Los conceptos de «malestar ciudadano», «descontento cívico» o simplemente «indignados» pugnan hoy por adquirir categoría de religión dogmática y conferir, a sus fanáticos, una suerte de autorización y condonación anticipada para ofender, destrozar y eliminar todo y a todo el que se oponga a su pretensión totalitaria.
En el otro extremo, el positivismo jurídico se asila en la coartada, ingenua y cínica a la vez, de que con sólo satisfacer los requisitos de forma prescritos en la Ley fundamental, la ley o el decreto obligan a toda persona, sin aceptar el recurso a una indefinible o inasible «ley natural» que estaría por encima de la positiva. No advierten, o no quieren sus cultores advertir, que por esta vía se cohonesta materialmente un régimen de dictadura bajo la fachada aparente de democracia: la mitad más uno de los sufragios, obtenidos o coaccionados por una minoría audaz, es suficiente para justificar legalmente el genocidio, la tortura, las guerras ofensivas, las deportaciones y desapariciones masivas y la eliminación arbitraria de vidas inocentes.
La Constitución política que nos rige se sitúa en el justo medio. Delinea y garantiza los derechos que corresponden a toda persona. Establece el marco limitativo de su legítimo ejercicio, de modo que la libertad permanezca siempre vinculada a la consiguiente responsabilidad. Y en su artículo 5º consagra el principio de la primacía de aquellos «derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana», y que todos los órganos del Estado deben «respetar y promover».
Sobre esta base se articulan el derecho y –eventualmente– el deber de resistencia cívica, ejercidos tanto en forma personal como asociada. Aunque una ley o decreto hayan pasado los controles de legalidad formal, si en su contenido anulan o erosionan gravemente esos «derechos esenciales» no son más que una ficción de ley o decreto. En la realidad dura, son violencia, groseramente disfrazada de juridicidad. El ciudadano conminado a obedecerlos podrá en primera instancia objetar su contradicción con la Ley fundamental que protege esos «derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana». Si su reclamo no es acogido por los órganos de control, apelará en segunda instancia a la inviolabilidad de su conciencia, esté o no protegida – como debería estarlo- por el ordenamiento jurídico.
Este derecho de resistencia puede revestir la forma pasiva: no haré lo que, contra mi conciencia, se pretende obligarme a hacer, sin importarme las consecuencias que mi aparente «desobediencia» pueda acarrearme. Si la opresión persiste, la resistencia asumirá un rol más activo: se manifestará en todas las formas autorizadas por el derecho. Para ello no necesita ni consentirá en saquear, destrozar, difamar o matar: confía en la intrínseca eficacia persuasiva de la verdad.
Rechazar toda participación en actos que atenten deliberadamente contra una vida inocente es un derecho y deber esencial, inviolable por el Estado, irrenunciable para la persona.
P. Raúl Hasbún
Este artículo fue publicado originalmente por Revista Humanitas, www.humanitas.cl
Esta página pretende ser un punto de referencia para el análisis de la realidad política nacional desde una perspectiva católica. Está página no pretende inducir el voto de los colombianos hacia ningún candidato específico sino proveer información respecto de la postura de los candidatos frente a la moral cristiana. Esta página no tiene ningún vínculo con el Episcopado de Colombia más allá de los sacramentos recibidos por sus integrantes.
viernes, 14 de junio de 2013
Resistencia, por P. Raúl Hasbún
Reproducimos el artículo del P. Raúl Hasbún, publicado por la Revista Humanitas de la Universidad Católica de Chile y por InfoCatólica.
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