Ensayo del P. Paul Scalia, traducido por el P. Charles Carpenter, y publicado en InfoCatólica
Cómo el combate por la fe puede destruir la caridad
Cada nación debe defenderse... Sin embargo muchas naciones se han cuidado bien de levantarse en armas. El profeta Samuel, tocado por este miedo, advierte a Israel contra la realeza. La misma sospecha inspiró a la ley romana que prohibió al Cesar cruzar el Rubicón. El peligro de levantarse en armas es simple: puede volverse en contra de su propia gente. Los generales pueden usar la guerra contra el gobierno y el gobierno puede usarla contra los ciudadanos. Así pues, hay una tensión: una nación necesita y al mismo tiempo teme al ejército.
La Iglesia, como una nación, debe defenderse, ella y su fe. Debe luchar por la verdad y la salvación de las almas. Lo cual requiere el combate, por lo que la llamamos Iglesia militante. Pero igual que una nación, la Iglesia se encuentra también con el peligro de que el combate espiritual de la Iglesia militante se vuelva contra ella. El peligro no es luchar, sin más, sino luchar equivocadamente. El peligro es que la Iglesia no se convierta en la Nueva Jerusalén, sino en la Nueva Esparta. Y Esparta fue conocida por una sola cosa: el combate. Con fortaleza, con eficacia, heroicamente a veces, pero solo combatir. Esparta no produjo grandes obras de arte, poesía, teatro o filosofía. Sólo produjo guerras.
Brevemente, el riesgo es dejar de ser Iglesia militante y convertirse en Iglesia beligerante. Este término define no tanto a un grupo concreto de personas, sino más bien a una cierta actitud, mentalidad, planteamiento. Indica que el espíritu necesario de combate de la Iglesia militante está separado del principio de la caridad. Y constituye un reto –no para aquellos que en los pasados 40 años han tenido éxito catequético y litúrgico, no para quienes no consideran necesario evangelizar, no para quienes esperan que la Iglesia se ponga al día–. No... es un reto, un peligro, precisamente para quienes –como nosotros– tomamos en serio las exigencias de la Iglesia militante, que vemos la crisis de la sociedad y de la Iglesia, que constatamos los fallos– la caída de la catequesis y la liturgia durante 4 décadas, y deseamos luchar por salvar almas....
Las trampas
Ya que tenemos que hacer guerra, hemos de estar alerta para que nuestro sentido luchador no se convierta en nuestro único sentido. Tal vez al considerar ciertas características de la Iglesia beligerante, podemos guardarnos de caer en ellas.
Primera, valorar los principios por encima de las personas
La evangelización y la apologética han de unir dos cosas: la Verdad divina y el corazón humano. Tengamos presente que estas dos van unidas. Para ello hay que tener amor tanto a la verdad como a las personas. La meta no es meramente que quedar por encima o demostrar que tenemos razón. Más bien, la meta es acercar a las personas a Cristo y que la Verdad entre en sus corazones. Para lograr esto, tenemos que poseer la verdad, pero hemos de respetar las almas. Nos desviamos del camino recto si en la comunicación de lo que tenemos como principio o verdad arrollamos a las personas.
En resumen, la Iglesia beligerante es la que sucumbe a la tentación de ganar las disputas y no los corazones, de quebrar la caña cascada y de apagar el pábilo vacilante. En una ocasión, un amigo que había faltado a la caridad cuando discutía con alguien sobre la Adoración eucarística, me confesó que «parece como si hubiera tomado la Custodia y la aplastara sobre su cabeza». La imagen es espeluznante, quizá, pero describe bien el peligro. El corazón humano anhela la verdad. No nos conviene llevar la verdad como arma, como garrote para pegar a la gente por amor a Cristo y su Iglesia. De ser así, la verdad puede permanecer intacta, pero los corazones se aplastarán o –peor aún– se endurecerán.
Segunda, perder la visión sobrenatural
Pocos caemos a sabiendas en este error, puesto que es precisamente el carácter sobrenatural de la Iglesia y su misión lo que que nos mueve. Sin embargo, nuestra conducta a veces puede traicionar y exacerbar al que ve las cosas divinas desde un ángulo puramente mundano. Consideremos el curiosear continuo de los blogs y páginas web, la especulación incesante acerca de este o el otro prelado, la manía de saber quién hace qué, quién será nombrado para dónde (y por qué), el análisis de las afirmaciones, el calibrar de las ventajas y pérdidas de cada grupo, etc. Todo esto no significa simplemente estar informado. Más bien es querer controlar a la Iglesia. Y manifiesta una visión de la Iglesia como institución meramente humana, una visión que, si no se corrige, nos lleva a desear medios de reforma puramente humanos que siempre resultan lamentables.
