Reproducimos el siguiente artículo de José María Permuy, publicado originalmente en el sitio web de la Revista Arbil.
Frente a los que opinan que se trata de un asunto opinable, la confesionalidad del Estado es un deber moral exigido por la ley natural y, por tanto, universal e inmutable. El Estado debe actuar y legislar en conformidad con la ley natural, y el primero de los preceptos de esa ley es amar a Dios sobre todas las cosas, adorándole y dándole el culto establecido por El. El Magisterio de la Iglesia ha sido constante y unánimemente partidario de la confesionalidad del Estado, y aquello que ha sido enseñado por la Iglesia siempre y en todas partes ha de ser creído como verdad de fe.
La ley es una prescripción de la razón, en orden al bien común, promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad.
Ley natural es la ley eterna inscrita en la naturaleza.
Así pues, cuando León XIII, en su encíclica Inmortale Dei, sobre la constitución cristiana de los Estados, enseña que los Estados están obligados a dar culto a Dios porque así lo ordenan la razón y la naturaleza, está afirmando que ese deber moral de los Estados viene imperado por la ley natural.
La ley natural es universal. Obliga a todos los hombres de todos los tiempos y lugares, cualesquiera que sean sus creencias.
La ley natural es inmutable, no puede cambiar jamás, y ninguna situación o circunstancia puede modificar el contenido de la ley.
De todo ello se sigue que el deber moral que obliga a las comunidades políticas a dar culto a Dios es universal e inmutable. No es un mero consejo sostenido por la Iglesia en coyunturas distintas a la época actual, que puede ser atendido o desatendido en función de los cambios acaecidos en la sociedad. No es una opinión que pueda ser admitida o rechazada libremente.
Desde hace unas décadas, lamentablemente, muchos eclesiásticos dicen que los Estados no deben o no pueden profesar su fe en Dios. Que no es competencia del Estado creer o no en Dios, sino tan sólo permitir que las distintas confesiones religiosas puedan expresarse y actuar libremente en la vida social, sin que exista ningún tipo de coacción por parte del Estado. Es lo que el beato Pío IX condenaba en el Syllabus definiéndolo como la Iglesia libre en el Estado libre.
Sin embargo, muchos de esos mismos eclesiásticos no dejan de recordar que los Estados deben respetar la ley natural. Si es así (que lo es), ¿no es igualmente cierto que el decálogo es expresión revelada de la ley natural, y que el primero de los mandamientos es amar a Dios sobre todas las cosas, adorándole y rindiéndole el culto que le es debido? Pues si los Estados han de actuar en conformidad con la ley natural, y si adorar a Dios y darle culto es el primero de los mandamientos de la ley revelada pero al mismo tiempo natural, es evidente la contradicción en que incurren dichos eclesiásticos.
Aparte de ello, cabría preguntarse por qué adherirse a ellos y no a León XIII y a todos los papas y obispos que durante siglos y siglos han defendido la confesionalidad de los Estados. Eso sí, con una diferencia: la tesis de que los Estados no deben dar culto a Dios ni profesar religión alguna es muy reciente y no es unánime. La tesis contraria, aun cuando no haya sido definida solemnemente como dogma, cuenta con el aval de siglos de unánime magisterio, y no olvidemos que aquello que ha sido creído siempre y en todas partes por la Iglesia, aunque se trate de magisterio ordinario y no extraordinario, ha de ser tenido por verdad de fe del mismo modo que los dogmas proclamados por el Papa ex cátedra o por un Concilio ecuménico.
La confesionalidad de los Estados es –recapitulando lo hasta aquí escrito– un deber moral derivado de la ley natural y enseñado siempre y unánimemente por la Iglesia (al menos hasta hace cuarenta años). No es doctrina mudable ni discutible.
Pero demos un paso más.
León XIII, en la encíclica arriba citada, sigue enseñando que, partiendo de que la ley natural obliga al Estado a profesar la fe en Dios y darle culto, no basta con tributar un culto cualquiera, sino que ha de rendirle el culto por El mismo querido y establecido, que es el culto católico, y, para ello, el Estado no sólo no puede desentenderse de toda religión, sino que tampoco puede considerar a todas por igual. El Estado está obligado a reconocer y profesar aquella religión que ha sido revelada por Dios como única verdadera, esto es, la católica. Máxime en aquellas naciones en que la sociedad es mayoritariamente católica.
No basta, pues, con que el Estado sea confesional, sino que debe ser específicamente católico si se trata de la organización política de una sociedad que mayoritariamente profesa con entera libertad la religión católica.
En esto consiste, básicamente, el deber moral de las sociedades para con Cristo y su Iglesia del que habla el Concilio Vaticano II en la Declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, en la cual se advierte que el Concilio deja íntegra la doctrina católica tradicional al respecto. Razón por la cual, los obispos españoles presentes en el II Concilio Vaticano escribieron que éste no se oponía a la confesionalidad católica de los Estados.
Sorprende que desde entonces, transcurridas cuatro décadas, sean cada día más los católicos (políticos y obispos especialmente) que se escudan en el Concilio Vaticano II para decir precisamente todo lo contrario: que del Concilio se sigue el rechazo de la confesionalidad de los Estados.
No es verdad.
En uno de sus párrafos, la Declaración Dignitatis humanae afirma que si un Estado desea profesar una determinada religión, debe asimismo garantizar la libertad religiosa.
Ello quiere decir, obviamente, que el Vaticano II no ve incompatibilidad entre la confesionalidad del Estado y la libertad religiosa. Si así fuera, pediría que los Estados confesionales, en aras de la libertad religiosa, dejaran de serlo. Y no es así. Luego no hay rechazo ni condena del Concilio Vaticano II a la confesionalidad de los Estados. Y muchísimo menos a la confesionalidad católica, que forma parte de la doctrina tradicional que el Concilio dice dejar íntegra.
Sostener que los Estados no deben ser confesionales implica alguna de las siguientes negaciones:
1º Negar que los Estados deban reconocer la ley natural, cuyo primer mandamiento es amar a Dios sobre todas las cosas.
2º Negar que aquellas enseñanzas que han sido mantenidas por la Iglesia siempre y en todas partes tienen el carácter de verdades de fe católica, puesto que la confesionalidad de los Estados ha sido defendida por la Iglesia a lo largo de casi dos mil años de manera constante y unánime.
3º Negar la infalibilidad de la Iglesia, en caso de reconocer que la doctrina de la confesionalidad es una verdad de fe indiscutible por haber sido propuesta unánime y constantemente durante siglos.
4º Negar que la confesionalidad del Estado, a pesar del magisterio multisecular unánime y constante en su favor, es una verdad de fe de obligada creencia. ¿No supone ello el peligro de poner en tela de juicio muchas verdades católicas que no han sido definidas de modo extraordinario y aun el hecho mismo de que puedan ser consideradas como definitivas verdades que no cuenten con el respaldo de una definición ex cátedra o la proclamación de un Concilio Ecuménico? ¿Podrían ser revocadas en un futuro las enseñanzas de la Iglesia sobre los anticonceptivos o la clonación, por ejemplo?
Si la confesionalidad del Estado fuera opinable, lo sería tanto para impugnarla como para propugnarla. Los católicos partidarios de la confesionalidad no estaríamos obligados a adherirnos a las opiniones de obispos o Papas en contra. Pero lo cierto es que los argumentos en contra de la confesionalidad carecen de base sólida: no se hallan en la sagrada Escritura, se oponen a la Tradición y chocan con el Magisterio perenne de la Iglesia Católica. No hay ningún fundamento para pensar que se trata de una doctrina opinable.
José María Permuy
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