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viernes, 8 de junio de 2012

Pelagianismo y Voluntarismo semipelagiano, por P. José María Iraburu

Traigo al Blog esta serie de artículos del Padre José María Iraburu en InfoCatólica, son artículos de teología y espiritualidad, sin embargo, son la base para que pueda abordar más adelante una aproximación al progresismo, que no es otra cosa que Pelagianismo político.

José María Iraburu1. Pelagianismo actual

Pelagianismo. Ya caractericé (56) esta herejía de Pelagio, formulada a comienzos del siglo V: la naturaleza humana está sana, no está profundamente herida por un pecado original, y no necesita estrictamente del auxilio sobre-natural de la gracia de Cristo. Nuestro Señor Jesucristo es por tanto para nosotros causa ejemplar de la salvación, pero no causa eficiente. Optimismo antropológico: querer es poder. Devaluación consecuente de la oración de petición, de la necesidad de los sacramentos, etc. Y recordé también la rápida respuesta de la Iglesia a esta herejía, afirmando la primacía de la gracia y su necesidad continua.

El pelagianismo es una herejía permanente que, al paso de los siglos, se produce en la Iglesia con formulaciones renovadas, que son siempre «los mismos perros con distintos collares». Algunos de los errores de Abelardo (1079-1142), p. ej., eran de sentido pelagiano (Denzinger 725, 728). Los pelagianos de hoy, aunque no suelen orientar su optimismo antropológico hacia un ascetismo fuerte –como al parecer lo exhortaba Pelagio, monje ascético y riguroso–, mantienen en todo caso las tesis pelagianas fundamentales.

Arrianismo-pelagianismo. También hice notar que arrianismo (Jesús es hombre, no Dios) y pelagianismo (no es necesario el auxilio sobre-natural de la gracia) van juntos. Ya vimos (58) que, según el P. Sobrino, cuando se considera la salvación que ofrece Jesucristo, «no se trata de causalidad eficiente, sino de causalidad ejemplar». Esa frase es una muestra en la que se comprueba que la cristología arriana lleva necesariamente al pelagianismo. Ambas herejías se exigen mutuamente. Y ambas son una gran rebaja naturalista del cristianismo, muy apta para los cristianos que ya cayeron en la apostasía o que están próximos a ella. Por eso, comprobada ya la vigencia del arrianismo dentro de la Iglesia actual (58), comprobemos ahora en ella la gran difusión del pelagianismo.

Pelagianismo silencioso. Una advertencia. Los errores arrianos cristológicos, aunque a veces también se manifiestan por silenciamientos significativos –«el P. Galot, en el coloquio [habido con el P. Schillebeeckx en la Congregación de la Fe], mantuvo que en su último libro no había encontrado la afirmación de la divinidad de Jesucristo» (57)–, suelen, sin embargo, ser manifestados por sus autores con cierta claridad, aunque a veces sea cautelosamente (niegan la preexistencia del Verbo, su igualdad con el Padre y el Espíritu Santo, ven en Jesús persona humana, etc.). Por el contrario, los errores pelagianos, presentes normalmente en estos mismos autores, no suelen declararse en formas explícitas, sino silenciando sistemáticamente la incapacidad radical del hombre para salvarse a sí mismo y su necesidad absoluta de la gracia de Cristo Salvador.

Indico, pues, los signos actuales del cristianismo pelagiano.

Pecado original. Hay pelagianismo cuando apenas se predica del pecado original, o cuando se minimiza el deterioro enorme que produce en la misma naturaleza del ser humano. En el ambiente pelagiano suenan muy mal las palabras de Cristo, de San Pablo, de San Agustín, de Trento, sobre los efectos del pecado original. Suenan tan mal, que no suenan: se silencian.

Jesús: «vosotros sois malos» (Mt 12,34; Lc 11,13), «tenéis por padre al diablo, queréis hacer los deseos de vuestro padre» (Jn 8,44), y «yo he venido para que tengáis vida, y vida sobreabundante» (10,10). San Pablo: «todos estábais muertos por vuestros delitos y pecados… pero Dios, rico en misericordia, os dio vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados» (Ef 2,1-5; cf. Rm 3,23; Tit 3,3). Trento: caído Adán por el pecado, cae el hombre en la mortalidad, y cae así «cautivo bajo el poder de aquel que tiene el imperio de la muerte [Heb 2,14], es decir, del dieblo, y toda la persona de Adán [y su descendencia] fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma» (Denz. 1511).

Los pelagianos de hoy esto no se lo creen, porque si lo creyeran lo predicarían. No se lo creen: no admiten que por el pecado original se haya producido una degradación de la misma naturaleza humana y una cautividad bajo el diablo. Explican el pecado original de modos más suaves, por condicionamientos sociales negativos. Si creyeran lo que afirma la fe católica del pecado original y de sus efectos, no pondrían tanta confianza en terapias naturales psico-somáticas, tendrían mucho más cuidado, conscientes de su propia debilidad, con las ocasiones próximas de pecado frecuentes en el mundo; de ningún modo se alejarían de la Eucaristía y de los sacramentos; se entregarían a una vida ascética según el Evangelio; practicarían la oración continua de súplica y de gratitud –Señor, te piedad; gracias, Señor–, y estarían absolutamente convencidos de que fuera del nombre de Jesús «ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvados» (Hch 4,12).

Adulación del hombre. Si tuvieran fe en el pecado original, es decir, si no fueran pelagianos, no adularían al hombre, no incurrirían en declaraciones imbéciles: «yo creo en el hombre» –o en la juventud, o en la mujer, o en el obrero, o en el pueblo de tal nación, etc.–.

Aunque parezca imposible entre cristianos, uno cree que la clave de la renovación del mundo está en «la juventud», otro en «la mujer» –el mundo sólo puede salvarse haciéndose más femenino–, otro en «los obreros»… Pero sin Cristo Salvador, todos los hombres estamos destrozados, débiles, enfermos de muerte, cautivos del diablo: todos, los jóvenes y los viejos, los varones y las mujeres, los ricos y los pobres, los socialistas, los conservadores y los centristas. Todos estamos obligados a confesar con San Pablo: «no sé lo que hago… pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero… es el pecado que mora en mí» (Rm 7,14-25). Ninguno tiene remedio sin la gracia de Cristo: «por gracia hemos sido salvados» (Ef 2,5). Por el contrario, el optimismo antropológico de los pelagianos parece algo incurable. El artículo 6º de la Constitución española de Cádiz (1812) establece como «una de las principales obligaciones de todos los españoles el ser justos y benéficos»… La Carta Magna de la nación lo establece –en serio– como la máxima obligaciónlegal.

Moralismo. Hay pelagianismo allí donde la predicación apremia casi exclusivamente la conducta moral de los hombres, pero sin aludir al mismo tiempo a la necesidad de la gracia de Cristo para afirmarse en el bien: «sin Mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Es ciertamente pelagiana la predicación que exhorta a ser laboriosos, solidarios, justos, etc., pero que da siempre por supuesto, al menos en forma implícita, que es suficiente con enseñar el bien y exhortarlo; como si después los hombres, por sí solos, pudieran ser buenos en su vida privada, y también eficaces en la transformación de la sociedad, con tal de que se empeñen en ello. Todo está en quererlo.

Hay pelagianismo cuando el cristianismo cae en el moralismo –y da igual que sea un moralismo del sexto mandamiento o sea de la justicia social; es lo mismo: eso depende solo de las modas ideológicas del siglo–, y deja a un lado los grandes temas de la fe dogmática, la Trinidad, la presencia eucarística, la necesidad de la gracia, etc. En ese planteamiento, la moral individual y social no aparecen como la consecuencia necesaria de vivir en Cristo, en la fe y en la gracia, sino como el motor decisivo de la vida cristiana. Y así, la inhabitación trinitaria, el acceso litúrgico al manantial de la gracia, la Eucaristía, la misma fe, en una palabra, el Misterio, quedan devaluados, como elementos accesorios, silenciados en la predicación y la catequesis, olvidados, no estrictamente necesarios para la salvación temporal y eterna de la humanidad.

Eticismo naturalista. Es pelagiano el cristianismo que propone «valores» morales, pero sin vincularlos necesariamente a Cristo, es decir, sin vincular a su gracia la posibilidad de conocerlos plenamente y vivirlos con perfección. Una ética naturalista, en primer lugar, no propone muchos valores morales que son preciosos en la vida del hombre, a veces los más importantes, por ejemplo, la virtud de la religión, la más grande después de las tres virtudes teologales: el deber moral de alabar a Dios, de bendecir su Nombre, de darle gracias siempre y en todo lugar. Pero es que además, en segundo lugar, cuando exhorta valores morales enseñados por Cristo, sólamente enseña 1) aquellos que en buena parte son admitidos por el mundo, al menos teóricamente –verdad, libertad, justicia, amor al prójimo, unidad, paz, etc., 2) los enseña al modo según el cual el mundo los entiende, pero no en el sentido verdaderamente cristiano y evangélico, que a veces es muy distinto, y sobre todo 3) no vincula a Cristo Salvador la posibilidad de reconocer y vivir esos valores de verdad, justicia, fraternidad, unidad, paz, etc.:

El cristiano pelagiano no afirma que Cristo mismo es «la verdad», y que sin Él se pierde el hombre inevitablemente en el error (Jn 14,6); que sólo Él «nos ha hecho libres» (Gál 5,1); que sólo por la fe en Él alcanzamos «la justicia que procede de Dios» (Flp 3,9); que sólo Él ha difundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo la fuerza del verdadero amor fraterno (Rm 5,5); que sólo Él es capaz de juntar en la unidad a todos los hombres que andan dispersos, pues para eso dio su vida (Jn 11,52); y en fin, que sólamente «Él es nuestra paz» (Ef 2,14).

Devaluación de la gracia. Hay pelagianismo evidente en todo lo que ignore la necesidad absoluta de la gracia, en todo lo que no una siempre la oración y la acción: «danos luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla» (Or. dom. I, T.O.). «Que tu gracia, Señor, inspire, sostenga y acompañe todas nuestras obras» (Ltg. Horas, laudes I sem.)… Allí donde faltan estas convicciones primarias de la fe sobre la gracia, expresadas tan bien en la oración de la Iglesia, allí es claro que apesta a pelagianismo.

Devaluación de la oración de petición. Éste es uno de los errores del pelagianismo que, como ya vimos, más indignaban a San Agustín. ¿Para qué pedir bienes a Dios –la castidad, el vencimiento de la pereza, lo que sea– si está en nuestra voluntad conseguirlos? Por el contrario, para el Doctor de la gracia la oración de petición es como la proa de un barco, que ha de ir por delante de todo empeño ascético volitivo. «Toda mi esperanza está en tu inmensa misericordia. Da lo que mandas, y manda lo que quieras» (Confesiones X, 29,40). Ora et labora, pero el ora siempre por delante.