Elementos y facciones mundanas existen en la Iglesia y siempre ha sido así. Hemos de tratar con ellos con ellas con prudencia y astucia. Pero no son los únicos, ni siquiera los más importantes, aspectos de la Iglesia. Así que no podemos permitir que oscurezcan la verdad de que la Iglesia, en último término, es de Cristo -de hecho, es Cristo mismo-. Dejarse llevar por la intriga y política humana que vaga por la Iglesia, lentamente desgasta nuestra visión sobrenatural. Al resultar ésta dañada, vamos a pelear ya no por la esposa de Cristo, sino por nuestra posición, por nuestro grupo. Y empezamos a dolernos más por el retroceso que haya sufrido nuestra parte que por el ataque contra el Cuerpo de Cristo.
Cómo respondemos a los escándalos es un buen barómetro de nuestra visión sobrenatural. Hay que reaccionar a los escándalos (pasados, presentes.. futuros) primero con dolor por la ofensa contra el Señor y el daño a su Cuerpo Místico. Hemos de dolernos más porque hayan sido traicionados que por el poco caso que hicieron de nuestros consejos o advertencias. El horror al pecado no proviene del daño que pudieran haber sufrido mis convicciones sino más bien de la ofensa contra nuestro Señor y el daño (tal vez eterno) a las almas.
Tercero, el considerar como obligatorias para otros nuestras preferencias, o pedir más de lo que la Iglesia exige
En varios puntos la Iglesia otorga ciertas opciones y deja la elección a nuestro juicio prudencial. Podemos preferir ciertas prácticas. Pero no podemos insistir en ellas, porque tampoco la Iglesia insiste. Por otra parte, habrá prácticas que no nos gustan. Ahora, sin embargo, no podemos censurar a otros por hacer lo que la Iglesia permite. Nos descarriamos de militantes a beligerantes cuando mandamos lo que la Iglesia no manda, o prohibimos lo que la Iglesia permite.
Tomemos, por ejemplo, la Planificación Familiar Natural. Ya que la Iglesia la permite, no podemos prohibir o menospreciarla (como hacen algunos). A la inversa, la Iglesia no manda llevar mantillas en los templos. Así que no tenemos por qué requerirlas ni denigrar a aquellas que no las llevan. Asimismo, la Comunión en la mano, aunque no es la norma universal, se permite en cada diócesis en los EE.UU. Sobre este asunto, en alguna ocasión un sacerdote me explicó que niega a dar la Comunión en la mano aun cuando es permitida: «Todos los demás hacen lo que el diablo les inspire, así que yo también hago lo que me inspire». He aquí la Iglesia Beligerante. La cuestión en juego no es la preferencia del sacerdote por la Comunión en la mano. Más bien es la obstinada desobediencia a la legítima autoridad eclesial por salvar la «laudable» preferencia.
Cuarto, dar rienda suelta a la facultad de criticar
Aquí nos falta la medida propia. Hemos de poseer una facultad crítica; ser capaces de analizar y determinar cómo las palabras y acciones se encuadran con la verdad. Hemos de hacer aquella misma cosa que más detesta nuestra cultura: hacer juicios. Sin embargo, al mismo momento, tenemos que ser instruidos. En algún momento dado, tenemos que poner de lado o disminuir el volumen sw la facultad crítica y permitirnos ser formados y adoctrinados. En las Cartas de Screwtape, C.S. Lewis describe bien la actitud que hemos de adoptar:
«Lo que Dios quiere del laico en la Iglesia es la actitud que, de hecho, puede ser crítica en el sentido de rechazar lo que es falso o inútil, pero que es enteramente no-crítica en el sentido que no evalúa –no malgasta tiempo pensando en lo que rechaza, sino que se abre de par en par en la humilde receptividad, y sin comentarios, a toda la nutrición que le comunica».
A aquellos que constantemente desafían y critican no se les enseña nada. Pueden revolver y examinar una boba catequesis y detectar el abuso litúrgico de un kilómetro y medio. Pero no pueden aprender, porque nunca dejan de cuestionar, criticar, peinar las cosas. La crítica resulta en un cinismo llevado (irónicamente) del celo por la verdad. Si rehuimos confiar en nadie, nos constituimos a nosotros mismo como personal magisterio. Y existe un nombre para esto: Protestantismo.
