El año 2016 termina con muchas sorpresas, de entre las principales, la derrota estrepitosa del establecimiento mediático en las elecciones en el Reino Unido, Colombia y Estados Unidos. Las tres elecciones eran muy distintas entre sí, giraban sobre temas distintos, pero en las tres coindicían en el escenario de polarización radical entre una opción apoyada por el establecimiento económico, político, académico y mediático (Trump derrotó no sólo a Hillary y los Demócratas, sino también a un sector importante del Partido Republicano que se había rebelado contra su candidatura) que además llevaba la delantera en las encuestas, frente a una opción “políticamente incorrecta”, apoyada por grupos marginales (“extrema derecha” según los medios) y sin muchas opciones de ganar, y que sin embargo, resultaron vencedores.
Evidentemente, el golpe en los medios fue intragable. Su visión de la realidad política se desmoronó por completo. Sus explicaciones y análisis perdieron toda vigencia y autoridad, la realidad se les volvió ajena y credibilidad quedó por los suelos. “¿Qué le ocurrió al país?” se preguntaban, y lejos de hacer un serio ejercicio de autocrítica respecto de su parcialización y deshonesta caricaturización de la postura contraria, se desataron toda clase de hipótesis sobre por qué el pueblo “no sabe votar”. En realidad, todas estas expresiones desesperadas reflejaban un grito uniánime: “¿Cómo pudimos fallar?”.
En los tres casos, el voto popular fue, a la vez, un voto de desconfianza hacia los medios de comunicación, que confiados en su propio poder para moldear la opinión pública a su antojo, asumieron una postura abiertamente partidista, presentando la opción de su escogencia, la “políticamente correcta” como obligación moral, la de la gente educada, la del futuro, mientras la otra opción sería la de los radicales (“racistas” en EE.UU. y el Reino Unido, “guerreristas” en Colombia), de gente sin educación, de las mentiras en redes sociales, la del caos y la destrucción, etc.
Todas las reacciones del establishment mediático, han terminado consolidándose en el discurso de la “posverdad”. El Diccionario de Oxford seleccionó “posverdad” como la palabra del año 2016. Aunque el vocablo apareció en 1992, a final de año ha sido desempolvada por los medios de comunicaciones, definiéndola como las circunstancias en las que las emociones y las creencias personales son más influyentes en la configuración de la opinión pública que los hechos objetivos.
La elección de la palabra, se supone, responde a un complejo algoritmo de búsqueda en los textos escritos, pero, argumentan los medios, representa a esta nueva versión de la democracia (post-Brexit, post-Trump, post-plebiscito) en que la verdad ha dejado de ser relevante políticamente, dando paso a las emociones, la rabia y el engaño. Según los teóricos de la “posverdad”, lo sucedido en las contiendas electorales de este año es el anuncio de una era en la que el electorado es manipulado a partir de mentiras y engaños que tocan las emociones y las creencias personales.
Afirman, por ejemplo para explicar la victoria del NO, que la rabia contra las instituciones tradicionales, el odio hacia la población LGBT, la aversión al comunismo y el miedo a la reforma tributaria fueron los que impulsaron a los colombianos a votar en contra de los Acuerdos, evitando mencionar los argumentos que verdaderamente fundaron la posición del No, y que están relacionados, entre otros, con la penetración de la ideología de género, la promoción del aborto, la elegibilidad de los guerrilleros y la concepción de justicia al interior de los Acuerdos.
Así es como la posverdad se configura como un discurso en el que las inexplicables derrotas electorales se toman como aberrantes casos de populismo, en los que las masas ignorantes favorecen la opción menos pensada al haberse dejado manipular por argumentos mentirosos, o como dicen que sucedió en Colombia, por haberse dejado llevar por una “emberracada” generlizada. El progresismo nos intenta vender de este modo el abandono de la verdad a nivel político, como si eso no fuera connatural a la Democracia Liberal, o como si la izquierda democrática no llevase siglos acudiendo a la guerra psicológica, al binomio miedo-simpatía para imponer su agenda de revolución social.
Sin embargo, por más ridículo que parezca este intento desesperado del progresismo por deslegitimar los resultados electorales contrarios, por los menos en Colombia, la apelación a la rabia y el discurso de la “posverdad” han rendido sus frutos. Basta ver la argumentación de la Magistrada Lucy Bermúdez en la decisión del Consejo de Estado que ordena implementar los acuerdos por medio del “fast track”. Según la Magistrada la campaña del NO estuvo basada en engaños y apelación a las emociones, definiéndola como “violencia psicológica”, de lo que se vale para invalidar la elección. Esto nos muestra el verdadero rumbo del discurso de la “posverdad”: la imposición de “verdades” como decisión política.
Si quisiéramos rastrear honestamente cuándo la Verdad dejó de ser el centro del debate político, sería necesario remontarnos a la reforma luterana y su principio del “libre examen” según el cual cada individuo puede interpretar la escritura a nivel subjetivo. Esta doctrina protestante, raíz del relativismo, se tradujo al campo político en la Revolución Francesa con la institución de los “Derechos del Hombre y del Ciudadano”, específicamente la Libertad de Conciencia y la Libertad de Religión, definidas por sus proponentes como el derecho de decidir autónomamente el bien y el mal, y en qué creer. Por eso, eminentes teóricos de la democracia liberal, como Hans Kelsen, defendían que la democracia fracasaría si llegase a concluir verdades.
Para colmo de la “posverdad”, el discurso del “pluralismo”. El progresismo “pluralista” defendiendo el “respeto por la diversidad”, es decir, la convivencia liberal de “verdades”particulares, subjetivas, e incluso opuestas. ¿Qué otro teórico de la “posverdad”, más que Michel Foucault? Foucault, precursor de la Ideología de Género, argumentaba que la verdad no era más que un subproducto del poder. Así, el progresismo nos ha conducido al paroxismo de la “posverdad”: El Estado obligando a los ciudadanos a creer que un hombre trasvestido es una mujer, que dos hombres son familia, y que dos niños gestados en vientre de alquiler son sus “hijos biológicos”.
En conclusión, lo que los medios escandalizados llaman “posverdad”, no es más que la angustia ante la pérdida del monopolio sobre la razón pública. La gente se ha hartado de la imposición política y mediática de discursos ideológicos y ha optado por canales de comunicación alternos, tal vez no del todo independientes, tal vez no infalibles, pero al menos desligados del establisment político, y sin duda alguna más coherentes con la realidad cotidiana en que viven los ciudadanos y su estructura moral.
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