Devaluación de la Eucaristía y de los sacramentos. Hay pelagianismo cuando los sacramentos y el culto litúrgico dejan de ser la clave de la transformación en Cristo de hombres y de pueblos. La inmensa mayoría de los católicos «alejados» o son pelagianos o son apóstatas. Los cristianos que creen que su salvación es ante todo gracia de Cristo jamás se apartan de los manantiales litúrgicos de la gracia. Sólo se alejan crónicamente de estas fuentes los pelagianos, los que esperan salvarse por sus propias fuerzas. O los apóstatas, que ni creen en la necesidad de salvarse –¿salvarse de qué?–, ni creen en la vida eterna, ni en nada.

Sobrevaloración de los medios. Esto es algo muy pelagiano. Ciertamente quiere el Señor en su providencia que pongamos en cada empresa los medios proporcionados al fin pretendido, según Él nos los dé. Pero no quiere que pongamos la esperanza de nuestros esfuerzos en los medios conseguidos, sino en la fuerza salvadora de su gracia.

Ahí tienen ustedes un escritor espiritual que describe en una obra de tres volúmenes los cincuenta métodos de oración más útiles para llegar pronto a la más alta contemplación –incluye técnicas respiratorias–. Dios le ampare… Esta Madre superiora nos dice, como de paso, que dos tercios de las religiosas de la comunidad tienen carrera universitaria. ¿Y qué?… Un profesor nos enseña con visible satisfacción las excelentes instalaciones de un Colegio o de una Universidad católica –biblioteca, laboratorio, aulas, piscina climatizada, etc.–, con un orgullo –orgullo corporativo, se entiende, no necesariamente personal– que nos hace temer lo peor. No es tanto la riqueza de medios lo que nos asusta, sino la confianza que vemos puesta en ellos. ¿Querrá obrar allí el Señor muchas conversiones?… Ya lo dijo Horacio, en carta a los Pisones: parturient montes, nascetur ridiculus mus («parieron los montes, y nació un ridículo ratón»)… Para un encuentro juvenil interdiocesano –exagero un poco– cinco comisiones preparan durante varios meses cuatro sedes distintas, alternativas, en las que se ofrecen catorce talleres opcionales, para los cuales se compromete a dos cantautores, cinco Obispos y trece conferenciantes notables –eran quince, pero fallaron dos–, se editan carteles grandes, medianos y trípticos, y dos CDs, se instalan pantallas gigantes, se contrata publicidad en paneles públicos, radio y televisión, etc. La comisión de economía tiene notable importancia en la preparación del EventoParturient montes… Se ve que no leyeron mi libroPobreza y pastoral, o que no se lo creyeron (Verbo Divino, Estella 1968, 2ª ed.).

David dejó a un lado la coraza y las fuertes armas que Saúl le ofrecía, se fue contra Goliath con una honda y unas piedras, y le venció (1Sam 17). Jesús nació en un corral de animales, y los Apóstoles, sin alforja ni doble túnica, llevaron el evangelio a todo el mundo, siendo medio-iletrados… Está revelado que Dios suele elegir –no necesariamente– a los pobres y a los medios pobres para confundir la soberbia del mundo, y para que a Él solo se atribuya la gloria de las grandes obras de salvación (1Cor 1,20-31).

Sobrevalorización de las terapias naturales. Casas de Espiritualidad, comunidades religiosas, que ofertan en sus programas una macedonia increíble de frutas espirituales exóticas: eneagrama, reiki, sofrología, técnicas de autoayuda, etc. Dejo éste y otros temas para el próximo artículo.

Una cosa está bien clara. Que hoy son muchos los ambientes católicos que apestan a pelagianismo. La vigencia actual de esta herejía ha sido denunciada desde hace muchos años con especial insistencia por el cardenal Ratzinger: «el error de Pelagio tiene muchos más seguidores en la Iglesia de hoy de lo que parecería a primera vista» (30 Días I-1991).

–Siga dándoles duro. No se canse.
–No me cansaré, porque «son todos enemigos de la cruz de Cristo» (Flp 3,18).

El hombre a solas con el hombre. Una vez que la apostasía hizo que gran parte de las antiguas naciones cristianas abandonaran su fe en Cristo, la cultura de Occidente permanece cerrada en el inmanentismo del hombre solo, sin la gracia, sin el auxilio sobre-natural de Dios. Y solo le queda entonces, en la onda de la Ilustración, profesar el mito del progreso necesario, Fichte, Herder, Comte, Hegel, o después de los horrores del siglo XX, hundirse en la náusea de Sartre y compañeros. Pero miremos dentro de la misma Iglesia.

Si buscamos actualizaciones del pelagianismo, vamos a dar en algunos autores de los que ya he tratado: Teilhard de Chardin, S. J. (27), Anthony De Mello, S. J. (47), con su Autoliberación interior, una obra que encabeza cientos de otros títulos semejantes, o topamos con Schillebeeckx y las devaluaciones del pecado original en el Catecismo holandés (57)… Señalo aquí al respecto dos autores más.

Karl Rahner, S. J. (1904-1984) sugiere una rehabilitación del monje británico Pelagio. Ya desde los años 1930 afirma Rahner la vinculación necesaria de lo sobrenatural a la naturaleza humana. Rahner presenta abiertamente la teología de lo sobrenatural no gratuito. Algunas doctrinas semejantes se hallan en la obra Surnaturel (1946) del P. Henry de Lubac, S. J. Pero no es éste el lugar apropiado para examinar a fondo estas tesis. Recuerdo aquí sólamente al Cardenal José Siri (1906-1989), que en su obra Getsemaní; reflexiones sobre el movimiento teológico contemporáneo(CETE, Toledo 1981), refuta la teología de Rahner en su teología de la gracia:

«Rahner concluye que la gracia es el cumplimiento de nuestra esencia. Partiendo de una visión de las cosas que, quiérase o no, rechaza de facto la verdadera gratuidad del orden sobrenatural, llega él a colocar a Cristo y a Dios en las cosas: “Dios y la gracia de Cristo están en el todo, como la esencia secreta de toda realidad”» (87). Según estas tesis, entiende Rahner que «el dogma [de la Inmaculada Concepción] en ningún modo significa que el nacimiento de un ser humano esté acompañado por algo contaminante, por una mancha, y que para evitarla, un privilegio fuese necesario a María» (89-90). Esta doctrina, comenta el Card. Siri, «conduce hasta la doctrina del cristiano anónimo, hasta la doctrina de la muerte de Dios, de la secularización, de la desmitización, de la liberación y tantas otras» (92). La doctrina rahneriana sobre la gracia se aproxima al pensamiento de Pelagio, para el cual el mismo libre arbitrio dado por Dios al hombre es la gracia. José Antonio Sayés, coincidiendo con el análisis de Siri, en La esencia del cristianismo; diálogo con K. Rahner y H. U. Von Balthasar (Cristiandad, Madrid 2005, 132-140) examina con gran claridad las tesis neo-pelagianas de Rahner.

Hans Küng (1928-), ya alejado por la Iglesia de la docencia católica (Congregación de la Fe,Declaración 15-XII-1979), publica un best-seller, escasamente refutado por los teólogos católicos (Projekt Weltethos, Piper, Munich 1990: Proyecto de una ética mundial, Trotta, Madrid 1991; 6ª ed, 2003). Lógicamente, la obra es inmediatamente adoptada por la UNESCO como texto básico para un Congreso mundial sobre la moral. Su enseñanza se asemeja a la Declaración de una Ética Mundial (Parlamento de las Religiones del Mundo, Chicago, IX-1993). Küng es presidente de la Fundación por una Ética mundial (Weltethos), en la que caben todos, menos los católicos-católicos.

«¿Rehabilitar a Pelagio? De nuevo en auge el hereje del siglo V. Se quiere suprimir el dogma del pecado original. Cómo se vuelven pelagianos los católicos». Este es el título que aparece en una portada de la revista 30 Días (1-1991). En ella se cita a Augusto del Noce: «el intento filosófico más importante del mundo moderno [ha sido] elaborar una religión de la que se excluyera lo sobrenatural». Es un intento que viene ya de atrás. En 1793 el señor Kant escribe La Religión dentro de los límites de la sola razón.

«Podemos reconocer –escribe el profesor Francisco Canals– que en nuestros días, tras siglos de pensamiento y cultura ya emancipados de la inspiración cristiana, y mientras sería muy difícil advertir en los católicos el peligro de un pesimismo jansenista o de un predestinacionismo fatalista, es bastante general la ignorancia sobre los puntos más centrales de la salvación del hombre por la gracia de Jesucristo» (En torno al diálogo católico protestante, Herder, Barcelona 1966, 68).

El pelagianismo, hoy sobreabundante en la Iglesia, se da en múltiples versiones. Señalaré algunas principales.

–Pelagianismo roussoniano, sonriente, buenista, que mantiene un optimismo a ultranza –pase lo que pase en el mundo y en la Iglesia–, positivo, creativo, eufórico, energético, activista, «too er mundo e’bueno». Ramalazos de él, al menos, afectan también a buenas personas y obras católicas. Silencio discreto sobre «el pecado del mundo», pero sobre todo acerca de la condición caída de la naturaleza humana. Silencio sobre la necesidad urgente y absoluta de la gracia de Cristo. Revistas católicas que apenas hablan de Dios y de la salvación: querer es poder, «diez normas para mantener unido el matrimonio» –todas puramente naturales–, noticias positivas. Postales, carteles, calendarios, a veces de obras religiosas, con imágenes de gente feliz, hermosa y de buena salud, que van acompañados de frases sublimes, casi nunca tomadas de la Escritura o de los santos: «sonriendo transformamos el mundo» (Anthony Morgan-Klaus). Todo ese positivismo, ya me perdonarán, nada tiene que ver con la alegría cristiana, hecha de amor a Dios y al prójimo, y de esperanza de la vida eterna. Todo eso, hoy tan frecuente, es simple pelagianismo puro y duro.

Ovidio (+17), poeta pagano contemporáneo de Cristo, estaría en condiciones de desengañar a los actuales cristianos pelagiano-roussonianos, porque él sabía lo que hoy parecen ignorar no pocos teólogos y laicos ilustrados: «video meliora proboque, deteriora sequor» (veo lo que es mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor: Metamorfosis VII, 20; = Rm 7,15). El hombre, afectado por el pecado original, está siempre entre el bien y el mal, y sin el auxilio sobrenatural de la gracia de Cristo está perdido.