Más aún, la constante crítica se convierte muy pronto en la pura queja. Y hay mucho de que quejarse. Y así nos quedamos en la tertulia cambiando anécdotas de lo mal que se celebra la Misa en tal parroquia, y lo pésima que es aquella escuela, y lo que el obispo fulano hizo o no hizo . . etc. Podemos estar muy acertados en cada punto. Pero, ¿y qué? Al terminar las quejas, ¿nos hemos hecho más santos? ¿Hemos crecido en la vida interior? Y ¿qué actitudes hemos fomentado en nuestro entorno?
Algunos de nuestros santos más grandes vieron crisis semejantes y peores. Pero no nos dejaron un ejemplo de quejas. El auténtico sello de los cristianos es la caridad, no la hosquedad. Los paganos se conmovieron por los cristianos: «Vean cómo se aman» –no, «Vean cómo se quejan entre sí».
Las víctimas
Los hábitos de la Iglesia Beligerante tienen un efecto mortífero sobre el alma del mismo soldado. Se hace la víctima de sus propias batallas. La constante postura de guerra le hace semejante al pobre Ismael: «Será un onagro humano. Su mano contra todos, y la mano de todos contra él» (Gen. 16, 12). De esto procede un cierto endurecimiento del corazón. Las quejas y reproches interminables son el equivalente espiritual del colesterol. Y al negarse a extender la caridad a otros resulta en una incapacidad de recibir el amor de Dios.
Un daño colateral sufre la propia vida espiritual. «Toda política es local», se ha dicho estupendamente bien. Asimismo, toda salvación es local. Acontece en nuestras almas. El espíritu beligerante nos distrae de la inmediatez de nuestra propia santificación. La discusión interminable acerca del último abuso litúrgico, o del desastre catequético, o cambio de párroco, o suspensión, etc. –todo este tinglado por ahí– tiene muy poco que ver con mi propia alma. Mi primer interés es por mi propia alma, o sólo secundariamente por aquellos asuntos que caen dentro de mi propia esfera de influencia. El demonio se deleita que un individuo vitupere al párroco por la podrida catequesis, con tal de perder su alma en el proceso. Se ríe a carcajadas cuando un activista pro-vida descuida su propia familia –en defensa de la vida.
Ser guerreros alegres
Por cierto, no queremos tirar al bebé (Iglesia Militante) con el agua de la bañera (Iglesia Beligerante) [Es un refrán en inglés que quiere decir actuar con exceso de celo]. Porque sí, tenemos que luchar. Pero, ¿cómo hemos de luchar? ¿Cómo manejar la espada sin atravesarnos en ella?
Primero (y último), tenemos que estar dispuestos a sufrir. No es tarea nuestra corregir todo. Y intentar hacerlo sólo traerá malestar. Sí, esto significa que a veces tendremos que llevar males y permitir que pasen los errores sin corrección. Existen muchas cosas podridas en la Iglesia, pero ninguna de ellas son de la Iglesia. Hemos de aguantar ver la cizaña entre el trigo.
Segundo, la santidad de vida es esencial. Nuevamente, la verdadera batalla no es allá fuera sino por dentro. El Señor de los anillos por J.R.R. Tolkien provee una buena imagen de batallas verdaderas y falsas. En esa trilogía las grandes y exaltantes escenas son de los ejércitos en orden de batalla. Pero el hilo más importante de la historia es el de los hobbits que en silencio hacen su camino oculto para destruir el anillo. Su misión poco llamativa y escondida constituye la verdadera batalla, sin la cual los ejércitos de la luz se destruyen. Así también para nosotros. La batalla más intensa, el territorio de misión más difícil, el primer lugar por reformar, es oculto e invisible: el corazón. Y si no atendemos primero a él, todo lo demás queda en nada.
Tercero, hemos de sacar inspiración y seguir el ejemplo de los guerreros que nos han precedido. Primero entre ellos, por cierto, es el mismo Señor. Ciertamente luchó –con el demonio, con los escribas y fariseos, con la misma muerte. Y fue capaz de ser severo. Sin embargo dirigió sus palabras y acciones más duras no a las prostitutas y recaudadores de impuestos, sino a los hipócritas religiosos. Nos manda aprender de Él no por su severidad sino porque es manso y humilde de corazón (cf. Mt. 11, 29). Sí, limpió el templo, pero también lloró sobre Jerusalem.
