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viernes, 9 de diciembre de 2016

Editorial: La corrupción está en la médula de nuestro sistema político

Colombia nuevamente ha ganado una clasificación como “el segundo país más corrupto del Mundo”, empatado con México, y justo después de las Filipinas. Como es costumbre, cada vez que el nivel de corrupción de nuestro país es acreditado internacionalmente, analistas, políticos y funcionarios saltan a rasgarse las vestiduras y lanzarse acusaciones mutuas por la corrupción en el país. La gente ya se ha venido acostumbrando a esa situación, al punto de creer erróneamente que la “corrupción es inherente a la política”, atribuyendo a un mero oficio, o a la función pública en general, lo que sólo pertenece en concreto a nuestro sistema político: la democracia liberal.

Tal como los crímenes en general, los actos de corrupción se dan en todas las sociedades y culturas. No hay sociedad que pueda extirpar por completo el mal del corazón de sus ciudadanos, pues su raíz es el mismo pecado original. La diferencia está entre aquellas sociedad que combaten la corrupción y aquellas que la alimentan y promueven. Como explica el profesor Miguel Ayuso en el video que encabeza este artículo, si combatir los actos concretos de corrupción es como se impide que la corrupción se perpetue en vicios, son las ideas permisivistas las que obligan a bajar la guardia frente a los actos de corrupción, permitiendo el florecimiento de los vicios y su consolidación en instituciones corruptas y corruptoras.

Así pues, los verdaderos corruptores no son tanto quienes se apropian de fondos públicos o quienes negocian con cargos en el Estado, tanto como aquellos que desde la academia y desde los más altos estrados, pregonan que los actos de corrupción no deben ser combatidos. Esta misma semana, todo el país asistió horrorizado a los hallazgos en el crimen de una niña de 7 años que fue violada y estrangulada por un arquitecto cocainómano de clase alta. Las redes sociales estallaron reclamando las penas más duras posibles contra el homicida, incluyendo, sorprendentemente, a quienes defendían el perdón para las FARC de crímenes no menores. Resulta evidente, a la lus de los hechos, que el asesino cometió el crímen bajo los efectos de la cocaína, ¿Qué hacemos con los magistrados de la Corte Constitucional que resolvieron que el consumo de drogas pertenecía al ámbito de la libertad personal, era inofensivo y no podía ser penalizado? Compárese la indignación social por los actos del drogadicto Rafael Uribe, con los homenajes que se le rindieron a Carlos Gaviria Díaz, defensor de la legalización de las drogas, y se verá la esquizofrenia en que ha caído el país, alabando el árbol y repudiando los frutos.

No toma mucho tiempo ahondar en el discurso liberal del magistrado Gaviria, para encontrar en toda su miseria, la raíz del pemisivismo corruptor: El liberalismo niega la existencia del Bien y el Mal como realidades ajenas a la conciencia subjetiva y acaba por disolver tales nociones. La Democracia Liberal puede definirse como aquel sistema político que se funda en la negación categórica del Bien, la Verdad y la Belleza. Llámese “libertad de conciencia” como en Alemania, “Libre búsqueda de la Felicidad” como en Estados Unidos, o “Libre desarrollo de la personalidad” como en Colombia, los tribunales Constitucionales, en desarrollo pleno y coherente de las corruptoras ideas del Liberalismo, han elevado a principio fundamental la idea de que cada persona puede definir por sí y para sí misma lo que será bueno y lo que será malo. Así, con la excusa de “no imponer una moral particular a los ciudadanos” se destruye la idea del Bien común y el Estado se convierte en mero administrador de los deseos subjetivos de sus ciudadanos, promotor de todos los vicios y perseguidor de todas las virtudes.

Cada tanto, aparecen figuras políticas que los medios venden como personajes intachables, referentes éticos y adalides contra la corrupción. Jamás se habrán apropiado de un peso del erario, y de seguro son meticulosos cumplidores de la ley en cada uno de sus incisos y numerales, pero al mismo tiempo promueven la corrupción y la inmoralidad social, provocando un daño mil veces mayor que si simplemente se dedicaran a saquear la hacienda pública. Sin ningún rubor se indignan y aparecen en primera fila para condenar al que es descubierto como corrupto, cuando a la vez gritan que “no nos vengan a imponer su moral” para defender el aborto, la eutanasia, el consumo de drogas o el homosexualismo. Son, para el cuerpo social, como el SIDA que sin provocar directamente la muerte del individuo atacando sus funciones vitales, destruyen sus defensas dejandolo inerme contra toda clase de enfermedades e infecciones.

La Doctrina de la Iglesia Católica nos ha mantenido a salvo de caer en el utopismo ideológico de creer que es posible la instalación de un régimen político perfecto, libre de corrupción, de tiranía, de injusticia. Así como la semilla del pecado original ha quedado en el alma humana y hasta el fin de sus días pondrá al hombre en peligro constante de corromperse, ese mismo germen acompaña a la sociedad y amenaza con germinar hasta el fin de los tiempos. Sólo la gracia sobrenatural de Nuestro Señor Jesucristo, que purifica al hombre de sus culpas y le da la fuerza para oponerse a sus inclinaciones internas o externas a la corrupción.  La cura para la corrpución es de origen sobrenatural, ninguna empresa humana podrá construir por sí misma la sociedad perfecta, pero para poder recibir apropiadamente tales gracias es necesario, y suficiente a la vez, reconocer su necesidad y pedir por ellas. La fiesta de la Inmaculada Concepción, que celebramos ayer, es para nosotros la prueba luminosa de lo que la gracia puede lograr sobre la naturaleza humana que le está dispuesta.

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