–Pelagianismo de terapias naturales. Espera lograr la perfección del hombre mediante la aplicación de métodos psico-somáticos. Reuniones y libros de Autoayuda, de Autoliberación interior. (Bueno está el hombre para auto-liberarse…) No suelen faltar en estos libros y grupos frecuentes dosis orientalistas. El budismo, al no creer en un Dios personal, no puede sino pretender una salvación autónoma, en la que sea el hombre quien salva al hombre. En los últimos decenios es cada vez más frecuente que en Comunidades religiosas, Casas de Ejercicios, Centros de Espiritualidad, junto a reuniones bíblicas o ejercicios espirituales, se oferte también una serie muy variada de terapias naturales: eneagrama, meditación transcendental, reiki, técnicas individuales o comunitarias de autorrealización, yoga, zen, energía positiva, rebirthing, dinámicas de grupo, sofrología, yosoki, etc. etc. etc. New Age. Palitos de incienso, en salas con moqueta y luz indirecta, donde a veces quedó colgado un crucifijo, una imagen de la Virgen María… «Traer ropa y calzado cómodos». Transcribo de la propaganda de algunos de estos Centros:

«Una técnica liberadora de las tensiones psíquicas y de la dispersión mental como camino que facilita el sereno acceso a la identidad personal. Una paciente y sosegada escucha del lenguaje del cuerpo, como recuperación del silencio y de la unidad. Escuchar la experiencia, ver la realidad como es (vispassana)». «Los retiros [les llaman retiros] de yoga, reiki y sofrología caycediana son encuentros de trabajo y profundización personal, así como de iniciación en estos procesos de crecimiento, que generan una profunda paz y bienestar, así como una gran revitalización, equilibrando la energía, despertando la consciencia, serenando la mente, armonizando los chacras [esto es importante], despertando la vida del ser, elevando el alma, ayudando a crecer y dar los pasos necesarios en el momento de la vida en que cada uno se encuentra… Desomatiza lo negativo, somatiza lo positivo. Equilibra todo el sistema energético, generando un agradable estado de cálido bienestar y confianza interior. Actualiza las potencialidades dormidas o paralizadas. En un ambiente tranquilo y apacible, como es el monasterio de N. N… Comida vegetariana»… Página web, números de teléfono, e-mail de contacto. Organización perfecta. Y a veces los dichos cursillos son caros. Pero merece la pena: lo que vale, cuesta.

De todo esto nada supieron los pobres San Benito, San Francisco de Asís, San Ignacio de Loyola, San Juan de la Cruz… Y el diablo ahora lo fomenta con entusiasmo. Lo que hunde al diablo en la miseria es la Misa, el rosario, la oración, el agua bendita, el signo de la cruz, las jaculatorias, la frecuencia de la confesión, la dirección espiritual –y más si es con obediencia–, la lectura de la Biblia y de autores espirituales, la práctica de las virtudes y de las obras de misericordia, visitar enfermos, ayudar a pobres, etc., las novenas, etc. Ésas son las cosas que lo matan. En cambio con estas otras el diablo se fortalece y está feliz. Lo suyo es el pelagianismo.

–Pelagianismo sincretista. Notemos que la verdad es refractaria a todos y a cada uno de los errores. Por el contrario, los errores, aunque a veces sean contradictorios entre sí, muestran una singular capacidad de amalgama y de unidad operativa. La Ética mundial ya aludida engloba innumerables filosofías, terapias y religiones, muchas veces inconciliables entre sí; pero que, sin embargo, se concilian amistosamente y concelebran juntos. Y si consiguen la presencia de algún monje vestido de color naranja, pongamos, su santidad Darwha Mira Ramchandani, tanto mejor; aunque no sea indio, que a lo mejor, por ejemplo, es un señor de Murcia, don Ernesto Paniagua; también les vale. Es lo que digo: pueden juntarse todas estas diversidades en comunes celebraciones llenas de color y falso entusiasmo. Y es que en realidad hay algo que les une profundamente: el rechazo unánime de Cristo y de su gracia. Pongo un ejemplo tomado de un diario:

«Por cuarto año consecutivo, en el Colegio [católico] de los Padres N. N., el día 29 de enero, aniversario de la muerte de Gandhi, se celebrará un Encuentro por la Paz y la Reconciliación». Se invita a todos, cristianos, creyentes no-cristianos, ateos. Hay que sumar, y no restar. En la fotografía del Evento se aprecia en el amplio patio del Colegio la palabra PAZ, configurada por unos ochocientos alumnos, debidamente ordenados por sus profesores, algunos de ellos religiosos… ¿No es conmovedor? Según dicen, «son estos pequeños gestos los que tienen fuerza para crear un mundo nuevo»… En el fondo del patio, a espaldas de todos los alumnos, se alcanza a ver una imagen de la Virgen, puesta allí hace cincuenta años. Ella es la Madre del único Príncipe de la paz, de esa paz que, ciertamente, el mundo no puede dar (Jn 14,27). Ni siquiera Gandhi, que ya está muerto.

–Pelagianismo liberacionista. Ceñudo y tenso, como no podría ser de otro modo. Che Guevara. Mayo de 1968. Teología de la Liberación. El Jesús de Pasolini, de ceja única. Cuando la Congregación de la Fe, presidida por el Cardenal Ratzinger, publica la instrucción Libertatis nuntius, sobre algunos aspectos de la teología de la liberación (6-VIII-1984), advierte que «solamente recurriendo a las capacidades éticas de la persona y a la perpetua necesidad de conversión interior [imposibles sin la gracia] se obtendrán los cambios sociales que estarán verdaderamente al servicio del hombre… La inversión entre moralidad y estructuras conlleva una antropología materialista, incompatible con la verdad del hombre» (XI,8). Sin la gracia de Cristo, sin la oración de petición y los sacramentos, sin el Espíritu Santo –el único que puede «renovar la faz de la tierra»–, el intento liberacionista se hace estéril, torvo, amargo, violento: revolución, atentados, lucha de clases, infiltraciones culturales por la vía Gramsci, etc., sufrimientos y ruina del pueblo.

La Unión Soviética, con todo el poder concentrado en un partido gobernante entre 1917 y 1989, no consigue producir «el hombre nuevo». Y no lo hubiera conseguido en un par de siglos más de adoctrinamiento en escuelas y universidades estatales, reuniones obligadas de grupos, marchas, pancartas enormes, estatuas e imágenes de hombres macizos y mujeres musculosas, animales humanos pletóricos de fuerzas positivas y reivindicativas. Algo semejante es preciso decir de la teología de la liberación. Es cierto que se expresa en formas muy diversas, «algunas son auténticas, otras ambiguas y otras, en fin, representan un grave peligro para la fe y para la vida teologal y moral de los cristianos… La concepción totalmente politizada del cristianismo, a la que conducen estas teologías, deja sin contenido los misterios de la fe y de la moral cristiana» (Libertatis nuntius, síntesis previa, VI).

–Algunas ONG de inspiración cristiana, a veces sumamente beneméritas (por eso prefiero no citarlas por su nombre) tienen también sus ramalazos pelagianos roussonianos o/y liberacionistas. Recibiendo a veces el 90 % de sus recursos del pueblo cristiano, concretamente de la colecta de las Misas, apenas nunca citan en sus propagandas a Cristo, frases evangélicas, motivaciones de fe, de caridad, sino que «secularizan» tanto su fisonomía –quizá para recibir también ayudas de los no-cristianos– que apenas parecen ONG cristianas. Y eso es muy lamentable. No está nada bien distribuir una gran abundancia de donativos, ocultando en la práctica al Donante principal, a Cristo, que por su gracia ha movido precisamente en la Misa –«éste es mi cuerpo que se entrega»– el corazón de esos benditos cristianos donantes.

Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios (30-VI-1968). Frente al Catecismo holandés y tantas otras voces actuales ambiguas o falsas, confiesa: «Creemos que todos pecaron en Adán; lo que significa que la culpa original cometida por él hizo que la naturaleza, común a todos los hombres, cayera en un estado tal, en el que padeciese las consecuencias de aquella culpa… Esta naturaleza humana, caída de esta manera, destituida del don de la gracia del que antes estaba adornada, herida en su mismas fuerzas naturales y sometida al imperio de la muerte, es dada a todos los hombres. Por tanto, en este sentido, todo hombre nace en pecado. Mantenemos, pues, siguiendo al Concilio de Trento, que el pecado original se transmite, juntamente con la naturaleza humana, por propagación, no por imitación». «Pecador me concibió mi madre» (Sal 50,7).

San Jerónimo (342-420) fue, con San Agustín, quien con más fuerza combate la herejía pelagiana (Diálogos contra los pelagianos, libri III: 415). Cuando aún vivía Pelagio, escribe en el 414 contra su doctrina una carta durísima, en la que vence todas sus tinieblas con la luz de la Palabra divina (Patrologia latina, Migne 21,1147-1161). Y termina rogándole al amigo destinatario de la carta, y a los que se reúnen en su santa casa,

«que no acojan a través de aquellos homúnculos [pelagianos] el excremento o, por decir poco, la infamia de tan graves herejías. Allí donde se alaba la virtud y la santidad, que no tenga morada la vergüenza de la presunción diabólica y de una compañía obscena. Sepan los que prestan ayuda a hombres de esa calaña, que recogen a una multitud de herejes, y que son enemigos de Cristo y alimentan a Sus adversarios».

2. Voluntarismo Semipelagiano

La doctrina de la Biblia y del Magisterio apostólico es muy clara: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). «Es Dios el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). «Cuantas veces obramos bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros» (Orange II, c. 9)… Cuando se leen estas frases tan claras, parece que la realidad que afirman –otra cosa será la explicación teológica que de ella se dé– es evidente: la gracia mueve la libertad del hombre para que pueda hacer el bien, un bien que no podría hacer ella sola sin la ayuda sobrenatural de Dios.

Sin embargo, son muchos los cristianos que ignoran esta verdad tan absolutamente fundamental, y que incluso se extrañan y eventualmente se escandalizan cuando se afirma de modo explícito. Más adelante, con el favor de Dios, he de exponer con cierta amplitud la doctrina católica. Pero contrapongo ahora, en forma muy abreviada, la fe católica en la primacía y eficacia de la gracia, y el modo semipelagiano de entender estas cuestiones.