Asimismo, miremos a los santos, no sólo para imitar su espíritu luchador sino también –y primariamente– su santidad. Algunos señalan a los Santos Atanasio y Catalina de Siena como ejemplos de aquellos que hablaron con fuerza a la jerarquía. Al reconocer esta verdad, no debemos olvidarnos que no se definieron por esta franqueza, ni tampoco actuaron así sin reserva. Sufrieron profundamente por la Iglesia. No podemos seguir su ejemplo de franqueza sin imitar también su santidad y sufrimiento.
Seguir el ejemplo del Rey David
El Rey David manifiesta bien cómo unir el espíritu luchador con un amor verdadero por el pueblo de Dios. Revísese la narración de sus batallas con Saúl (cf. I Sam. 24 y 26). El Rey buscó su muerte. Y David peleó. Recogió alrededor suyo un ejército y tomó las armas para defenderse. Dos veces pudo haber matado a Saúl pero no lo hizo. Peleaba para defenderse, pero no quiso, en sus términos, poner mano sobre el ungido del Señor. Además, lloró la muerte de Saúl y ejecutó al hombre que lo había matado.
Siguiendo su ejemplo hemos de luchar. Pero no debemos encontrar ningún gozo al oponernos al sacerdote o al obispo sobre algún punto de doctrina, liturgia, etc. De hecho, nos debe dar gran tristeza y pesar. Ni tampoco debemos regocijarnos en lo mínimo por la caída del sacerdote o del obispo, como vindicación de nuestra posición. Más bien, debemos llorar la caída de uno de los ungidos del Señor como lo hizo David.
Un aspecto de los santos que puede sorprendernos es su alegría en medio de la batalla. En efecto, muchos de los santos se asemejan a los Macabeos que «sostuvieron con alegría la guerra de Israel» (I Mac. 3, 2). Consideremos a San Ambrosio en sus confrontaciones con el emperador Arriano. Para que se apoderara de uno de sus templos, el obispo y su congregación realizó lo que se pudiera denominar la primera huelga. Por más de una semana ocuparon el edificio. Durante ese tiempo –tan maduro para la amargura y la acrimonia– Ambrosio enseñó a su pueblo cantos, algunos de los cuales conservamos hasta hoy en la liturgia. Todo reconocían la situación como desesperada. Conocían la batalla. Pero en vez de refunfuñar, cantaban.
Mirar a los santos
Los santos de la Reforma Católica proveen un ejemplo particularmente bueno. Considere la apacibilidad de san Francisco de Sales. Libró batallas difíciles por la Iglesia y rescató grandes regiones de Suiza. Pero no lo encontramos en él nada de aspereza. Al contrario, lo conocemos por su amabilidad. Esto es especialmente interesante, dado que, como observó Pío XI, la amabilidad no era el temperamento natural de san Francisco de Sales. Se empeñó para controlar su genio. Tal vez conociera las trampas de la Iglesia Beligerante.
Otro ejemplo nos ofrece San Felipe Neri. Tuvo gran devoción a nadie menos revoltoso que Savonarola. Sin embargo, por más que compartiera el celo de aquel reformador, adoptó un medio muy diferente, y al fin mucho más eficaz. Las canciones, bromas, picnics, aun las diabluras eran sus armas. Hoy conocemos a San Felipe como Apóstol de Roma y Apóstol de la Alegría. Santo Tomás Moro, quien con tanto ahínco se opuso a la usurpación de la autoridad eclesiástica por Enrique VIII, manifestó una alegría parecida. En efecto, se conoció por su sentido de humor hasta el final. Bromeando con su verdugo en el cadalso. No encontramos amargura ni rencor en estos guerreros. Ahora bien, aun cuando no alcanzamos imitar su humor, podemos al menos aspirar a su alegría.
Tales ejemplos indican que los tiempos difíciles no sólo pueden sino deben producir a los santos de la serenidad y alegría. No podemos obtener una dispensa de la alegría sólo porque los tiempos son duros. De hecho, las dificultades aumentan la necesidad de la alegría. Como la beata Teresa gustaba decir, «La alegría es la red que coge a las almas».
