este no cura nada. Como quedó claro en el Simposio Internacional sobre Salud Materna en Dublín: el aborto directo no es médicamente necesario para salvar la vida de una mujer.
Por otro lado, el Catecismo ofrece en estos mismos numerales otra razón más para oponerse vehementemente contra el aborto, pues afirma que la legitima defensa se convierte en deber grave “para el que es responsable de la vida de otro”, que es sin lugar a dudas la situación de la madre respecto al hijo que Dios le ha dado concebir. Afirmar que el niño por nacer es un agresor es entender su existencia misma como una amenaza, afirmación misantrópica y despreciable, cuando la realidad es que este ha sido puesto bajo su tutela. Resuena en nuestros días la respuesta del fratricida Caín: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” (Gn 4, 9)
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