Doctrina católica. La libertad humana es causa «subordinada», que se mueve movida por la gracia de Dios, la causa principal, en la producción de la obra buena. Por tanto, la libertad es causa real de la obra buena, pero no causa autónoma, que pueda producir su objeto propio, el bien, por sí misma; sino causa creatural, segunda, subordinada, que necesita la moción de la gracia divina. Puede la libertad humana, si Dios lo permite, resistir la acción de la gracia, pecar; pero no puede ella sola hacer el bien y perseverar en él. La eficacia de la gracia es intrínseca, por sí misma, no por la co-operación de la libertad humana que, meritoriamente, consiente en ser movida por ella. Por tanto, si uno es más santo que otro, eso se debe principalmente a que ha sido especialmente amado y agraciado por Dios: el ejemplo máximo es la Virgen María. Dios ama a todos, pero ama a unos más que a otros, y no distribuye sus gracias por igual. Bien sabe uno que esta doctrina choca frontalmente con el igualitarismo falso de la cultura moderna; pero es la verdad de la fe católica.

El papa Paulo V mandó que cesaran las disputaciones entre Dominicos y Jesuitas sobre la explicación teológica de este misterio (1607). Y comunicó en 1611 al embajador español que, si la Santa Sede había sobreseído el pronunciamiento sobre esta disputa, se debía, entre otras causas, a que las dos partes estaban de acuerdo «en la sustancia de la verdad católica, esto es, que Dios con la eficacia de su gracia nos hace obrar, y hace que nosotros pasemos de no querer a querer, y dobla y cambia las voluntades de los hombres» para afirmarlas en las obras buenas salvíficas (Denz. 1997). Es la enseñanza perfectamente clara de San Pablo: «por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me concedió no ha sido estéril, sino que he trabajado yo más que todos ellos; pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1Cor 15,10-11). Y Santa Teresa del Niño Jesús, gran Doctora de la gracia, emplea las imágenes del «ascensor» y del «pincelito» para expresar la obra de Dios en su maravillosa santificación personal.

Doctrina semipelagiana. La libertad humana es causa «co-ordinada» con la gracia divina. Los semipelagianos no son pelagianos: admiten la necesidad de la gracia divina para obrar el bien. Pero entienden que el acto libre (la parte humana) concurre con la gracia divina (la parte de Dios), y así la hace extrínsecamente eficaz en la producción del bien. Dios ama a todos los hombres igualmente, ofreciendo a todos igualmente su gracia para hacer el bien, y es el mayor o menor grado de generosidad de cada persona humana lo que principalmente determina el crecimiento en la vida sobrenatural. San Roberto Belarmino, S. J., Doctor de la Iglesia, aunque adversario de ciertas tesis tomistas de los dominicos, reconoce que ese modo de pensar es inconciliable con la fe católica. ¡Y son tantos, y a veces tan buenos, los que piensan así hoy!

«Algunos [semipelagianos] opinan que la eficacia de la gracia se constituye por el asentimiento y la cooperación humana, de modo que por su resultado se llama eficaz la gracia… y obtiene su efecto porque la voluntad humana coopera. Esta opinión es absolutamente ajena a la doctrina de San Agustín [y de Santo Tomás], y en cuanto a lo que yo entiendo, incluso ajena a la doctrina de las Divinas Escrituras» (De gratia et libero arbitrio I, cp. XII; cf. F. Canals, Gracia y salvación, Anales de la Fund. Fco. Elías de Tejada, 2, 1996, 13-30).

El voluntarismo pone, pues, la iniciativa de la vida espiritual en el hombre, quedando la gracia en la condición de ayuda, de ayuda necesaria, sin duda –«sin mí no podéis hacer nada»–, pero de ayuda. Aunque los cristianos que se ven afectados por esa actitud sean con frecuencia doctrinalmente ortodoxos –no son pelagianos, ni tampoco son semipelagianos conscientes–, en su espiritualidad práctica no alcanzan a vivir del todo, es imposible, la primacía absoluta de la gracia divina, la total gratuidad de la gracia, ni tampoco son conscientes de su intrínseca eficacia. No pueden llegar a la perfecta humildad, y por tanto a la plena santidad. Ellos estiman que ir más o menos adelante en el camino de la santidad «es cuestión de voluntad»; «querer es poder», etc. A veces, más que un error doctrinal, estos desastrosos planteamientos son en ellos una desviación espiritual, debida a tres causas principales:

1.– Una mala instrucción en la fe católica. Sólo un ejemplo. El padre Severino González, S. J., a mediados del siglo pasado, en una de las colecciones de teología dogmática más difundidas, rechaza juntamente las doctrinas agustinianas, tomistas y escotistas en estas cuestiones, y mantiene que «ningún sistema que afirme la gracia intrínsecamente eficaz puede explicar su concordia con la libertad» (Sacræ Theologiæ Summa, BAC, Madrid 1953, III, tract. III, tesis 33, nn. 313 y 324). Los muchachos de esos años no leíamos esas obras académicas, pero sí leíamos no pocos libros (por ejemplo, El joven de carácter, del húngaro Tihamer Toth, 1889-1931) que, si no recuerdo mal, por ahí andaban. Querer es poder. Es cuestión de generosidad… Aquellos libros nos hicieron mucho bien, pero también ocasionaron graves daños espirituales, cuya profunda huella negativa ha permanecido siempre en algunos, por falta de verdad católica. Padre, «santifícalos en la verdad» (Jn 17,17).

2.– Un antropocentrismo cultural ampliamente predominante, no solo en el mundo, sino también en las zonas mundanizadas de la Iglesia. El teocentrismo humilde que caracterizó tan profundamente la cristiandad antigua y medieval fue debilitándose mucho, como bien sabemos, a partir sobre todo del Renacimiento. Desde entonces, el antropocentrismo voluntarista, inevitablemente soberbio –aunque no se trate a veces de una soberbia personal, sino de especie humana– ha producido frecuentemente en los últimos siglos un cristianismo falsificado, en el que se ignora en gran medida la primacía de la gracia. Son muchos los católicos que son pelagianos –entre los no practicantes la mayoría–, y piensan que ir a la santidad está en la fuerza natural del hombre. Por eso, como no son tontos, no lo intentan, y dejan la vida cristiana. Y otros son semipelagianos –bastante numerosos entre los practicantes–, pues piensan que el bien que han de hacer procede en parte de Dios, y en parte, la más decisiva, por supuesto, de su propia voluntad libre.

3.– Un bajo nivel espiritual de sacerdotes y laicos. Entre los cristianos todavía carnales (1Cor 3,1-3), también entre aquellos que tienden con fuerza a la perfección, el voluntarismo suele ser el error más frecuente, pues si la pereza a veces, muchas veces, les daña, todavía hace en ellos peores estragos la soberbia, que unas veces es perezosa y otras activa, pero que siempre tiende a poner en el hombre la iniciativa, quitándosela a Dios, aunque sea inconscientemente.

En cambio los santos –ya lo comprobaremos– todos profesan la doctrina católica de la gracia, porque todos son perfectamente humildes. Y como dice Santa Teresa, «la humildad es andar en verdad; que es verdad muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira» (6 Moradas 10,8). Es cierto que algunos santos, en sus comienzos, cuando todavía eran carnales, andaban no poco engañados, y fueron voluntaristas por carácter personal o por una formación incorrecta; pero cuando por la gracia de Dios llegaron a una condición espiritual, todos ellos descubrieron la primacía absoluta de la gracia, pues de otra manera no hubieran llegado a la santidad. La plena santidad se da en la perfecta humildad y verdad.

Un San Ignacio, por ejemplo, cuando se convierte en Loyola leyendo Vidas de santos, se decía a sí mismo: «Santo Domingo hizo esto; pues yo lo tengo de hacer. San Francisco hizo esto; pues yo lo tengo de hacer» (Autobiografía 7). Por narices. Pero en cuanto va entrando en Dios y en la vida espiritual, muy pronto alcanza por don del Señor un supremo conocimiento de la gracia. Y en sus Ejercicios dispone: «pedir a Dios Nuestro Señor quiera mover mi voluntad y poner en mi ánima lo que yo debo hacer»… (17). «Aquí será pedir gracia para elegir lo que más a gloria de su divina majestad y salud de mi ánima sea» (152). Por ahí vamos mejor. Sus maravillosas reglas de discernimiento muestran claramente que en la vida espiritual la pretensión fundamental ha de ser dejarle hacer a Dios, haciendo lo que Él quiera hacer en nosotros, incondicionalmente.

La operatividad caracteriza al voluntarismo semipelagiano. Es cierto que a veces el semipelagianismo, al cifrar tanto la obra de la santificación en el esfuerzo de la voluntad libre del hombre, lleva al voluntarista a abandonar la vida cristiana. Sabiendo bien por experiencia aquello de San Pablo: «no hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco. Es el pecado que mora en mí» (cf. Rm 7, 15-19), concluye: «si así es el camino de la perfección, yo no tengo nada que hacer. Mejor será abandonar el intento». Y confiándose sin más a la misericordia de Dios –en el mejor de los casos–, pasa del semipelagianismo al luteranismo protestante.

Pero el voluntarismo semipelagiano lleva normalmente a los cristianos fieles y practicantes a una operatividad malsana. Ya sabemos, sí, que «la fe, si no tiene obras, está muerta» (Sant 2,17). Y no olvidamos las exhortaciones de Santa Teresa: «que no, hermanas, no: obras quiere el Señor» (5 Moradas 3,11); «vosotras diciendo y haciendo, palabras y obras» (Camino Perf. 55,2). Pero en una vida espiritual católica –sinergía de gracia y libertad–, que da siempre la iniciativa a Dios y a su gracia, el florecimiento en la santidad va siempre de la persona a las obras, del interior al exterior, con paz y suavidad, aunque a veces con gran cruz. Bajo el impulso del Espíritu Santo, en gran medida imprevisible, la oración y el ejercicio de las virtudes, el cultivo de la persona, de sus modos de pensar, de querer y de sentir, la cruz de cada día, va haciéndole florecer en buenas obras, al ritmo que marca Dios, no al señalado por la propia persona o por su director espiritual o su grupo: «es Dios quien da el crecimiento» (1Cor 3,7). Hay cactus que, bien regados y cuidados, siguen espinudos y feos tiempo y tiempo, hasta que, de pronto, dan lugar a una flor maravillosa.

En el voluntarismo, por el contrario, se produce una cierta subordinación de la persona a las obras concretas. Se tira de la planta para que crezca más rápidamente, con el peligro de quedarse con ella en la mano. El crecimiento espiritual se pretende sobre todo por la prescripción –personal o ajena– de un conjunto de obras buenas, bien concretas, cuya realización se estimula y se controla con frecuencia.