Finalmente, en medio de la batalla tenemos la obligación de construir. En su tiempo, san Benito vio un colapse cultural semejante (como muchos han observado) al nuestro. Respondió, no con gruñido sino con la construcción. Y su cimentación salvó a Europa. Chesterton lo expresa así:
«Un hombre que construye un sistema intelectual tiene que construir como Nehemías, con la espada en una mano y la paleta en la otra. La imaginación, la calidad constructiva, es la paleta, y la disputa es la espada. Una amplia experiencia de los actuales asuntos intelectuales llevará a la mayor parte de las personas a la conclusión de que la lógica es principalmente valiosa como arma para exterminar a los lógicos» (del ensayo sobre Tomás Carlyle en Doce tipos: una colección de biografías.)
La espada y la paleta. Ni una sin la otra. Si dejamos la espada, seremos vencidos. Si dejamos la paleta, no dejaremos nada de valor o de belleza en nuestra estela –como los espartanos.
Finalmente, sabemos que la Virgen María es la imagen perfecta de la Iglesia. De ordinario la asociamos, y con razón, con la Iglesia Triunfante. Pero tal vez podemos ver en ella también un modelo de la Iglesia Militante. Un renglón de los evangelios recalca esto: María guardó todas estas cosas, ponderándolas en su corazón (Lc. 2, 19). Guarda y cultiva a la vez. Guardó todas estas cosas –es la parte defensiva, guardar lo que se nos ha dado. Pero también las ponderaba en su corazón –es decir, las construyó dentro de su corazón. Que ella, «terrible como un ejército en orden de batalla», (Ct. 6, 10) nos enseñe cómo luchar varonilmente y construir alegremente.
Así de suaves deberían ser tus labios con tu Dios
[Opinión del traductor: Estos dos últimos párrafos son tomados de S. Francisco de Sales. Creo que el mensaje que contienen es mejor presentado por Sta. Teresa de Ávila al final del cap. 41 del Camino de la Perfección. Tal vez se puede sustituir lo que sigue por dos párrafos de Sta. Teresa, donde avisa a sus hermanas a ser muy amables son sus hermanas.]
Si amas a Dios con todo tu corazón, hijito, hablará a menudo de Él entre tus parientes, tu hogar y amigos más allegados, y eso, porque «la boca del justo profiere sabiduría, y su lengua habla del juicio» (Sal. 37, 30). Así como la abeja no toca más que miel con su lengua, así de suaves deberían ser tus labios con tu Dios, no conociendo nada más deleitable que alabar y bendecir su santo Nombre, –como nos dicen que cuando san Francisco profiriera el nombre del Señor, le pareció que la dulzura persistía en sus labios, y no la pudo soltar. Pero acuérdate siempre, cuando hables de Dios, de que Él es Dios; y hablar con reverencia y devoción, –no con afectación ni como si predicaras, sino con espíritu de mansedumbre, amor y humildad; dejando caer miel de tus labios (como la novia en el Cantar de los cantares) con palabras devotas y piadosas, cuando hables a uno o a otro en lo secreto de tu corazón al pedir a Dios que este dulce rocío celestial empape sus mentes mientras te escuchen. Y acuérdate muy especialmente que siempre cumplas esta angélica tarea con mansedumbre y amorosamente, no como si reprocharas a los demás, sino más bien si los ganaras. Es maravilloso lo atractiva que es una manera de ser suave y agradable, y lo mucho que gana almas.
Cuídate, por tanto, que nunca hables de Dios, o de aquellas cosas que le atañen, de una manera meramente formal, o convencional; sino con seriedad y devoción, evitando el modo afectado en el que algunas personas declaradamente religiosas perpetuamente enmantecan su conversación con palabras y dichos piadosas, siguiendo un estilo inoportuno e irreflexivo. Muy a menudo se imaginan tan piadosas como sus palabras, que probablemente no es el caso» –San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota.
Lectura adicional
- Defensores de la fe en palabras y hechos por Padre Charles Connor (Ignatius Press)
- El apóstol de cada día: métodos de sentido común para llevar a otros a Cristo por Padre Eduardo Garesché (Sophia Institute)
- Cómo no hay que compartir tu fe: los siete pecados capitales de la apologética católica por Mark Brumley (disponible en www.catholic.com)
P. Paul Scalia, sacerdote
Traducido por el P. Charles Carpenter
El Padre Scalia, nativo de Virginia, hizo sus estudios en Holy Cross College y el North American College. Es sacerdote en la Diócesis de Arlington, Virginia, y actualmente vicario parroquial de la Parroquia de Santa Rita en Alexandria, Virginia.
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