Si las obras no se cumplen, vendrán juicios temerarios («soy un flojo; yo no valgo para esto»; «es un flojo; no vale, dejémoslo»; «puede, pero le faltó generosidad»). Y si se cumplen, vendrán juicios igualmente temerarios («soy un tipo formidable»; «es un tipo formidable»). Más aún. La operatividad voluntarista lleva a la prisa, que se hace crónica, y al activismo, al mismo tiempo que pone límites muy tasaditos a los tiempos de oración (personas tensas, comunidades siempre super-ocupadas). Lleva inevitablemente a la obra mal hecha, aunque la apariencia exterior de la misma sea buena.Cuantifica la vida espiritual (dos horas de oración santifican el doble que una; evidente). Da ocasión para los escrúpulos con gran frecuencia. Fija objetivos («este año tiene Ud. –o su comunidad– que conseguir al menos dos vocaciones para el Instituto, y una docena de vinculaciones de laicos»).Controla los resultados pretendidos, con mal desánimo o con peor satisfacción, según se hayan conseguido las metas. Lleva a un normativismo y a un legalismo detallista, y no advierte que leyes y normas señalan siempre obras mínimas, que no pocos voluntaristas tomarán como máximas, contentándose con su cumplimiento: todo lo que pase de ahí es para ellos exageraciones. Mediocridad congénita. «El viento [del Espíritu Santo] sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo nacido del Espíritu» (Jn 3,8).

El voluntarismo es tremendamente insano, tanto espiritual como psicológicamente. No capta la vida cristiana como un don constante de Dios, «gracia sobre gracia» (Jn 1,16), sino como un incesante esfuerzo laborioso del hombre. Sus errores y los daños que produce en personas y en grupos son tantos que resultan indescriptibles. Pero aquí estoy yo y, con la gracia de Dios, voy a describirlos. Querer es poder.

 

3. Síntomas

Semipelagianismo. Ya vimos sus tesis principales (61). Gracia y libertad, la parte de Dios y la parte del hombre, concurren, como causas co-ordinadas, para realizar el bien. Es la acción del hombre, co-operando con la gracia divina, la que hace eficaz a ésta. Dios ama a todos por igual, y la mayor santidad se determina fundamentalmente por la mayor generosidad del esfuerzo humano. La iniciativa de la vida espiritual la lleva, de hecho, el hombre. Etc. De esta enfermedad espiritual, que en los buenos cristianos podríamos llamar simplemente voluntarismo, se siguen efectos pésimos, que son síntomas propios de una enfermedad grave.

Antropocentrismo mediocre, voluntad propia y cambios de ánimo. El voluntarismo más o menos semipelagiano es congénitamente mediocre, aunque a primera vista parezca a veces lo contrario. El voluntarista, no partiendo de la iniciativa de Dios, sino de sí mismo, de su leal saber y entender –y ateniéndose normalmente a sus inclinaciones personales–, es decir, partiendo de su propia voluntad, va proponiéndose ciertas obras buenas concretas, dando por supuesto que, ya que son buenas, Dios le dará necesariamente su gracia para hacerlas. El voluntarismo personal o institucional, partiendo de iniciativa humana, aunque incluya un hermoso conjunto de obras buenas, siempre lo establece proporcionado a las fuerzas del hombre: de ahí su mediocridad congénita.Y así el voluntarista va llevando adelante, como puede, su vida espiritual, a su manera y modo de ser: vanamente desanimado cuando no consigue sus intentos y vanamente satisfecho de sí cuando los cumple.

Preocupaciones. Partiendo el cristiano en la vida espiritual de sí mismo, es inevitable que viva tenso y preocupado. No acaba de «hacerse como niño», para dejarse llevar pacíficamente de la mano de Dios, entrando así en el Reino de su paz y de su alegría. No termina de abandonarse confiadamente a la iniciativa, tantas veces sorprendente, del Espíritu Santo. No pone su mayor empeño en discernir la voluntad de Dios, en ocasiones tan contraria a nuestros intentos. Y nunca acaba de entender que la proa de su barco ha de ser siempre la oración de petición: «pedir luz para conocer Su voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla» (Or. I dom. T.O.). Centrado en sí mismo y en sus obras, no se centra en Dios y en su obra. No hay modo así de vivir con la paz y la alegría propia de los hijos de Dios.

Pero ni siquiera se hace problema de conciencia acerca de sus preocupaciones. Le parece que en la vida del hombre, con tantas posibles vicisitudes favorables o adversas, son normales, es decir, son inevitables. En la práctica no cree que el abandono confiado en el amor providente de Dios pueda ahuyentar toda ansiedad e inquietud, guardando a la persona en una paz continua e inalterable. No intenta no preocuparse porque le parece imposible conseguirlo, ni siquiera con la ayuda de la gracia. Ignora este cristiano voluntarista que la palabra de Cristo «no os preocupéis»(cf. Mt 6,25-34), no es simplemente un consejo, es un mandato, y que Él, por supuesto, nos da su gracia para poder cumplirlo. Las preocupaciones consentidas son, pues, malos pensamientos, tan malos como los pensamientos obscenos consentidos. Son materia de confesión sacramental.

«Encomienda al Señor tus afanes, que Él te sustentará» (Sal 54,23). «Cuando se multiplican mis preocupaciones, Tus consuelos son mi delicia» (93,19). «Encomienda tu camino al Señor, confía en Él, y Él actuará. Descansa en el Señor y espera en él» (36,5.7). «En paz me acuesto y en seguida me duermo, porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo» (4,9; cf. 3,6).

Imposibles la paz y la alegría inalterables. El voluntarista ignora que el hombre no está creado para querer en forma autónoma desde su propia voluntad, ni siquiera para querer cosas buenas. Está creado para querer lo que la Voluntad divina quiera en su providencia. Debe querer, como decía Santa Maravillas, «lo que Dios quiera, como Dios quiera y cuando Dios quiera». Cualquier volición humana, desvinculada o contraria a la voluntad divina, crea en el hombre necesariamente preocupaciones, ansiedades, temores, vanas tristezas, vanas alegrías… «Porca miseria». El hombre tiene que querer todo, solo y aquello que Dios quiere: ni más, ni menos, ni otra cosa, por buena que ésta sea. «Su alimento» tiene que ser hacer siempre, con la ayuda de la gracia, la Voluntad divina, y no la propia, por «santa» que ella sea –que no puede serlo, si es propia–. ¿Tan difícil es entenderlo?…

Evitación sistemática del martirio. El voluntarismo, en cualquiera de sus formas –pelagiana o semipelagiana– excluye por principio el martirio, es decir, la Cruz de Cristo. La ruina del cristianismo en Occidente en los últimos siglos viene principalmente de este error.

Los católicos, como discípulos humildes de Jesús, saben que todo el bien es causado por la gracia de Dios, y que el hombre co-labora en la producción de ese bien dejándose mover libremente por la moción de la gracia, es decir, se mueve movido por la gracia divina. Dios y el hombre se unen así en la producción de la obra buena como causas subordinadas, en la que la principal es Dios y la instrumental y secundaria el hombre. Los cristianos fieles a la voluntad de Dios se mueven movidos por ella, incondicionalmente, sin cálculos humanos de eficacias previsibles.

Por eso, al combatir el mal y al promover el bien bajo la acción de la gracia, no temen verse marginados, encarcelados o muertos. Llegada la persecución –que en uno u otro modo es continua en el mundo–, ni se les pasa por la mente pensar que aquella fidelidad martirial, que pueda traerles desprecios, marginaciones, empobrecimientos, desprestigios y disminuciones sociales o incluso la pérdida de sus vidas, va a frenar la causa del Reino en este mundo. Están ciertos de que la docilidad incondicional a la gracia de Dios es lo más fecundo para la evangelización del mundo, aunque eventualmente pueda traer consigo proscripciones sociales, penalidades y muerte. Están, pues, prontos para el martirio.

El voluntarismo antropocéntrico, por el contrario, ha producido en los últimos siglos un falso cristianismo, que ignora la primacía de la gracia, la primacía absoluta de la voluntad salvífica de Dios –tan desconcertante a veces: la Cruz–. Piensan entonces muchos cristianos que la obra buena, en definitiva, procede solo de la fuerza del hombre (pelagianismo), o a lo más que procede en parte de Dios y en parte del hombre (semipelagianismo).

Y lógicamente, en esta perspectiva voluntarista, los cristianos, tratando de proteger la parte suya humana, no quieren perder la propia vida o ver disminuída su fuerza y prestigio; más aún, estiman imposible que Dios quiera hacer unos bienes que puedan exigir en los fieles marginación, persecución o muerte. Dios «no puede querer» en ninguna circunstancia que el hombre se arranque el ojo, la mano o el pie (Mc 9,43-48), pues esta disminución de la parte humana debilitaría necesariamente la obra de Dios en el mundo.

En consecuencia, rehuyen el martirio como sea, en conciencia, en cualquiera de sus formas. Tratan por todos los medios de estar bien situados y considerados en el mundo; procuran, haciéndose cómplices al menos pasivos de tantas abominaciones mundanas, estar a bien con los poderosos del mundo presente. Así, de este modo, podrán servir mejor al Reino de Dios en la vida presente. «Salvando su vida» en este mundo, esperan conseguir que su parte humana colabore mejor y más eficazmente con la parte de Dios en la salvación del mundo.

Igualmente la Iglesia y cada cristiano deben evitar cualquier enfrentamiento con el mundo, eludiendo toda actitud que pueda desprestigiar el Evangelio ante los mundanos, o dar ocasión a persecuciones, pues una Iglesia debilitada y mártir, debilitada su fuerza humana, no podrá co-laborar eficazmente con Dios, no podrá servir en el siglo presente la causa del Reino. Todo aquello que es una pérdida de influjo social, de posibilidad de acción, de imagen atrayente, es una miseria, no tiene gracia alguna. El martirio es malo incluso para la salud… Así piensan bajo el influjo del Padre de la Mentira.

La Iglesia voluntarista, puesta en el mundo en el trance del Bautista, se dice a sí misma: «no le diré la verdad al rey, pues si lo hago, me cortará la cabeza, y no podré seguir evangelizando. Yo debo proteger ante todo el ministerio profético que Dios me ha confiado». ¡Cuántos Obispos, párrocos, teólogos, padres de familia, profesores, misioneros, laicos comprometidos y feligreses de toda índole piensan y actúan así! Por el contrario, sabiendo que la salvación del mundo la obra Dios, la Iglesia, la Iglesia verdadera de Cristo, dice y hace la verdad, sin miedo a verse pobre y marginada. Y entonces es cuando, sufriendo persecución, evangeliza al mundo: «no te es lícito tener la mujer de tu hermano».

Horror a la Cruz, buscando eficacias. Los cristianos afectados de pelagianismo o semipelagianismo, por el camino suyo, tan razonable, van llegando poco a poco, casi insensiblemente, a silencios y complicidades con el mundo cada vez mayores. Lo vemos en una de sus formas más escandalosas en muchos «políticos católicos», absolutamente estériles para la causa de Cristo. Quieren guardar la cabeza sobre sus hombros, y conservar su escaño… Cesa entonces la evangelización de los pueblos, de las instituciones y de la cultura.¡Y así actúan quienes decían estar empeñados en impregnar de Evangelio todas las realidades temporales!

No será raro así que al abuelo, piadoso semipelagiano conservador, tenga un hijo pelagiano progresista; y es incluso probable que el nieto baje otro peldaño, y llegue a la apostasía. De todo lo cual hablo más ampliamente en dos libros, De Cristo o del mundo y El martirio de Cristo y de los cristianos.

Cuando el bien y el mal son dictados por la mayoría –trátese de una mayoría real o ficticia, inducida por los poderes mediáticos y políticos–, el martirio aparece como una opción morbosa, excéntrica, opuesta al bien común, insolidaria con la sociedad general. Los cristianos semipelagianos no quieren de ningún modo que se debilite la parte humana con la que pretenden colaborar con el Salvador: se callan, se disfrazan y pasan por lo que sea «para no ser perseguidos por la cruz de Cristo» (Gál 6,12). Reconozcamos que este grave error es con frecuencia en buenos cristianos inculpable, porque sufren una «ignorancia invencible», invencible de hecho en ellos, porque nadie les ha dicho la verdad evangélica. Pero otras veces es culpable, cuando se avergüenzan del Evangelio y del Magisterio apostólico: silencios clamorosos, anticoncepción habitual, complicidades con el poder político perverso, conflicto de valores, moral de actitudes, opción por el mal menor, situacionismo, consecuencialismo, etc.

Según esta visión el obispo, el rector de una escuela o de una universidad católica, el político cristiano, el párroco en su comunidad, el teólogo moralista en sus escritos, es un cristiano impresentable, que no está a la altura de su misión, si por lo que dice o lo que hace ocasiona grandes persecuciones del mundo. Con sus palabras y obras, es evidente, desprestigia a la Iglesia, le ocasiona odios y desprecios del mundo, dificulta, por tanto, las conversiones, y es causa de divisiones entre los cristianos. Debe, pues, ser silenciado, marginado o retirado por la misma Iglesia. Aunque lo que diga y haga sea la verdad y el bien, aunque sea el más puro Evangelio, aunque guarde perfecta fidelidad a la tradición católica, aunque diga o haga lo que dijeron e hicieron todos los santos. Fuera con él: no queremos mártires. En la vida de la Iglesia los mártires son un lastre, una vergüenza, un desprestigio. No deben ser tolerados, sino eficazmente reprimidos por la misma Iglesia.

Qué tristeza. Si el martirio implica un fracaso total –la cruz del Calvario–, si consiste en sufrir un rechazo absoluto del mundo, está claro que el martirio es algo sumamente malo, algo que debe evitarse como sea. Por el mismo bien de la Iglesia. Algunos cristianos insensatos quizá piensan que la Iglesia evitadora del martirio, la que «guarda su vida» en este mundo, será una Iglesia próspera, atractiva y alegre en la vida presente. Pero eso es como suponer que la esposa infiel, que se entrega al adulterio, será una mujer alegre. No, es todo lo contrario; es una mujer muy triste. Lo que alegra el corazón humano es lo que viene de Dios: el amor, la fidelidad, la abnegación, la entrega en el amor. Por el contrario, la infidelidad es traición al amor, y solo puede traer tristeza. Los mártires son alegres y los apóstatas son tristes. «En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; pero el que aborrece su alma en este mundo la guardará para la vida eterna» (Jn 12,24,25). Es así. Es palabra de Cristo.

El voluntarismo semipelagiano, como todas las enfermedades, tiene muchos síntomas. Y conviene que quienes lo padecen sean sanados por Cristo, que les da su gracia para conocerlos y vencerlos.

La vocación. Comienzo por aquí, porque en la vocación está el principio de todo. Dios, en el orden natural, llama al ser a cada criatura, y la mantiene en la existencia. Dios, en el orden sobrenatural, llama a la gracia al hombre caído: «le llama de las tinieblas a su luz admirable» (1Pe 2,9). Dios es «el que llama» (Gál 5,8: kalon) y los cristianos somos «los llamados» (Rm 8,30: keklemenoi).

La llamada de Dios es absolutamente gratuita. Y por parte Suya, «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rom 11,29: karismata kai e klesis). Todo en la vocación es amor gratuito de Dios, que sólo en Él tiene su causa. Él elige desde la eternidad, llama con una vocación dada en el tiempo –la llamada al pueblo de Israel, a ser cristiano, al apostolado, al matrimonio, al camino concreto personal–, consagra a los llamados –bautismo, orden, matrimonio, profesión religiosa–, y envía en la misión propia de cada vocación. Dios elige-llama-consagra-envía.

Todo en la vocación es don gratuito del amor de Cristo: «es la voz del Amado que me llama» (Cant 5,2). Gran verdad absolutamente cierta es que «todos los hombres son llamados a la unión con Cristo» (Vat. II, LG 3). Pero es igualmente cierto que los cristianos, los apóstoles, somos objeto de una especial llamada del amor de Dios para formar la Iglesia, «sacramento universal de salvación» (LG 48; AG 1). La Escritura lo afirma muchas veces: somos «elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3,12). Y esta elección-llamada parte exclusivamente de la elección eterna de Dios. Nunca viene determinada por los bienes que Él mismo haya puesto en hombres o pueblos. Cuántas veces el Señor elige-llama a lo más pequeño, Israel, «el más pequeño de todos los pueblos» (Deut 7,6-7); a mujeres estériles; a gente que apenas cuenta ante el mundo: «mirad, hermanos, vuestra vocación, pues no hay entre vosotros» muchos nobles, poderosos, cultos, sino más bien gente humilde, «para que nadie pueda gloriarse ante Dios» (1Cor 1,26-29). Pues bien,

el voluntarismo semipelagiano, conforme a su teología de la gracia, plantea la elección vocacional como si Dios ofreciera igualitariamente a los cristianos los diversos caminos de vida, unos de suyo más idóneos para la santificación personal y otros no tanto –aunque todos santos y santificantes–; y como si después fuera ya el cristiano, según el grado de su generosidad, quien decidiera seguir lo más perfecto o lo menos perfecto, aunque también bueno. Esta visión es una distorsión terrible de la verdad de las vocaciones, es causa de errores vocacionales, de escrúpulos y de grandes sufrimientos. Y hay que reconocer que es un error típicamente semipelagiano: Dios ofrece la misma gracia a todos, y es la parte humana la que, haciendo eficaz la gracia, la parte divina, decide lo más o menos perfecto. En definitiva, no es Dios quien elige y llama gratuitamente, sino que es el cristiano el que, por lo visto, «se llama» a sí mismo según el grado de su mayor o menor generosidad. Con inevitable preocupación se pregunta: «¿Qué elijo?»

Cuando yo acabé el bachillerato, mi madre, con esa excusa, me mandó a hacer Ejercicios espirituales. Y todavía recuerdo cómo al final de ellos el padre predicador nos invitó a elegir la vocación. En una hoja, trazando una raya vertical en medio, habíamos de ir poniendo a un lado y otro los pros y contras que alcanzábamos a ver en orden a nuestra santificación. Se hacía finalmente la suma, y el total resultante, paf, determinaba nuestra vocación concreta dentro de la Iglesia. Ya entonces a mí aquello me pareció un espanto. Y ahora todavía me horroriza más.

Otro caso ilustrativo. Siendo yo joven, asistí a la profesión religiosa de una amiga mía. Y recuerdo también la prédica del cura que presidió la Misa. ¡Qué canto a la generosidad de esta muchacha, a quien el mundo y la vida le sonríen (aquí amplia enumeración de sus cualidades), y que, sin embargo, dejándolo todo, va a seguir a Cristo por un camino austero y penitente!… etc. etc. etc. Ya entonces a mí todo aquello me sonaba muy mal. No sabía yo entonces que, simplemente, era semipelagiano. Imagínense ustedes un sacerdote que en una boda canta la generosidad de esta joven, que teniendo tantos pretendientes excelentes, etc., ha venido a casarse con éste (con este pobre diablo). Es de suponer que, al término de la ceremonia, los familiares del novio entrarían a la sacristía para leerle la cartilla al ministro del Señor. «¿Pero usted qué se ha creído?»…

la fe católica nos enseña, por el contrario, que Dios llama a quien quiere, cuando quiere y como quiere. Y que la vocación, la que sea, es un don precioso que el hombre, con inmenso agradecimiento, debe recibir libre y meritoriamente, con el auxilio de la gracia divina, por supuesto. «¿Quién es el que a ti te hace preferible? ¿Qué tienes tú que no hayas recibido?… Gracias a Dios soy lo que soy, y la gracia que me concedió no ha sido en vano, sino que he trabajado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1Cor 4,7; 15,10). San Pablo, recién converso, se plantea su vocación como se debe: «Señor ¿qué quieres que haga?» (Hch 22,10).

Es cuestión de generosidad. La vocación –y toda obra cristiana– es un don de Dios, que el hombre recibe. Si hablamos el castellano usual, es generoso el donante, no el que recibe. Si un hombre dona una gran herencia a una familia numerosa que está en la ruina, el generoso es el donante, no la familia que recibe tan precioso donativo. Y esto es lo que sucede en toda vocación y acción cristiana. El generoso es Dios, que estando nosotros muertos por nuestros delitos y pecados, esclavizados por el mundo y por la carne, cautivos del demonio, «nos dió vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados» (Ef 2,1-10: leerlo entero). El generoso es Dios. Si, por ejemplo, a uno le falta sabiduría, «que la pida a Dios y la recibirá, porque Él la da a todos generosamente, y sin reproches» (Sant 1,5).

Miremos el caso de la vocación de un apóstol. Cristo elige por pura gracia a Mateo. No lo mira con desprecio, en su miserable condición de publicano, idólatra de la riqueza, excomulgado de su pueblo, sino que lo llama a dejar su oficina de recaudación, y lo consagra como Apóstol suyo, para enviarlo a predicar y a escribir el Evangelio. Gracia, pura gracia gratuita ha sido la elección, la vocación, la consagración y la misión. Y gracia de Cristo ha sido también la que ha movido el corazón de Mateo para poder seguirle, aceptando su llamada y dejándolo todo. ¿Dónde está aquí la generosidad de Mateo? ¡Cantemos la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, que por pura gracia ha hecho de este pobre diablo un Apóstol santo! «Sígueme. Y él, levantándose, le siguió» (Mt 9,9-13). Todo ha sido gracia. Y por eso lo primero que se le ocurre a Mateo –que era católico y no semipelagiano– es celebrarlo en un gran banquete, en el que no sería raro que alguno se hubiera pasado un poco en la bebida. Está feliz, loco de gratitud y alegría. Y piensa que si alguno elogia su generosidad personal es que no está en su sano juicio.

Católicos excelentes hay que emplean con frecuencia la palabra generosidad al hablar de la vocación y, lógicamente, de cualquier otro asunto de la vida espiritual. Muchos de ellos tienen una captación del misterio de la gracia perfectamente católica; pero no escapan a una contaminación del lenguaje de origen voluntarista.

«Es cuestión de generosidad». «Pone usted en peligro su misma salvación por falta de perseverancia». «Ingresó en el noviciado, pero no perseveró: le faltó generosidad». «Dios no se deja ganar en generosidad por el hombre». O sea: usted propóngase el bien que sea, cuanto más alto mejor, y esté seguro de que la gracia de Dios, siendo la obra tan buena, vendrá ciertamente en su auxilio para que pueda vivirla. Etc. ¿Pero qué están diciendo?… Todo eso es semipelagianismo puro y duro. ¿Cuándo estos católicos se van a enterar de que, aunque solo sea en el lenguaje, son semipelagianos?

Dios te pide. Toda la vida cristiana, toda, está movida por la gracia de Dios, toda es gracia, toda es don de Dios. Es Él quien «obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13); de tal modo que «cuantas veces obramos bien, Dios, para que obremos, obra en nosotros y con nosotros» (Orange II, c.9). Ahora bien, cuando alguien da algo a otro, a esa acción le llamamos donativo, y no petición. Y cuando alguien pide algo a alguien, su acción es una petición. ¿Es así o no es así?… Pues bien, si Dios da a los hombres su gracia, siempre gratuita, moviéndoles a querer y a obrar el bien, ¿por qué a esa acción no se le da el nombre de donación, que le corresponde, y se dice en cambio que Dios pide al cristiano esto y lo otro? ¿A qué viene hablar de que Dios pide a éste que dé más limosna, al otro que se case, a otro más que ingrese en un monasterio, etc.? «Siempre Dios pidiendo», en vez de «siempre Dios dando», como es la verdad. ¿Qué sentido tiene, en la fe católica ese modo de expresar la vida espiritual? «Recibir, más me parece a mí eso, que no dar nosotros nada» (Sta. Teresa, Vida 11,13). ¿Tan difícil es esto de entender; o mejor, de creer?

Supongamos que un director espiritual dice al cristiano que se le confía, atendiendo a las mociones de gracia que parece recibir: «según lo que me cuentas, yo creo que Dios te pide que dobles el tiempo de la oración». El consejo podrá ser prudente y beneficioso. Pero ¿por qué lo expresa en forma de petición? ¿No es más conforme a la verdad decir: «parece que Dios quiere darte la gracia de aumentar al doble tu oración»? En el fondo, dicho de un modo o de otro, está dando el mismo consejo, es cierto. Pero la formulación primera encaja perfectamente con el semipelagianismo, puede dar ocasión a la soberbia («he cumplido: le he dado a Dios lo que me pedía»), al escrúpulo también, y a otros malos efectos. En cambio, la segunda formulación habla como siempre lo hace la sagrada Escritura y la mejor Tradición católica, y solo puede producir efectos buenos.

Ese «Dios te pide» esto y lo otro expresa mal la doctrina católica sobre la acción de la gracia. Pero tiene en cambio pleno sentido si se parte de una teología semipelagiana de la gracia. Según ella, Dios ofrece su parte (la gracia), y «pide» al hombre que ponga su parte (la voluntad libre), de tal modo que, con la generosa colaboración de la persona, venga así la gracia a ser eficaz en la buena obra pretendida (noviciado, matrimonio, más oración, etc.). Ésta es la verdad. Y no se ofendan si la digo, pues solo pretendo que sean «santificados en la verdad» (Jn 17,17). Pero, por otro lado también, no se me asusten

Puede darse una ortodoxia perfecta en la vida de la gracia, que en algunos temas, sin embargo, esté expresada verbalmente en modos deficientes. Trento dice que la concupiscencia no es pecado, pero que «procede del pecado y al pecado inclina» (Denz 1515). Pues bien, aquí habría que decir que ese modo de hablar voluntarista puede darse, y se da con relativa frecuencia, en un marco doctrinal católico y santo. Pero conviene reconocer honradamente que es un modo verbal que procede del error voluntarista y que a él inclina. Reconozcamos con humildad que siempre llevará en sí al menos el peligro de ocasionar en las personas ramalazos voluntaristas negativos, malos entendimientos de la acción de Dios en el hombre. Insisto: muchas veces el marco doctrinal es en la persona o en la comunidad tan claramente católico, que neutraliza en buena medida los efectos negativos de un modo de hablar ciertamente deficiente. En buena medida… No siempre del todo.

Hablen en católico de la gracia divina. Hablen como hablan la Escritura y la Liturgia, los Concilios y los grandes Doctores de la Iglesia. Hablen como lo han hecho todos los santos.

Bueno, la verdad es que no todos los santos usaron siempre y en todo un lenguaje claramente católico de la gracia. Antes de que se formulase en la Iglesia dogmáticamente la doctrina de la gracia, hubo santos, como Fausto de Riez o Vicente de Lérins, ya lo vimos, que hablaron así (61). Más penoso es que, después de reprobado por la Iglesia el error semipelagiano, haya todavía algunos santos, a partir sobre todo del siglo XVII, que en ocasiones usan un lenguaje más o menos marcado por el ramalazo semipelagiano voluntarista. Ciertamente, aquéllos y estos santos, captan perfectamente en su mente y en su corazón la verdad de la gracia: si no, no hubieran sido santos. Y además el lenguaje espiritual que emplean, en su conjunto, es clarísimamente católico. Pero… pero algunas veces ese lenguaje espiritual se ve marcado por estas deficiencias voluntaristas de su tiempo. Lo comprobaremos en algunos santos, con el favor de Dios.

Dios no te puede pedir. Allí donde se generalice un tanto en la cultura cristiana el Dios te pide, no tendrá nada de raro que, con un poco más, se dé el paso al Dios no te puede pedir. Cualquier contradicción en el pensamiento cristiano puede esperarse en cuanto se aleja de la verdad católica. Las dos actitudes, que son ciertamente contradictorias, coinciden en que centran la vida cristiana en la voluntad, la parte humana. Por el contrario, los católicos reconocemos la iniciativa absoluta de la gracia de Dios, a la que el hombre debe una docilidad incondicional, que no resiste ni pone nunca límites a lo que Dios quiera darle en su infinita misericordia.

Un buen número de moralistas católicos saben perfectamente aquello que Dios no puede pedir a los cristianos. Y elaboran planteamientos –conflicto de deberes, opción fundamental, mal menor, etc.– que permitan evitar en buena conciencia el martirio y la fidelidad a ciertas normas morales, como las que prohíben la anticoncepción, al menos en ciertos casos. «Llevan ustedes casados diez años y tienen ya cinco niños. Dios no les puede pedir que eviten los anticonceptivos».

Otros maestros espirituales –éstos, a lo mejor, muy estrictos– saben también perfectamente aquello que Dios no puede pedir a los fieles laicos, alegando la secularidad que Él quiere en sus vidas.

«Usted es una señora seglar, madre de familia, con muchas responsabilidades y trabajos. Por tanto, Dios no le puede pedir que haga una hora diaria de oración y menos aún que practique mortificaciones corporales». Prohibido. El director voluntarista, y más después del Vaticano II, sabe perfectamente lo que es un laico, y lo que Dios puede o no puede pedirle sin desmedro de su secularidad. Desde luego, con una espiritualidad semejante no tendríamos la maravilla de una Concepción Cabrera de Armida (1862-1937), madre mejicana de ocho hijos, fundadora de las Religiosas de la Cruz, de los Misioneros del Espíritu Santo y de otras asociaciones para laicos. Ella tuvo la dirección espiritual de Mons. Luis Mª Martínez, Arzobispo Primado de Méjico, gran maestro de espiritualidad católica (1881-1956). De ella cuenta su biógrafo, el P. Treviño, M. Sp. S.: «todas las noches dedicaba cerca de dos horas a la oración, interrumpiendo el sueño. Gustaba de unir a esta oración alguna penitencia, como hacerla postrada en el suelo, con una corona de espinas en la cabeza» (Concepción Cabrera de Armida, La Cruz, San Luis Potosí 1987, 7ª ed., 108). Semejantes «excesos» sólamente pueden ocurrir cuando la libertad del cristiano se abandona incondicionalmente a la acción del Espíritu Santo, que «sopla donde quiere» (Jn 3,8).

Lo que más cuesta es lo más santificante, lo más meritorio. Eso es falso. A esa convicción conduce aquella espiritualidad voluntarista que, al menos en la práctica, centra más la santificación en el esfuerzo del hombre (parte humana), que en la eficacia intrínseca de la gracia (parte divina). Y siguiendo ese camino, el cristianismo se va entendiendo mucho más como una ascesis costosa, que como un gozo, un don, una salvación inefable, que se recibe del amor de Cristo, «gracia sobre gracia» (Jn 1,16). No pocos bautizados entonces van cayendo en el alejamiento de la vida cristiana, para abandonarla finalmente por completo, cayendo en la apostasía. Ya sabemos, sí, que no es posible seguir a Jesucristo sin tomar la cruz de cada día. Esto el Maestro «lo decía a todos» (Lc 9,23). Pero sus discípulos sabemos que ese yugo es ligero, que pesa poco, y que en él hallamos nuestro descanso (Mt 11,29-30).

La obra más santificante y meritoria es la realizada con mayor caridad. Lo explico un poco.

Es la caridad la que santifica y da mérito a nuestras obras: «sólo la caridad edifica» (l Cor 8,1). Sin ella, por mucho que yo haga, «no teniendo caridad, de nada me aprovecha», aunque dé mi fortuna a los pobres, aunque me mate a mortificaciones (1 Cor 13,3). Por eso enseña Santo Tomás que «el mérito de la vida eterna pertenece en primer lugar a la caridad, y a las otras virtudes [laboriosidad, paciencia, castidad, etc.] secundariamente, en cuanto que sus actos son imperados por la caridad» (STh I-II,114,4).

Las obras hechas con más amor son las más libres y meritorias. Sigue diciendo Santo Tomás: «es manifiesto que lo que hacemos por amor lo hacemos con la máxima voluntariedad; por donde se ve que, también por parte de la voluntariedad que se exige para el mérito, éste pertenece principalmente a la caridad» (ib.). Y la caridad sobrenatural, evidentemente, sólo puede ejercitarse bajo la moción del Espíritu Santo. Es docilidad a la gracia.

El mérito de la obras no está en función de su penalidad, sino del grado de caridad con que se realizan. Y cuanto mayor es el amor, menos cuestan. El principio de que «lo que más cuesta es lo que más mérito tiene» procede de inspiración semipelagiana, y no es verdadero, pues precisamente las obras hechas con más amor son las que menos cuestan y las que más mérito tienen. Santo Tomás: «importa más para el mérito y la virtud lo bueno que lo difícil. No siempre lo más difícil es lo más meritorio» (STh II-II,27,8 ad 3m).

A un cristiano rico, pero apegado a sus riquezas, le cuesta mucho hacer un donativo a unos familiares muy necesitados, porque tiene muy poca caridad. Un cristiano muy caritativo, en cambio, realiza la misma obra con verdadero gozo –si no da más es porque no puede–, y su obra es mucho más meritoria. Aquella pobre viuda del Evangelio, que para el honor del Dios y de su templo, «ha dado de su miseria cuanto tenía, todo su sustento» (Mc 12,41-44), lo ha hecho con inmenso amor y facilidad, bajo la acción de la gracia. «Dios ama al que da con alegría» (2Cor 9,7), porque Dios ama a quien da con amor, con caridad, bajo la moción de su Amor divino.

Sólo la caridad más crecida es capaz de realizar las obras más costosas, más penosas para el hombre carnal. Bajo la moción de la gracia, el cristiano de gran caridad es capaz de obras que para otros son imposibles: dedicar la vida a cuidar leprosos, donar a un familiar la mitad de la propia hacienda para sacarle de la ruina, etc. Pero quede claro al mismo tiempo que todo lo que se hace en caridad, por duro que sea, se realiza bajo la moción del Espíritu Santo, que da la posibilidad, más aún, la inclinación, para obrarlo. Y en este sentido se hace con alegría, aunque sea en ocasiones con gran cruz. Por eso la vida de los santos es la más crucificada, la menos costosa y la más alegre.

San Pablo expresa con frecuencia este misterio: «así como abundan en nosotros los padecimientos de Cristo, así por Cristo abunda nuestra consolación» (2Cor 1,5). «Estoy lleno de consuelo, rebosando de gozo en todas nuestras penalidades» (7,4). Sobreabunda en gozo, en medio de mil tribulaciones y trabajos, porque sobreabunda en la caridad a Cristo y a los hombres. En tres artículos sobre La alegría cristiana trato más ampliamente de este tema.

Por otra parte, la virtud más crecida es la que se ejercita con más facilidad y más mérito. Cuando la virtud de la castidad, por ejemplo, está muy débil, cuesta mucho guardar la pureza en pensamientos y deseos, palabras y obras; es una guerra muy dura. Por el contrario, cuando la virtud (virtus: fuerza) de la castidad está muy perfecta, se ejercita con toda facilidad en los buenos actos que le son propios, incluso normalmente –normalmente– con gozo. Y ésa es sin duda la castidad más meritoria y grata a Dios. En el crecimiento de esta virtud, como en el de todas, suelen darse tres fases: cuando la virtud es 1) incipiente, hay mucha guerra; cuando está 2) adelantada, se viva con paz su objeto propio; y cuando está 3) perfecta, se ejercita con gozo. Lo que realmente resultaría costoso y repugnante sería obrar en contra de esa virtud.

Identificar grado de virtud y posibilidad de su ejercicio suele ser también un síntoma semipelagiano, pues el voluntarismo siempre es cuantitativo y operacionista. Acabo de decir que, en principio, van juntas la perfección de la virtud y la facilidad para ejercitarla. Pero sin embargo, como Santo Tomás enseña, no siempre puede identificarse grado de una virtud y grado de facilidad para su ejercicio. «Ocurre a veces que uno que tiene un hábito [virtud] encuentra dificultad en obrar y, por consiguiente, no siente complacencia en ejercitarlo [como sería lo natural], a causa de algún impedimento de origen extrínseco; como el que posee un hábito de ciencia y padece dificultad en entender, por la somnolencia o alguna enfermedad» (STh I-II,65,3).

Identificar sin más virtud y obras es un grave error, que causa grandes perturbaciones en la vida espiritual, que origina muchos discernimientos erróneos, muchas exhortaciones vanas, muchas correcciones inoportunas, muchos esfuerzos inútiles y no pocos sufrimientos. El cristiano, aun revestido de la gracia de Cristo, sufre grandes limitaciones y precariedades. Bien sabemos, con Santo Tomás, que «la gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona» (STh I, 1,8 ad 2m). Pero no necesariamente la gracia sana la naturaleza siempre y en todo, sino que, según el beneplácito de Dios providente, puede dejar que peduren en la naturaleza graves deficiencias, que no son pecado, para que la persona crezca en humildad y participe más de la pasión de Cristo. Trato algo más ampliamente de este tema en el artículo Santos no ejemplares.

Cuántas veces, por ejemplo, un cristiano muy fuerte en la virtud de la esperanza puede sufrir, sin embargo, depresiones profundas y duraderas, provenientes de huellas genéticas o familiares, por condicionamientos educativos erróneos, por causas somáticas o por noches espirituales. Un director espiritual voluntarista hará de esa terrible dolencia un diagnóstico claro: «falla en usted la virtud de la esperanza», con lo cual acabará de hundirlo en la angustia y el escrúpulo. Este mismo director, si se acercara a Cristo en Getsemaní, no dudaría en decirle: «menos angustias y más confianza en Dios, que un santo triste es un triste santo. Alegre esa cara, que da pena verlo».

Cuántas veces, por ejemplo, un hombre con verdadero espíritu de oración, que por lo que sea está pasando un tiempo, a veces muy largo, sin capacidad alguna para ejercitarlo en actos concretos –me refiero sobre todo a ratos largos de oración–, quizá intente, como dice Santa Teresa, «atormentar el alma a lo que no puede» (Vida 11,16). Y quizá se vea atormentado también, además, por un director voluntarista: «no se engañe; usted no hace oración porque no quiere, porque rehúye la cruz que a veces hay en ella». Los colegios de psiquiatras, para ganar clientes, deberían promover campañas pelagianas y semipelagianas en parroquias, catequesis y grupos cristianos, sea de religiosos, sea de laicos. Harían una inversión ciertamente rentable.

La santa Doctora Teresa entiende estos problemas muy de otro modo, porque los entiende al modo católico: «aunque a nosotros nos parecen faltas, no lo son; ya sabe Su Majestad nuestra miseria y bajo natural, mejor que nosotros mismos, y sabe que ya estas almas desean siempre pensar en El y amarle. Esta determinación es la que quiere; ese otro afligimiento que nos damos, no sirve de más que para inquietar el alma; y si había de estar inhábil para aprovechar una hora, lo está cuatro» (ib.). Ya dice San Juan de la Cruz que «hay muchas almas que piensan no tienen oración y tienen muy mucha, y otras que tienen mucha y es poco más que nada» (prólogo Subida 6).

El menosprecio de los débiles es uno de los aspectos más lamentables y dañinos del voluntarismo semipelagiano. El voluntarismo menosprecia a las personas de poca salud física y psicológica, de escasa inteligencia y cultura, de caracteres mal cristalizados, de inestabilidad emocional no superada. Y admira simétricamente a los hombres sanos, fuertes, estables, de firme carácter. Los juicios temerarios abundan inevitablemente en un ambiente espiritual semejante: «es un tipo formidable», «es mejor que lo dejes: con éste no hay nada que hacer», «aquél parece muy aprovechable» (esa frase la he oído yo: una persona «muy aprovechable»). El voluntarismo se avergüenza del Evangelio, que tantas veces muestra la preferencia de Cristo hacia los pequeños, hacia los que no cuentan nada para el mundo (Lc 10,21; 1Cor 2,26-31). Los deja a un lado. No le valen. Así, al mismo tiempo, deja a un lado a Jesús, que fue «ungido y enviado para evangelizar a los pobres» (cf. Lc 4,18).

Quedarían por describir muchos otros síntomas del voluntarismo, pero están más o menos incluidos en los ya señalados:

Los esfuerzos activos son los que valen, los pasivos no, o no tanto. Una pobreza elegida santifica; padecida por ruina, no tanto. –Todo lo que es gratuito, sin esfuerzo, no vale, porque nada cuesta. Fuera, pues, el agua bendita, las novenas, los crucifijos en las habitaciones, las imágenes piadosas, y ya puestos, ¡la Misa dominical!… –Centrarse en la voluntad lleva necesariamente a una vida espiritual de ánimo cambiante, ánimo/desánimo. –La pobreza evangélica, todo eso de solo una túnica, no oro ni plata, tanto en la vida personal como en las actividades apostólicas, tiene valores románticos indudables; pero en la práctica es claro que hay que evitar la pobreza lo más posible. –Es mejor la riqueza de medios, hay que ser realistas: cuanto más fuerte esté la parte humana, tanto más crece el Reino en las personas y en el mundo. Por tanto, revista informativa carísima de un instituto o grupo cristiano, con estadísticas apabullantes. Liturgia con globitos, pantallas gigantes, danzas y cantautores. Evento juvenil cristiano, al modo de macro-maxi-hiper-super-show profano. Títulos académicos siempre que sea buenamente posible, y si no, también. Etc. Cuanto más y mejor, mejor. –Métodos de oración y de apostolado de segura eficacia (más o menos como los «crecepelos»), ejercitaciones de auto-ayuda, técnicas que perfeccionan tanto tanto al hombre y al mundo que no les cuento. –Adulaciones y elogios pestilentes de «la parte humana»: los jóvenes (la esperanza de la Iglesia), las mujeres (el mundo se salvará en clave de feminización), los obreros, los teólogos renovadores, la nueva pastoral, la familia (¡la familia salvará al mundo!), etc.

Todo ese mundo voluntarista es una miseria y un enorme error multiforme, que cierra en buena medida a la gracia del Salvador. Es causa muy suficiente para la descristianización progresiva de Occidente. Sólo nos ha sido dado bajo los cielos un nombre, el de Jesús, en el que podamos hallar la salvación, una salvación por gracia divina (Hch 4,12).

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